Luna tucumana

“¿Qué más antiguo en nosotros, qué más seguro, que la madre?”, se pregunta Claudio Ferrufino al inicio de este texto y la busca en todo lo que le ha dejado a su existencia. La madre no es solo el inicio, explica, sino también el punto de llegada.

¿Qué más antiguo en nosotros, qué más seguro, que la madre? A veces pienso que esta obsesión del retorno, los treinta y más años de nostalgia, tienen que ver sobre todo con ella. A su manera, cada madre es la madre tierra, la tierra madre, el único lugar posible en que volveremos a encontrarnos en ligazón infinita. Allí donde ella esté, ese rectángulo, ahí está la única patria, la matria, inventan otros.

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“Me pregunto si mi casi obsesiva afición a la música viene por las canciones que nos cantaba mi madre para dormir”. / Ilustración: Pedro Sánchez.

Con ella la música. Siendo Alicia, mamá, argentina, las primeras palabras que escuché, primarios sonidos de presagio, fueron zambas, vidalas, chacareras. Por ello elegí el título de este texto, porque todavía recuerdo la luna tucumana, tanto en memoria confusa por tan anciana, como en otra más presente en donde las imágenes se materializan en forma y espacio claros.

“Luna tucumana, tamborcito calchaquí”. En la imaginación escuchaba el ruido singular de la batalla en los secos campos de Santiago del Estero entre mis dos ancestros. Los valles calchaquíes al norte, Salta, provincia para mí llena de bombo y guitarra, de espectros revolucionarios que vagan como una Santa Compaña entre quebrachos y arroyos. El norte argentino siempre me ha fascinado, así como el sur boliviano. En ellos se esconde la historia, se ha mimetizado entre arbustos y leyendas, en la lengua de antes, en la que se cantaba y que todavía persiste con diferentes tonos a ambos lados. Hablo de esencias, quizá ajenas al ojo cotidiano. De sensaciones y emociones al sentarse en un comedero con piso de madera en La Quiaca, ordenando milanesa y medio litro de vino de la casa, servido en jarra de aluminio. Si lo habré degustado en mis andadas, de un rincón a otro, donde la diferencia la marcaba solamente la pronunciación del castellano.

Madre se casó con padre y emigró desde el europeo bulevar Chacabuco en el barrio de Nueva Córdoba, hasta el valle cochabambino. Uno de los libros favoritos de Alicia era Cuán verde era mi valle, de Richard Llewellyn, sobre Gales. Siempre lo asocié a aquel tren que la trajo sola desde Córdoba al mundo desconocido, entonces casi a la prehistoria, al verde de nuestro campo. Tierra sin leche, Bolivia, de fiesta continua, de infinidad de culos cagando a la intemperie cuando el tren comenzaba a frenar llegando a Oruro. Postal que la impresionó. ¿Qué hace toda esa gente en línea a lo largo de las vías? Defeca.

“Yo no le canto a la luna porque alumbra nada más”. Por supuesto que no. Aunque esta luna es la misma por doquier, no es la misma de allá, de cuando se levanta por los cañaverales y repta por algarrobos, árbol simbólico; Eduardo Falú: “Algarrobo algarrobal qué gusto me dan tus ramas cuando empiezan a brotar”. Alicia lo hacía para nosotros, antes de dormir, en las ¿cuántas camas eran para seis niños? Luna tucumana, Algarrobo algarrobal, Zamba del grillo, Carpas de Salta, tantas canciones. La López Pereira, infaltable, Zamba para no morir. Nos dotó así de inmortalidad, aunque de los seis, Picha ya se fue, pero entre nosotros la memoria tiene peso. Ellas, y papá, descansan juntos en la grama. Cuando esté allí, será ritual ir a leer a su lado por un par de horas los domingos. De niño me llevaba Joaquín, temprano en la mañana feriada, a ponerle flores a su madre en el Cementerio General, a desempolvar el pequeño nicho de su padre. Jamás se persignó, ni rezaba. Conversación de silencios. Aprendí de eso, de desechar los pétalos mustios de alguna rosa que todavía servía, de elegirlas, de cambiar el agua, de lavar los recipientes. Tareas que parecieran triviales sin serlo. Es tiempo para mí de conversar con ellos, dejando a las hijas con alas sueltas para que vuelen hermosas. Cerrar yo las mías, que caminé por aires en demasía. Tiempo de sentarse, de sopesar silencios y algarabías, no de ponerse serio ni lloroso, dinámico siempre pero medido. No dejo el exceso, no, y me lo dirán ellos: tú eres lo que siempre has sido y aunque triste, bailas. “El que toca nunca baila, me dijo el Payo Solá”. Yo no toco, bailo, como bailaban ellos, tangos con Antonio Bisio, cumbia con los Wawancó, cueca con Simeón Roncal y la marchinha del sacacorchos.

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Para Ferrufino, la madre es la obstinación del retorno. / Ilustración: Pedro Sánchez.

Arrastraba a mi madre al “cuarto rojo”, en casa. Y le preguntaba si quería conocerme a través de la música que escuchaba. Pobre, a todo volumen aprendió de los Doors, de Jimi Hendrix, en un disco que le pertenecía: Smash Hits. De Córdoba me traje compilaciones del grupo de Jim Morrison. Hablábamos con mi primo Juan Carlos Coqueugniot de la revista Pelo. Él era erudito y tenía una fantástica colección de rock. Generoso, me regaló ELP, Arco Iris, Almendra, Ten Years After. También Juan Carlos se ha ido de regreso hacia su madre. Dichosos ellos, que el paraíso es el retorno. En algún lado, o en ninguno, escuchará pegado a los suyos Mañana campestre. Nunca lo sabremos y no necesitamos saberlo. Pensarlo lo inmortaliza.

Me pregunto si mi casi obsesiva afición a la música viene por las canciones que nos cantaba mi madre para dormir. Cada sábado, con mi hija Emily, vamos de aventura por las tiendas de segunda mano. Nadie quiere ya discos compactos y los venden a precio regalado. Cientos, miles de discos que con anteojos de lectura recorro. Lo conocido, por supuesto, pero también la lujuria de bañarse en aguas nuevas. He descubierto así, lo hago también en literatura, joyas que se fueron al olvido. Además de Lou Reed e Ibrahim Ferrer, y de la interminable, por hermosa, Camino de Guanajuato, del gran maestro. “La vida no vale nada”. Que sí la vale, y él mejor que nadie lo sabía en sus amores. Con Aly, hija menor, protegido yo por ella a pesar de ser el doble en tamaño, ponemos en Spotify a Serge Reggiani y a Paco Ibáñez. Andaluces de Jaén… Una mujer desnuda, a la que amé como a mi muerte, sentada en los mosaicos fríos cierra los ojos y canta: “aceituneros altivos, de quién son estos olivos, andaluces de Jaén”…

Las horas parece que se confunden. Si hubo un tema para escribir ya no lo hay. No es que Robert Desnos volviese para escribir lo que se preste a los dedos, no. Miro la luna por la ventana de Denver a mediodía. Luna de Tucumán no es.

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