Nombres artificiales

La vida nocturna en la ciudad maravilla responde a una lógica muy particular. En ella coexisten una gran variedad de personas y trabajos atípicos, algunos incluso bordeando los límites de la legalidad. En esta crónica, Rudy Terceros se aproxima, a partir de un caso muy conocido, a las dinámicas y peculiaridades de un espacio tan fascinante y extraño, como es el de la prostitución

Máscaras
Su identidad, siempre pendiente, estaba protegida por el oportuno tapabocas. Las casi cien damas de quehacer nocturno se vieron obligadas a marchar por el Prado de La Paz. ¡No somos delincuentes, queremos trabajar!, decían, y solo por afán picaresco se pusieron a saludar a los que las miraban.
Cerca de la iglesia San Francisco en la ciudad de La Paz, al lado del mercado Lanza, antes de la cuarentena (y durante la cuarentena, si se sabía a qué puerta tocar), las señoritas solían cubrirse con caretas de carnaval y antifaces de fiesta para ofrecer sus caricias en un edificio de cinco pisos donde el encargado de seguridad, por lo general un jovencito con la mayoría de edad estrenada, cobraba dos bolivianos para entrar a mirar.
Aquel día en el Prado, un hombre de canas brillantes al sol respondió el saludo de las chicas (seguro debajo de su barbijo sonreía). Ellas gritaron nombres: “¡Don Marcelo, hace rato que no viene!”, “Omarcito, ¿te has olvidado de mí?”      Mientras, un grupo de señoras persignadas hacían aspavientos, horrorizadas. Algún empleado o jefe bienhumorado subió el volumen del altoparlante de un negocio de ropa: sonó un reguetón atrevido y las señoritas se pusieron a bailar.
La cuarentena les había quitado, como a muchos, la fuente laboral, no su buen humor.

La marcha, encabezada por María Galindo, la única que enarbolaba su nombre sin recato ni máscara, se detuvo en la Plaza del Estudiante. El mitín consistió en promesas de recuperar la fuente de trabajo y en la repartición de fotocopias del Reglamento Municipal de Trabajo Sexual, algo muy útil, porque si se quiere obtener una copia, hay que acudir a las dependencias de la calle Socabaya esquina Mercado (exactamente donde otrora se vendían hamburguesas Burger King) y pagar el justiprecio. ¿Internet? No, ahí no se hallará más que una página y la demanda de un pago para el texto completo.

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Hay espacios, casi ilegales, que funcionan con una dinámica propia, difícil de conocer. / Fotógrafo: Daniel Vera

Ahí estaba la federación 12 de Octubre, cuyo epicentro yace a una cuadra del palacio de justicia de la ciudad de El Alto. Ahí estaban las federaciones de trabajadoras sexuales de La Paz. Ahí estaba Estrella, su nombre real nunca se sabrá. Si se toma unas copas con ella —Estrella solo se encama cuando le gusta el cliente, dice— contará que su pasión es bailar. Pertenece a un grupo de ballet, algunas de sus amigas han viajado al Perú a presentaciones “con todo pagado, antes de la pandemia, claro. Ahora es muy difícil, no se puede viajar, no se puede trabajar; han cerrado los locales. Desde ese problema grande de ese local, es bien difícil encontrar un buen lugar. Hay que conformarse con privados o con ir a El Alto”. ¿A qué problema grande se refiere? Quizá el local del que habla es el que se intervino hace años por denuncias de trata y tráfico de personas. Si se le pregunta, solo sonreirá, al menos al principio; luego, es posible que te cuente un poco más.
Aquella marcha concluye con promesas de otras reuniones.
Es el 3 de septiembre de 2020.

