El hormiguero de Zongo
—Bueno, hijito; una, dos veces, pero tres, ¡ya basta también!, ¡ya estás grande para estas pavadas!— gritaba mi mamá, mientras lavaba las sábanas y ponía el colchón a orear al sol. Era la tercera vez en una semana que yo me hacía pis en la cama. Por la rabia, creo que ella no escuchaba razón alguna, en vano trataba de explicarle que tenía pesadillas porque había visto, por error, una escena de una película en la que aparecía un perro satánico con los ojos rojos. El animal solo ladraba enfurecido y perseguía a una indefensa muchacha; era algo que mi inocente cerebro no podía procesar y que se traducía en noches de dormir mal.

Vivíamos en una casa que estaba enclavada en una montaña, a unos tres kilómetros de Zongo. Estábamos relativamente cerca del camino de tierra que, hacia arriba, llevaba a la ciudad de La Paz y, hacia abajo, a la selva. Por un lado se sentía el frío y lo árido de la vida, por el otro el calor y la exuberante vegetación. El clima cambiaba incluso las personalidades de los escasos habitantes, no era difícil darse cuenta de qué lado venían las personas.
Era una zona desprovista de comodidades urbanas. Tan solo había algunas viviendas, huertas y el sonido eterno del río acariciando la quebrada. El doctor pasaba una vez a la semana, más para hacer charla y repartir antibióticos que para curar a los pobladores. Yo diría que lo más cercano a una psicóloga que teníamos en la zona era doña Julia, una curandera que vivía a unos quince minutos a pie. Su casa no tenía una estructura verdaderamente sólida, eran dos cuartos con paredes y techo de calaminas que se sostenían de unos troncos. Parecía que todas las cosas estaban unas sobre las otras: la cama, la estufa, la hornalla, la mesita con un par de sillas, los racimos de bananos y el machete; todo parecía confundirse en un mismo objeto.
Julia estaba casada con Eleuterio, un campesino de carácter cerrado y de muy pocas palabras. Rara vez miraba a la gente a los ojos y siempre evitaba cualquier conversación, parecía sentirse a gusto cuando estaba trabajando solo en medio del campo. —Hazle hacer pis en un hormiguero, es santo remedio— fue el consejo que mi progenitora recibió de Julia para calmar mis pesadillas. Nunca estuve seguro de que mi madre realmente creyera que eso iba a funcionar, pero, en ese punto, ella iba a intentar cualquier cosa con tal de ya no lavar más sábanas. En el trayecto de vuelta a casa, encontramos un hormiguero y me hizo ponerle fin al asunto.
Pasaron varios días de sabanas secas y decidimos visitar a Julia con un rollo de queso y unas mantas para agradecerle por el remedio. La curandera no se veía muy contenta, al parecer estaba peleando con su marido. —¡Ay, hija!, no hay nada peor que mezclar el alcohol con las tristezas— se quejaba, mientras ocultaba las marcas de los golpes en sus piernas. Mi madre me alejaba de tales relatos, pues sabía que yo era bastante cobarde y no quería que vuelva a mojar la cama. De hecho, esa fue la última vez que me llevó a casa de Julia; de cualquier forma, la pareja se mudó a la ciudad después de unos meses, dejando esos cuartos abandonados bajo un candado que no tardó en quebrarse por la humedad.

Una tarde, mi hermano y yo decidimos explorar la casa abandonada de la curandera. Nos escapamos con alguna excusa inocente y a mitad del camino, casi como en una visión mágica, apareció el árbol de naranjas más grande que habíamos visto. Sus frutos tenían una tonalidad brillante, con solo verlos podía una persona sentir su sabor en los labios. Rápidamente nos trepamos para ver si podíamos alcanzar una de esas delicias. Cuando la tuvimos en nuestras manos, nos dimos cuenta de que el árbol estaba infestado de hormigas, que comenzaron a picarnos las piernas. Yo me moría de susto, pues nunca había visto tantos bichos juntos, además, pensaba que era una forma de venganza. Tenía tanto terror que me hice pis de miedo, pero creo que las que más se asustaron fueron ellas, pues escaparon rápidamente; seguramente recordaban el episodio de la inundación de su hogar.
Está claro que nunca llegamos a la casa de Julia y, pese a lo trágico del asunto, mi madre sigue tomando a chiste toda la anécdota. Algunos años después, nos contó que la pareja había fallecido en un accidente. Dice que la selva se apropió lentamente de los cuartos que dejaron; tan solo quedan algunas calaminas corroídas.
Nunca conocí a otra curandera que tenga ese aura tan mágica, tampoco he vuelto a mojar la cama en más de treinta años. —Santo remedio— me repito cuando despierto.