Navegar el ruido blanco

¿Qué hace que nos sumerjamos en el cada vez más abundante contenido distribuido por las plataformas de streaming? ¿Por qué combinamos éxitos de hace más de veinte años con producciones hechas hace menos de un lustro? ¿Qué nos lleva a brincar de un título a otro —sobreanalizándolos, además (o quizás no)—, sin una mínima pausa en medio, sin una tregua? Estas y otras parecen ser las preguntas que guían a Adrián Nieve a través de su recorrido por dos producciones abismalmente diferentes entre sí, Yo soy Betty, la fea, por un lado, y Bluey, por el otro. Un recorrido que probablemente nos obligue a mirar con atención y a escuchar lo que está detrás de ese ruido blanco.

Te preguntarás a quién odias más. ¿Al machirulo gritón y posesivo?, ¿a la inteligentonta con síndrome de Estocolmo?, ¿a la villana que parece la más inteligente, hasta que demuestra que su vida es estar ciegamente enamorada del peor idiota? Y con un exceso de bilis en tu vómito te darás cuenta de que los odias a todos, que ver esta telenovela te causa ira, que estás tan deprimido que pasará mucho antes de que dejes la toxicidad de Yo soy Betty, la fea (RCN Televisión, 1999) por la grandiosa alegría de jugar como un perro azul australiano. 

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”Y estarás fascinado por esta representación de la lucha de clases sociales en la que las clases bajas son los feos y las altas son los lindos”. / Foto IDMB

Pero falta bastante para eso. Ahora mismo estás a punto de recordar que una amiga te dijo algo en un bar, riéndose de ti porque nunca en tu vida viste la más famosa telenovela de todos los tiempos, esa producción colombiana que es lo más visto de cualquier servicio de stream en el que esté. La novela emitida en más de 180 países, doblada a 25 idiomas y que tuvo más de 28 adaptaciones alrededor del mundo. Lo recordarás porque quieres ruido blanco para tu cabeza, porque a veces fugarse de la realidad es refugiarse en los estruendos. 

“¿Está todo bien, bro?”, te preguntará tu mejor amigo, el Jota, y añadirá que ver Yo soy Betty, la fea es un indicador de depresión. Así sabrás que lo sabe. Él sabe que ser desempleado y emprendedor te tiene al límite, que para colmo tus padres divorciados decidieron revivir, a tus treinta y tres años, las peleas que los separaron cuando tenías tres, solo que ahora te quitan la palabra a ti por intentar hacerte al Suiza sin mucho éxito. El Jota sabe que bajo la excusa de que “Yo soy Betty, la fea es tan malo que es bueno”, pretendes que la ves para reírte. “No es necesario ver cosas malas porque todo el mundo lo ha hecho, bro. Si necesitas ayuda, aquí estoy”, sentenciará el Jota.

Y tú sabrás —pero al mismo tiempo no sabrás— por qué sigues viéndola. Son las actuaciones pegajosas, carismáticas, interesantes, el hecho de que villanicen a los snobs, sí, pero también te gustará que los personajes de Yo soy Betty, la fea son gente con problemas reales y reacciones idiotas. Trabajan, se divorcian, tienen desórdenes alimenticios, problemas económicos, viajan en minibús, se sienten solos, comen en pensión, rezan, se hacen leer el tarot. Hacen todo eso que haces tú, nada más que ellos y ellas tienen el permiso de ser un poco tontos. Son personajes que no están pensados para ser reales, pero que de alguna forma terminan siendo caricaturas de la realidad.

“¿Qué clase de carencias había a finales de los noventa para que este espejo sea tan revolucionario?”, te preguntarás cuando otra amiga te diga que las ideas de esta novela revolucionaron a la gente que la vio.

Igual, no te hagas al especial porque en algún punto te atrapará. Te seguirá dando rabia, pero también te reirás. Más que nada, sobrepensarás la novela, como sobrepiensas todo, porque es tu forma de torturarte con la realidad y disfrutar de sobremanera la ficción. Y estarás fascinado por esta representación de la lucha de clases sociales en la que las clases bajas son los feos y las altas son los lindos. Por este viaje, literal y figurado, que hace Betty para aprender la importancia del amor propio y la humildad. 