Mi primera vez
Vero trabajó en distintos locales de venta de amor, venta de bailes y licor. Trabajó en aquel lugar del que habla Estrella en voz baja, “el K”.
Si logras que confíe en ti, Vero te contará que la primera imagen que tiene de ese lugar no es de cuando estaba trabajando. Es de mucho antes, “de añazos antes de trabajar”, nos dice la primera vez que acepta una charla. Un amigo de la universidad pública donde estudiaban y Vero, en medio de una borrachera, decidieron pasar por ahí, pensaron —y con razón, porque a los veintidós años      les era complicado tener el capital suficiente— que no les alcanzaría el dinero para “meterse unos tragos con todo lo que conllevaba: las chicas, ¿me entiendes?”, recuerda que era “ciertamente impresionante cuando veías el portón”; es que la fachada de “el K” era la mejor muestra de la grandilocuencia que puede pagar el dinero nocturno. Una fachada que ya no se puede permitir el que quiere fundar un negocio igual, por miedo a que le pase lo mismo que en 2016, cuando la prensa habló de explotación sexual sin preocuparse de averiguar ningún pormenor. 
Recuerda que había un policía uniformado en la puerta, al parecer el que cuidaba al dueño, y se preguntaron, cómo de difícil sería trabajar ahí.
Vero mide más de uno ochenta, tiene los hombros fuertes y el rostro moreno, esculpido por la vida nocturna que prefirió abandonar. Antes de trabajar en “el K”, hacía de seguridad en diferentes eventos: fiestas, prestes.
Recuerda que hubo un evento en la zona sur de La Paz; su misión era cuidar a las chicas en un local. Ellas bailaban en la barra, “les manguereaban los barmans. O sea, era increíble, era un show muy lindo, la verdad. Había extranjeros, chicas, chicos. Era muy bueno”, recuerda Vero, sentado a la mesa de un café discreto en el centro paceño. Al terminar aquel evento, la mayoría de las señoritas se había marchado a otro local entre la Illampu y la Sagárnaga, uno que usurpaba el nombre de una franquicia internacional. Las chicas de “el K'' iban ahí los domingos y uno que otro día de entresemana, se iban a divertir fuera del trabajo. Ahí ya no tenían que atender clientes, esforzándose por no bostezar o teniendo que maquillar los olores con pañuelos aromáticos. Dice Estrella: “A veces te tocan tipos que ni siquiera se bañan, tienen plata, eso sí”.

A las chicas de “el K” les gustaba aquel lugar entre Illampu y Sagárnaga, porque en general estaba lleno de extranjeros. Ahí conoció, Vero, al cazador de talentos que lo contactó. “Me habló el administrador de ‘el K’ y de entrada empezó a invitarme unos drinks”. Para entonces era el encargado del negocio, pero no el dueño. ¿Y el dueño? En 2016 hubo un lío tal que lo encerraron en la sección más cara del penal de San Pedro. Como repite a cada rato Vero: “Es cosa del destino”.

Hubiera querido trabajar ahí
Estrella acepta que nos reunamos a compartir una copa, después de todo por estos días tiene bastante tiempo libre: no puede ejercer su trabajo de dama de compañía, ni siquiera en los Cafés con Piernas, como se les llama a ciertos lugares. “También los han cerrado”, explica. “Desde marzo hasta ahorita (estamos en octubre de 2020), pero ya van a dejar abrir. Ahí los hombres van y se piden un café, nosotras los atendemos con lencería y les hacemos charla”.
Para febrero de 2021 se abrirá un nuevo concepto de bares en el centro paceño, uno estará en la calle Genaro Sanjinés, frente al edificio de juzgados. Ahí se podrá tomar una copa acompañado de una señorita que pedirá lo que sea de su preferencia: jugo o licor y hará compañía a los parroquianos. El sexo con los clientes estará prohibido.
Después de un par de salidas, Estrella ya tiene más confianza. Al preguntarle si conoció “el K” responde que hubiera querido trabajar ahí. Una amiga suya le había propuesto pedir trabajo en ese lugar. “No he ido por sonsa. Para entonces no tenía todavía mi carnet de sanidad y ahí, en ‘el K’, era lo primero que te pedían; antes de tu carnet de identidad, incluso”. 
La amiga era brasilera, con un acento bastante pronunciado y había trabajado un tiempo en “el K”, antes de volver a su tierra. Algunas solo venían por temporadas, un mes después de año nuevo, y se iban para mediados de año o para navidad. Algunas extranjeras volvían a Bolivia, otras no. “Mi amiga no volvió, pero se ha ido con buena plata, eso yo sé porque me hablaba por teléfono para contarme cómo estaba allá, en su tierra. Yo no le entendía muy bien, no sé nada de portugués. Le decía que me gustaría irme a Brasil, pero ella me decía que “el K” era el mejor lugar, que se hacía buen dinero”.
“Sé que algunas chicas se iban hasta con dos mil dólares por noche –cuenta Estrella–, claro, no todas las noches y sobre todo si eran extranjeras. Para las bolivianas también llegaba la hora cuando las venezolanas, brasileras, argentinas volvían a su país. Lo que ves en el carnaval de Río, eso transmiten a nivel mundial. Las que venían eran de provincia, como mi amiga; de la frontera con Bolivia, Rio Branco, por decir. Y en Año Nuevo, Navidad, lo mismo, las paraguayas y demás iban a sus países a estar con su familia. Como todos, como tú, como yo, queremos ir a pasar las fiestas con nuestra familia, concluye, y sorbe de la Margarita Sour que ha pedido. 
“Por norma, no se podía cobrar menos de cien dólares para ir al privado”, recuerda Estrella, eso lo decían en la entrevista de trabajo. Se cobraba así por el prestigio del lugar, “por eso no era fácil entrar a trabajar ahí”. 

