Manual de resistencia, paso 5: cuenta historias del mundial
El mundial es una máquina de historias.

Estamos yo y mi hijo mayor viendo el partido entre Uruguay y Ghana. Esa es la historia que te voy a contar. Mi hijo adolescente y yo. Él con la polera de Uruguay, de pie porque los partidos de Uruguay los ve siempre de pie. Yo sentada a su lado. La emoción es la siguiente: es como si tu mayor sueño, tu esperanza más anhelada estuviera a punto de cumplirse para siempre o de extinguirse de una vez por todas, y para influir en el resultado no pudieras hacer más que gritar y mandar buena vibra a un aparato televisor.
Mi familia está desparramada y nuestras identidades son compuestas. Uruguaya de madre, boliviana de padre, mis primos chileno-venezolanos y uruguayo-argentinos y alemanes-mexicanos y boliviano-alemanes y nosotros viviendo en Estados Unidos. Eso significa que siempre hay alguien por quién hinchar y que siempre hay un motivo para estar de duelo. Las abuelas de mi familia materna son todas futboleras y su relación con los nietos pasa, en gran medida, por el fútbol. “Avísame cuándo es el partido”, le escribe mi madre a mi hijo. Y él le manda la hora y la fecha y le manda la lista de titulares y le dice quién está lesionado.
Yo no puedo sino ver fútbol como quién está sentada mientras le cuentan una historia. Un partido de fútbol donde un equipo gana por goleada es una historia horrible. Es aburrida y humillante, no importa quién juegue. Un siete a cero no es una historia que me interese. En eso diferimos, mi hijo y yo. Él siempre quiere que Uruguay meta siete goles. Yo solo quiero que me cuenten una historia que me trasporte y me haga vibrar. La historia de este partido, por ejemplo, es buenísima. Empieza el 2010, con el partido de cuartos de final en que Uruguay y Ghana van empatados (golazo de Forlán) y en una jugada de infarto, Suárez tapa un gol con la mano y recibe tarjeta roja y es expulsado de la cancha, llorando, y entonces el capitán de Ghana se alista para patear el penal que llevará a un equipo africano por primera vez a una semifinal de la copa del mundo. Y falla. Le pega al palo. El partido termina empatado y Uruguay gana en penales con un gol sutil, un gol como quien no quiere la cosa, del Loco Abreu.
Entonces, desde que se anunciaron los grupos para el mundial 2022, la hinchada de Ghana y hasta los jugadores de la selección dicen que Uruguay pagará. Quieren venganza. Y ahora estamos aquí. Y tú ya sabes cómo termina esto, pero no importa porque una buena historia jamás se trata de lo que pasa sino de cómo te lo cuentan.
El triunfo de Argentina en el mundial 2022 es muchas cosas, pero es sobre todo una historia increíble, un relato épico con sutilezas y capas de significado y personajes trágicos y héroes y un final como el de las mejores historias, esas que nunca se extinguen: sorprendente pero inevitable. La historia de que Francia ganara su segunda copa consecutiva no era nada en comparación.
Estamos aquí, mi hijo mayor y yo, viendo cómo Uruguay va ganando dos a cero, pero pendientes del partido entre Corea del Sur y Portugal, porque si Corea mete otro gol, ellos quedan segundos en el grupo y nosotros quedamos eliminados, aún ganando el partido.
“¿Ves?”, me dice mi hijo. “Por eso hay que golear”.
El segundo gol lo metió De Arrascaeta, un jugador joven que juega en el Flamenco de Brasil, un jugador al que el DT ha dejado siempre en el banco de suplentes hasta el segundo tiempo. Por primera vez entra de titular y ahora es el héroe del partido. Mi mamá me manda un mensaje de voz de un amigo suyo en Brasil que le dice: a De Arrascaeta hay que meterlo desde el principio. De Arrascaeta en el segundo tiempo no funciona, tiene que entrar siempre de titular. Nosotros los brasileños conocemos a De Arrascaeta, nosotros sabemos quién es, y su voz está infundida de un cariño profundo.

En el segundo tiempo el director técnico, el Tornado Alonso, saca a De Arrascaeta, saca a Suarez, parece que la idea es ahora sostener. Aguantar. Esperar que suceda lo más obvio, lo más evidente, que es que Corea no le meta otro gol a Portugal, a Cristiano Ronaldo. Pero entonces, a pocos minutos de terminar el partido, la cámara enfoca a Suárez en la banca de suplentes, y de pronto su rostro se transforma. Su corazón se rompe, se cubre con las manos, empieza a llorar. Corea ha metido gol. Yo no puedo ponerme triste, así que me enojo. Yo y mi hijo nos enojamos con el televisor porque la tristeza es una forma de derrota y todavía quedan minutos. Todavía hay esperanza. Si Corea ha metido otro gol, todo puede pasar. Tenemos que meter otro gol. Vamos ganando dos a cero, pero necesitamos otro gol para pasar a la siguiente fase. Solo que no tenemos con qué.
No tenemos con qué.
Y entonces no puedo más, la angustia es demasiada, y hago algo que no hice nunca. Me voy. Me voy a dar una ducha cuando faltan dos minutos de partido. No puedo ver el final. Pienso que, si va a suceder un milagro, va a suceder conmigo gritándole a la tele o conmigo relajándome bajo la ducha caliente.
Cuando salgo del baño, el silencio es de sepultura. La televisión está apagada. La puerta del cuarto de mi hijo está cerrada.
Se acabó.
Los nietos de mi familia les mandan mensajes de texto a las abuelas explicándoles por qué, si ganamos, estamos tan tristes.