“Lo que mega analiza Betty, la fea”, se burlará de ti la misma amiga en una fiesta, cuando le comentes todas estas cosas y se pasará una media hora repitiéndote que es una novela para reír, no para tomarse en serio. “Pero, ¿tienen que ser sus personajes tan caca?, ¿tenemos que estar obsesionados con esto y no con otras cosas tontas, pero menos caricaturas de la realidad?”, le preguntarás, genuinamente preocupado, pero ella insistirá en que se trata de reírse y del amor propio. 

“A lo mejor lo es”, pensarás, derrotado, con la cuenta bancaria en números de tres cifras; con el silencio de tus padres devolviéndote a las partes de tu infancia que no querías recordar; conviviendo con la coyuntura olvidadiza de la sociedad en la que habitas, esa misma sociedad que está perdida entre el Camacho y la Shakira (que mintió cuando dijo que “no fue culpa tuya, ni fue culpa mía”) y el coreano acosador, o quién sabe cuál novela de turno. Mientras en tu pecho las penas se acumularán y tus ojos estarán más secos que las ideas del Carlos Mesa. 

Ok, espera. No te asustes, ni te deprimas todavía. Peor aún, no te enojes. Esa no era la intención. Sí, suena pésimo, lo sé, pero es tu futuro, es lo que harás en los siguientes meses, créeme, no lo puedes evitar. 

Pero, si tanto te angustia, también ten en cuenta que comenzarás el 2023 con otro show. Porque habrá un punto en que no podrás aguantar Yo soy Betty, la fea y preferirás quedarte con la curiosidad de qué pasó con todos sus personajes, por los que, mal que mal, terminaste sintiendo ese mismo amor tóxico con el que nos conformamos escribiendo algo negativo en redes sociales sobre quienes nos gobiernan. 

Los dejarás, sí, porque preferirás la ignorancia a ver a Santa Betty de los Pobrecillos Feos perdonando a su Judas y hasta casándose con él. La dejarás porque no podrás soportar que esta telenovela sea la fantasía más realista de que el mundo no es injusto, de que los feos pueden terminar siendo presidentes de EcoModa. Te dará rabia que todo el mundo se ría de las Bettys que vienen de la humildad y que igualito nomás se alían con el primer empresario que las embelesa. 

No, con eso más si que no podrás, en eso no hallarás risa alguna, porque al final se parece demasiado a la realidad a la que intentas escapar. Porque aceptar ese final es aceptar la verdad: los cretinos triunfan, sin importar cuántos terminen en la cárcel, o de presidentes, o vetados del Perú, igual los cretinos terminan ganando de alguna forma. Y hasta hay un millar, un millón, un trillón de personas que los apoyan, que salen a marchar por ellos, que morirán por promesas delirantes en la próxima elección.

Entonces tu TikTok, tu ruido blanco de confort, te recordará que la realidad no solo es agria, sino también dulce. Y todo comenzará cuando su algoritmo —esa suerte de deidad digital— comience a mostrarte más y más videos de Bluey (Ludo Studio, 2018), una serie animada infantil que sigue a una familia de perros pastor australiano antropomorfos en un mundo colorido y lleno de música alegre. 

A primera vista creerás que es para bebés, pero igual terminarás viéndola, ansioso de sonidos que opaquen al ruido blanco de la sociedad y la realidad. Te acabarás en un par de días los 141 episodios de toda la serie, cada uno con historias autoconclusivas de alrededor de siete minutos, y luego los volverás a ver mientras intentas avanzar tus pendientes, tu vida de cada día.  

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“Bluey no solo es un ruido blanco para navegar, también es un muy adulto y disfuncional intento de sanar a tu niño interior”. / Pixlr

Verás Bluey hasta llegar a la conclusión de que, a diferencia de casi todas las animaciones para niños, esta serie no subestima a su público. Y hasta dirás, con la desfachatez de un psicólogo sin hijos y producto de padres divorciados, que es una serie para adultos que los niños pueden disfrutar, porque los temas que trata y la forma en que lo hace se parecen más a un manual de “críe bien a sus hijos e hijas” que a una serie de perritos parlantes. 

Te dirás: “¡así jugaba yo de niño!” y, también, “así deberíamos tratar a las huahuas” y, a la vez, te reirás y de repente estarás lagrimeando con escenas de apenas segundos que lograrán hacerte reflexionar sobre la vida, la muerte, las rabietas, la infertilidad, la vejez, sin nunca abandonar ese tono ligero que pueden tener las series infantiles. 