El perfume como segunda alma de las mujeres
Dice Madame Adrienne en el vespertino El Fuego, probablemente en 1936: “Para los grandes analizadores de las pequeñas debilidades femeninas, el perfume es algo así como una segunda alma de las mujeres.” Suena muy a propósito para esta crónica que Adrienne no fuera su verdadero nombre; se llamaba Nilda Mundy, y ni siquiera ese era su nombre bautismal. La poeta orureña se llamaba Laura Villanueva (1912-1982). ¿Por qué decidió tener un nombre, o varios nombres, de guerra? A ella ya no se lo podemos preguntar.
En aquel ambiente entre Illampu y Sagárnaga, lleno de mujeres con segundos nombres, cual segundas almas, el administrador explicó a Vero: “Va a haber caravana de autos tuneados y no falta algún loco en la ciudad que va a molestar a las chicas a pesar que están en el auto, vos sabes eso. Le van a jalar la mano o le van a querer hacer algo, no sé”. 
Como para probar a Vero antes de entrar a trabajar en “el K”, el administrador pidió unas veinte o treinta personas de apoyo para esa caravana de finales de 2009. 
Sigue Madame Adrienne: “Los hombres, al aspirarla, ponen cierta expresión canina, como de quienes hacen clasificaciones acerca de cuántas perfumerías surten a la ciudad”. Vero aceptó aquella prueba. 
Y las señoritas del K pasearon, sacando sus perfumadas manos de los lujosos autos tuneados y repartiendo panfletos por todo el centro de la ciudad, a plena luz del día. 

“Llegó el aniversario (de ‘el K’) y vino el dueño”. Vero ya estaba trabajando en las puertas, junto a otro que describe más grande que él. “El dueño llegó en [un] auto bastante grande”, y, según describe, americano y a prueba de balas. “Obviamente no había tantos autos [de esos] acá esas veces. Y obviamente nos dimos cuenta al tiro que era él, [aunque] no lo conocíamos. Parece que le gustó cómo nos movíamos [lo efectivos que éramos]. Recuerdo una frase, dijo: ’Parece que yo aquí ya no soy necesario’. Sentía que todo marchaba sin que él se involucre. Sin que él conozca miles de cosas, ¿ya? Por si acaso. Eso también va salir a futuro, a lo mejor te voy a contar”, promete, haciendo guiño al escándalo de 2016.. “Y bueno, terminó la noche. Esas veces, entre el 2008 y 2009 había restricciones de atención hasta cierta hora, aunque no como ahora en la pandemia”.
Vero trabajó en “el K” alrededor de un año. Nunca le dijo nada a su familia, no podía; para sus papás, él seguía trabajando en eventos sociales. Se niega con cortesía a dar ningún nombre, explica que en realidad en esos lugares los nombres no importan. Incluso, al tramitar el carnet de sanidad que otorga la HMLP, no es obligatorio dar el nombre real. Las señoritas dan un pseudónimo y las iniciales de su nombre real, lo cual puede y de hecho ha motivado algún conflicto, como se verá más adelante. “Igual el dueño no tenía nada a su nombre, todo estaba a nombre del administrador”, 

