El televisor

Óscar Coaquira vuelve a los años noventa, cuando su televisión era monocromática y competía directamente con los juegos infantiles en la calle por copar la atención de su yo infante, en un texto lleno de nostalgia y emocionalidad.

En casa teníamos una tele pequeña, una de esas de catorce pulgadas cuya cubierta era de color gris y que siempre estaba en el cuarto de mis padres. A veces, durante la cena, mi padre traía el pequeño televisor al comedor para ver las noticias, las que justamente coincidían con uno de mis programas favoritos: Los Simpsons. Mi padre veía a menudo el canal cuatro (RTP), pues decía que los programas que allí daban eran más de su clase, o sea que podía reconocerse en los conductores y la gente de ese canal. 

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La televisión, un invento que, antes del internet, copaba la atención de familias enteras, especialmente de los más jóvenes, que veían en ella una ventana a un nuevo tipo de entretenimiento. / Stocksnap

Hasta ese momento jamás me había cuestionado por mi identidad, de dónde venía y cómo me miraban los demás; tenía, creo, siete u ocho años y, la verdad, me importaba lo que el mundo decía de los otros. Ahora que lo pienso, tuve una infancia feliz, cuyos amigos aún recuerdo a pesar de los años; la memoria es un espacio de brazas y cenizas que en cualquier momento se encienden.  

Fueron tiempos liminales donde vivíamos alejados de la ciudad, en nuestro pequeño reducto que durante años llamamos “Refugio”; pueblo ceniciento, lugar de nuestros primeros juegos y también nuestros dolorosos cambios, pero allí estábamos a merced del campo y el pueblo. Mi padre entretenido con la televisión, pues que yo recuerde, cada vez que llegaba del trabajo se ponía a ver el noticiero de la noche y después el Telepolicial; ni qué decir los fines de semana que pasaba, casi, todas las tardes al frente del aparato. Sin embargo, podíamos ver uno que otro programa cuando ellos, mis padres, se iban de fiesta y nos dejaban al cuidado de mi hermana mayor quien nos dejaba ver toda la noche Los cuentos de la Cripta y la serie de El planeta de los simios; como dije, eran tiempos buenos, la televisión nos regalaba programas interesantes, los cuales solamente podíamos disfrutar en la ausencia de nuestros padres, bueno mi padre.

Tuve un padre muy austero, callado la mayor de las veces, pero muy expresivo cuando estaba bebido; mientras mi madre era, como diría Holden, la mar de buena ¡Jo! Si que lo era. En casa el televisor era el centro de todo y tenía un lugar privilegiado: el cuarto de mis padres. Recuerdo que por ese entonces vivíamos con mis tres hermanos en una pieza pequeña donde solo nuestras camas, un viejo ropero y una mesa eran los únicos muebles. Los otros cuartos eran la cocina, el comedor y sala y el cuarto de mis padres; aunque aquello no importaba, el patio y la calle era nuestro laboratorio de juegos. Sí, eran los amigos los que nos llenaban de alegría, claro, después de la tv. 

Recuerdo que jugábamos hasta el anochecer, arrobados por esa extraña emoción de vivir fuera, lejos de las voluptuosidades coloridas; después de todo veíamos el mundo en blanco y negro porque para nosotros solo había dos colores, dos tiempos; la noche y el día. Las mañanas grises y monótonas, marcadas por la soledad de nuestros deberes y las ansias de salir pronto a la calle; y los atardeceres, los últimos vestigios del día, que nos permitía escabullirnos al goce de lo prohibido de la noche misma y la diversión.

A pesar de las repulsas de mi padre, de estar todo el tiempo controlados por él, siempre nos dimos modos de salir de casa; podría decirse que su carácter frío y distante no era más que una fachada para ocultar sus miedos, los cuales recién iba a entender al cumplir los treinta años. En fin, de niños las cosas no son tan complicadas como cuando somos adultos; los castigos, por más justos que sean, nos parecían terribles y arbitrarios vengan de donde vengan o, ¿acaso hay filtros tácitos que digan lo contrario? 

El televisor de mi padre, un Internacional de catorce diales, donde el dígito tres estaba destinado para las conexiones de las primeras consolas de juego, mientras que en el canal seis daba los Looney Tunes. Era una ventana monocromática que nos mostraba el final de un tiempo atrapado en el umbral de los noventa y que, poco a poco, iba a estar marcado por la nostalgia.

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A medida que la tecnología avanzó, los televisores se volvieron más complejos y los juegos infantiles en la calle se fueron perdiendo. No podemos asegurar que una cosa es culpa de la otra. / Pxhere

También recuerdo que un sábado por la noche mis padres llegaron tarde, habían ido de visita a la casa de mis abuelos y estaban con los ánimos exaltados; llegaron y nos sorprendieron en cama viendo en la tv una película que no recuerdo bien del todo, aun así, puedo entrever partes de la película. La historia, aparentemente terrorífica, trata de una cabaña perdida en medio de un bosque tupido y sombrío, donde ocurren cosas extrañas, muertes violentas y desapariciones medio locas. Sin embargo, no sé por qué en todas las escenas aparecían víboras y serpientes en todas partes; como dije no puedo rememorar todo, porque justamente mi padre llegó a mitad de la película y no pudimos saber el final, aunque claro intentamos sacar la tv del cuarto junto a mi hermano. 

Esperamos a que se durmieran mis padres y después de media hora de espera, de hecho, la ansiedad nos corroía las ganas de ver el final de la película. Así que entramos a tientas por la única ventana que daba al cuarto de mis padres, justamente aquella abertura por donde pasaba el cable de la antena al televisor; el lugar estaba a oscuras, mi padre respiraba con dificultad, como si le fuera difícil aspirar el aire, mi madre parecía despierta, pienso que nos miraba de reojo, de manera cómplice, pues siempre estaba de nuestro lado... 

Las desgracias ocurren en un instante, eso es lo que dijo nuestra madre al día siguiente, después de darnos nuestro castigo respectivo, porque justamente cuando empezamos a sacar el televisor por la ventana, yo esperaba a mi hermano afuera, mi padre se levantó de un brinco, un leve ruido, un suave chirrido lo había despertado y se nos echaba con furia hacia nosotros. Mi hermano, al verlo, soltó el televisor y corrió despavorido hacia la puerta y, desde luego, el aparato se estrelló en el piso, haciéndose añicos. 

Durante casi un año estuvimos sin televisor, la casa estaba tranquila, mi padre ya no llegaba todos los días a casa como antes, pues lo hacía todos los viernes; mi hermano y yo pasábamos más tiempo en la calle, en ese lapso de tiempo aprendimos a jugar muchas cosas como al trompo, la rayuela, una especie de beisbol callejero que llamábamos “quemo”, a nadar en uno de los ríos que atravesaba el pueblo y que ahora huele a cloacas, a cantar villancicos en las postrimerías de la navidad... en fin ese mundo en blanco y negro pronto iba a cambiar al igual que nosotros que siempre estábamos acostumbrados a vivir los días al máximo. Lo recuerdo bien porque mis padres compraron un televisor a colores y un poco más grande cuando las cosas empezaron a tornarse en algo más que ceniza. El mundial del 94, los concursos de baile y todas esas telenovelas que inundaron los canales marcarían el final de una década gloriosa. 

El televisor, esa máquina de imágenes monocromáticas, aún se encuentra en mi memoria, y permanece tal cual lo estaba cuando era un pequeño de seis años...

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