Te preguntarás: “¿cuáles son mis carencias para que esto me llegue tan fuerte?”. Y tu mente no hallará respuestas, pero las presentirá. La risa de Bluey, por ejemplo, te hará recuerdo a lo mucho que adoras a tu primita, la Ele, la que insistes en pensar como huahua, pese a que ya es adulta, madre y profesional. Y en cada enternecimiento estará escondida la pregunta, como te estás preguntando ahorita, de hace cuánto que no la llamas a la Ele, que qué será de su vida.

Y en lugar de llamarla seguirás viendo Bluey, porque arde. Porque te gusta llorar, aún si las lágrimas que te genera Bluey no son esas que nacen por lo perdido, sino por lo que nunca tuviste. Porque Bluey no solo es un ruido blanco para navegar, también es un muy adulto y disfuncional intento de sanar a tu niño interior.   

Entonces concluirás que Bluey te cautiva porque es la realidad que te hubiera gustado tener. Pero también porque es la típica idea de dar lecciones, como hacen todos los shows para niños, solo que las de este son duras y complejas. Acá no aprenderás cómo contar hasta “azul”, sino a cómo ayudar a través del juego a que tus huahuas entiendan mejor la vida.

En algún punto jalarás a tu pareja, la Efe, para que también vea el show de la niña-perro protagonista que es tan creativa como noble y egoísta; de su hermana-perro más suave, tan hacendosa como inocente; y del papá-perro, azul y juguetón, que trata a sus hijas como a gente, que juega con ellas y que puede admitir cuando se equivoca. Lo harás calladito porque querrás compartir tus carencias con ella, aunque aún no sepas del todo cuáles son.

Y, más allá de eso, te fascinarás con la calidad musical de cada episodio, la precisión que necesita un guión para contar tantas cosas en siete minutos. Te enamorarás de las voces de los adultos y te harás adicto a las risas y gritos de las cachorras. Te darás cuenta que muchos de esos juegos te hubieran preparado mejor para la realidad. Te fascinará ver videos en Youtube donde niños y niñas miran el programa apenas pestañeando, mientras que a su lado sus padres y madres se deshacen en lágrimas porque entienden el contexto más allá del ruido blanco infantil. Entienden la profundidad que estas historias pueden tener en cada escena, cada plano, cada gesto de estos perros antropomorfos animados.  

Y, eventualmente, tendrás que volver a aprender que la vida no es justa, que a los consuelos nadie quiere cuestionarlos, que no importa cuánto tiempo ha pasado, hay heridas que no pueden sanar y nos arrastran a revolcarnos en la mierda. Te acordarás de Betty y pensarás que a lo mejor no necesitabas reír, sino llorar. 

Por lo mismo coquetearás con la idea de terminar de ver la novela, pero te darás cuenta que ya hay suficiente ruido blanco en la coyuntura como para que le añadas el de una novela de moraleja barata que lo único que logra es darte mucho cringe y unas cuantas risas a costa de dos mujeres inteligentes que aman a un desgraciado y, mucho después, te darás cuenta que es la misma pregunta que se hacen incontables amigas que sirven como pañuelo para las lágrimas, y vendas para los moretones, de sus amigas abusadas por Armandos, esos galanes que nunca asumen lo villanos que son.

Ahí recién respirarás un poco, entre aliviado y resignado. Habrás perdido el amor de uno de tus padres; seguirás medio jodido en temas económicos, sin muchos prospectos para trabajar en un país donde se hace cada vez más necesario pintarse con colores políticos; te dolerá cuando el Jota te diga que se muda para Santa Cruz; entenderás que tu emprendimiento no tiene muchas chances de sobrevivir; y ni siquiera me atrevo a revelarte la larga lista de etcéteras que hay por detrás de cada una de estas cosas. 

Pero, como te dije, respirarás un poco más aliviado. Porque pensarás en Bandido, el padre de Bluey, ese personaje que se ha robado tu corazón, y aplicarás la gran lección que él le pasa a su Bluey y a su Bingo: la vida es seria, pero no quita que también sea un juego del que se puede aprender, reflexionar y divertirse tanto como llorar. Así que decidirás continuar. No como una Betty que aprende a amarse a sí misma, solo para caer en las garras del mismo cretino, sino como una Bluey, quien, pese a no estar en una serie con historia lineal, se dedica a jugar para crecer, evolucionar, para volverse una personita menos al pedo, sin nunca dejar de ser ella.

Y solo entonces podrás continuar navegando en este mar de ruido blanco, sin ahogarte en los gritos de tu depresión.

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