Cuando cerraron “el K”
Estrella admite que en 2016 oyó todo en las noticias: lo de las pulseras de esclavitud, lo de los pasadizos secretos, lo de las extranjeras explotadas. Y algo sobre un dios al que adoraban en el local.
“Las pulseras sirven para que cobres lo que has hecho en la noche”, explica Estrella, haciendo memoria mientras prende un cigarrillo con un encendedor que tiene en el reloj, artilugio harto necesario para atender a los parroquianos de amaneceres. “Un vaso, una pulsera; una jarra, dos pulseras; eso depende del lugar. Si venden botellas, por cada una puedes tener hasta cuatro pulseras. Para tener suerte, a tu primera pulsera tienes que echarle trago y después sacudir, así se challa para que te vaya bien toda la noche, así es en cualquier local. Otra cosa que haces para que te vaya bien es echarte azúcar en los pechos, eso generalmente lo hace la dueña del lugar”.
Todos los locales también tienen almacenes, lo que se vio en los reportajes de “el K” en 2016, eran eso, almacenes donde se guardaba la cerveza, los licores, no celdas para las señoritas. “Y si ‘el K’ explotaba extranjeras que ganaban mil dólares algunas noches, pucha, me hubiera gustado que me exploten a mí”, ríe Estrella. “También oí sobre menores de edad, pero de eso no te puedo contar nada”. 
Quien sí sabe detalles sobre esto último es Vero: 
“Ya, era una chica que era cruceña. Cuanto intervinieron [‘el K’] esta chica tenía en realidad 17 años. Mirá, hermano, nosotros le hemos pedido [documentos para que entre a trabajar] y nos ha dado su fotocopia de carnet. Nos ha mostrado su cédula y ahí decía otra cosa. Ahí decía que ya tendría 18 años, ¿ya? Lo mismo con su carnet de sanidad [que solo tiene iniciales como se ha explicado antes]. Yo tuve la oportunidad de hablar con ella cuando habían hecho [el] operativo. La mina estaba agarrando la cédula de su prima que tenía dieciocho años. ¿Y a razón de qué manejaba la chica su [esa] cédula? Verás que esos años no estaba el SEGIP como ahora está, o sea todo sistematizado. Ahora pones una huella y ya sale tu cara, todo. Esas veces evidentemente no había eso, no era tan modernizado. Resulta que esta chica presentaba esos documentos. Utilizaba la cédula de su prima, y ellos [la Policía] se han dado cuenta y la han detenido cuando han intervenido el local y resultó que la chica era menor de edad. [Ahora] Tiene un proceso por eso [suplantación de personalidad]. Desde ahí, no podía ni sacar una cédula porque, si iba, la iban a aprender, ¿te das cuenta? Y se le ayudó [para que arreglara su situación legal]. Cómo me quería pagar, no te digo”, ríe Vero, acariciando su taza de café. “Sinceramente, desconozco que haya habido menores [en “el K”], salvo esa chica que engañó al administrador”.
Sobre las misas paganas de las que habló la prensa, Vero nos dice que sí, que para agosto hacían mesas para la Pachamama, “como en cualquier local”. 

Dos historias
Irina, una señorita, contó alguna vez a Vero por qué habían ido ella y una amiga a buscar trabajo a “el K”. Habían reprobado alguna materia del CBA o algo así, cuenta Vero, negándose a fumar (ya no fuma, ya no bebe más que café. Ya veremos si cambia de opinión otra noche).
“No sé si es semestral, no sé, yo nunca he estudiado en el CBA. Yo no sé si habrán perdido clases, materias, semestre; pero resulta que se han aplazado. Y como no es muy barato el CBA (lo sabes), entonces fueron a trabajar para cubrir eso. No sé hasta dónde llega la reprimenda de los papás como para que hagan eso”. Las dos amigas habían trabajado dos o tres meses, obtuvieron el dinero suficiente y se fueron.
“Otra vez –recuerda Vero–, vino una señorita medio jailoncita, que fue para cubrir sus estudios. Creo que se había aplazado también, pero en una universidad privada de la zona sur, la UCA, creo. Compartió con un extranjero esa noche. Obviamente, el extranjero tiene plata para pagar, su moneda vale siete veces más que la nuestra. No creo que haya sido por factor económico que lo haya hecho la señorita, bueno, tal vez también, ¿no? Obviamente era clásico gringuito: alto, flaco, ojos claros, choquito. Entonces, supe que esa noche, la señorita en cuestión entró a un privado con el extranjero y sé también que no le cobró ni un centavo. ¿Por qué nos enteramos? Porque al final de la noche, casi amaneciendo, ella quería cobrar lo que supuestamente había hecho con el gringo. Entonces le dijeron: ‘Mirá, se te ha explicado (obviamente estaba mareadita, ¿no?). Se te ha explicado que aquí se le cobra [al cliente] solamente por el uso del ambiente, no lo que tú le has cobrado a él, que te ha dado en tu mano. Tú cobras lo que quieras. Se te ha dicho cuánto mínimamente puedes cobrar por el tema de prestigio. Se te ha recomendado’. Al día siguiente vino y tranquis, pidió perdón, reconoció que estaba mareada; era su lapsus de borracha”. Aquella señorita se quedó un mes. 

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Se tiende a destruir lo que no se comprende y más si se trata de lo inmerso en la complejidad de un mundo subterráneo. / Fotógrafo: Daniel Vera

Esos son ambientes de poder
Aquel 3 de septiembre de 2020, la marcha de las trabajadoras sexuales estaba destinada a que les permitieran ejercer su labor, pero, en fe de verdad, ha de decirse que la labor continuaba. Solo había que tener los contactos necesarios para llamar a la puerta indicada. Estrella continuó trabajando en privados: casas comunes y corrientes donde se brinda atención las veinticuatro horas del día, siempre y cuando haya alguna señorita. A veces, puede ocurrir que no haya damas; en tal caso, puedes tomarte una cerveza, escuchar música y retirarte, a cualquier hora del día o de la noche.
Otros bares atendían a puerta cerrada a cal y canto, lugares que para disimular adquirían el nombre del garzón más antiguo: El Mario’s –por don Mario– o El Patillas –por las promitentes patillas del que servía las cervezas–, en la calle Yanacocha el primero y en la calle Ayacucho el segundo; locales que tienen nombres reales más comerciales, que ahora debemos reservarnos. 
Estas puertas precisas están en toda La Paz. A media cuadra de Plaza Murillo hay un lugar familiar de expendio de comida. Tiene el nombre de un ser mitológico y a cualquier hora se puede ir y pedir “ir arriba”. El detalle está en que el garzón reconozca al cliente y es muy cierto que conoce a todos, abogados en su mayoría. Los viernes desde las siete de la noche se puede disfrutar de algún grupo de cumbia. ¿Si clausuraron el lugar? Muchas veces, y el mismo número de veces abrió sus puertas de nuevo. ¿Los dueños de ese lugar gozan de algún privilegio especial? Como dice Vero: “Por más plata que tengas, tu ímpetu, y pienses que no hay problema, al cacho te llega Intendencia, Policía y te lo vacían todo. Otra vez lo abres, otra vez te lo van a cerrar. Entonces tienes que tener [contactos]. Si no, cualquiera que tuviera plata abriría. Tienes que tener contactos sí o sí. No cualquiera se anima. [De] Los que se han animado, hay locales que duran cuatro días, dos semanas, un mes. No creas,, yo he conocido varios. Tienes que tener [contactos en] Alcaldía, Migración, hasta Policía”.

Otros lugares no gozan de ese poder. Uno en especial fue clausurado durante la cuarentena: Una señorita llegó borracha, o aparentemente borracha, acompañada de dos clientes. “Ha venido borracha y nos ha jugado sucio –cuenta la dueña del lugar–. Como ella trabajaba [aquí], ha llamado y ha dicho que estaba viniendo con clientes. Ha venido mareada y con cuates, y los cuates habián sido policías y como estábamos en cuarentena nos han clausurado. Había un par de chicas a las que han detenido, me han secuestrado cosas. Una de las chicas se ha hecho pasar con que estaba con covid, no sé si le hicieron la prueba”, sonríe con una mueca la dueña.
Las damas no fueron enviadas a ningún penal, sobre todo porque se estaba en plena pandemia; a lo sumo se daban detenciones domiciliarias para casos extremos. Aunque en aquel operativo se detuvo a un varón y su caso se complicó porque era el administrador, o algo así, los datos no quedaron claros en la prensa ni en los juzgados. También se decía que era un chiquito de la calle que a veces limpiaba el local, esto último indica la dueña. 
Vero también recuerda el incidente: “De él estaba más complicado porque lo estaban agarrando [acusando] de proxeneta. Las chicas pueden decir: ‘Soy independiente, me prostituyo, no es delito’ y listo. Pero cuando aparece un varón, siempre tiene la culpa de todo. A la prensa no le interesa profundizar, dan la nota y listo”. 
El tema de fondo había sido que esta señorita, Alexandra, había tenido problemas con la dueña del local por motivos pasionales. La habían expulsado y ella había jurado vengarse. “Para que veas –dice Vero–, las chicas llegan a tener cierto poder porque en esos boliches, por más que sea privado, aparecen policías, abogados, o sea, de toda índole. Las chicas, en boliches que son más caros, como “el K” y otros que hay ahora, tienen como clientes autoridades, ministros, diputados”.

“Creo, no sé si ella o su amiga, me han hecho algo a mí –dice la dueña de aquel pequeño prostíbulo. Tiene el rostro desfigurado–. Mirá, yo no quiero hacerle lo mismo”. Y se pasa un dedo por la mejilla que se ha operado un par de veces. Intento saber su nombre, por puro reflejo. En el ambiente no puedes creer que alguien te dé algo tan valioso. Y me encuentro con un nuevo nivel de misterio: la dueña dice que se lo ha cambiado. 
“Cuando empiezo a usar mi nombre real, no me vas a creer, me empiezan a pasar desgracias, por eso no uso mi nombre. Yo uso ya otro nombre”. Ni siquiera su esposo, un hombretón de cintura prominente y perpetuas gafas oscuras que más parecen pintadas en su cara, la llama por el nombre de la pila bautismal. 
Dice Freud, en su libro Tótem y tabú (1913), que el nombre es tan importante que cuando su portador muere pasa a designar su alma. ¿qué nombre tendrán las almas dueñas de estas vidas cuando llegue su hora nona? ¿Las oraciones beatas llegarán igual a su destinataria?
El negocio aquel lo reabrieron a principios del 2021. “A ratos más es la astucia de ellos. Por decirte, tienen dos, tres puertas, ¿ya? Una está precintada; la clausuran esa puerta, pero habilitan otra. No sé, tú dime tu óptica legal, si está bien o está mal. Pero a ratos es pendejez del soldado, como se dice, ¿no?”, Vero ríe .

El nombre es irrelevante
Para concluir con los suculentos tentempiés que Vero nos ha convidado por varias noches, sobre lo ocurrido en aquel caso de 2016, nuestra última vez pedimos dos cervezas en tarro. Estamos en un nuevo lugar en medio de la calle Potosí, hay alitas de pollo, hamburguesas y cerveza para mojarlo todo. Dos señoritas atienden vestidas con pequeñas faldas blancas de tenista; todo el local tiene motivos deportivos. 
Vero insiste en que ya no bebe alcohol, pero al final acepta, “para festejar”, dice. La última charla se merece una copa. Le pregunto si puedo publicar el nombre del dueño de “el K”. “Para qué”, dice, “ese nombre es irrelevante. El caso ha sido bullado, todos sabían a nivel nacional y hasta internacional. Ni siquiera es necesario que digas el nombre de “el K”; todos se van a dar cuenta.” “Todos” es una palabra muy apropiada 
–¿Quién denunció los supuestos crímenes del dueño de “el K” el 2016? 
–Tal vez te cuente después, lo que te digo no cualquiera habla.
El brillo de sus labios delata que está saboreando unos datos que no quiere compartir con nadie. Ya veremos si cambia de opinión otra noche, si es que volvemos a hablar, porque desde hace meses no ha vuelto a aparecer y lo más probable es que no vuelva. Tenía planes de marchar del país. El exdueño de “el K” no es santo que Vero tenga en gran consideración, pero todo lo que se dijo de él le parece injusto, demasiado exagerado. 

Está claro que aquellas mujeres marcharon en septiembre de 2020 porque querían seguridad para su fuente de trabajo. Cuando “el K” fue clausurado también marcharon algunas mujeres, silenciadas por las voces que prefieren el amarillismo noticioso.

Vero no quiere nada más que decir lo que ha visto en “el K” no puede eximir a nadie, dice, pero explica que nunca vio a una señorita que esté ahí contra su voluntad. Pide que su identidad sea reservada porque nunca se sabe, insiste. ¿Por qué nadie dijo cosas como esta aquel 2016? ¿Miedo? ¿O porque simplemente creer lo peor es lo más sencillo?
Estrella solo quiere trabajar: “Tampoco creas que es fácil meterse con cualquiera, a mí me han tocado hombres que me daban asco, pero es el trabajo, ¿no? Además, no pierdo la esperanza. El que era dueño [de ‘el K’] sigue contratando chicas para que atiendan dentro de la cárcel”. El gancho es que son señoritas que trabajaban en el afamado lugar. “Por ahí un día me animo y voy a hablarle para que me contrate”. Termina su segunda Margarita Sour y se despide.
No quiere compañía para salir del lugar. Mejor así para ella, quizá encuentre alguno que quiera su compañía, no solo para hacerle preguntas.

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