El mundo es mi hogar
Un día de mayo papá amaneció con la idea de que debía sentarme desde las dos de la tarde a copiar todo el diccionario desde la A a la Z. Como la tolerancia no era una de sus principales virtudes, esa clase de extravagantes solicitudes no se discutían y punto.

Vi el reloj a las seis de la tarde, hora en que llegaría mi padre con sus aprestos, listo para castigarme si comprobaba que a mis seis años no pude concluir tal titánica hazaña. Constaté que después de cuatro largas horas de esfuerzo, en las que me distraía mirando las manchas del techo, las telarañas del rincón sobre mi escritorio o la caja de juguetes que estaban debajo de mi cama, recién estaba en la palabra Abad.
Cuando papá llegaba a casa, tenía la sensación de que la vida no le pertenecía a nadie, ni siquiera le pertenecía al que se creía dueño de su propia vida. Tampoco era del que intenta arrebatártela a puñetes, patadas y palazos. Pero ante mí surgió una certeza: si bien la vida era una cosa flotante que palpitaba en mi cuerpo y me llenaba de horror cuando no de curiosidad, por lo menos era dueño de los horizontes que mis ojos me proporcionaban, así que pensé que el mundo era mi hogar y hui.
Lancé el palo al techo (por si acaso) y me puse a correr. Corrí frenéticamente, en una carrera desesperada, imaginando las golpizas de mi padre y las que mi padre le daba a mi madre. Quizá solo volvería por ella. En minutos estaba en algún lugar del mundo, con la gente que me miraba y me señalaba más lugares. Estaba perdido en el mundo. Totalmente perdido en una oscuridad bulliciosa, hostil y lejana.

Tal vez estaba asustado; quizá estaba feliz de estar lejos de mi padre y triste por estar lejos de mi madre, no lo sé. Me puse a reír a carcajadas mientras lloraba desconsoladamente. Así, algún transeúnte me miró con lástima y llamó a la policía. Vinieron unos señores de algo que se llamaba DIRME y me subieron en una camioneta. Me llevaron a un edificio gris (en una calle que años después supe que se llamaba Yanacocha, donde estaba la antigua Dirección Regional de Menores). Me desnudaron, me pesaron y midieron. Me preguntaron mi edad y después de un severo interrogatorio me enviaron a un hogar para huérfanos y críos extraviados en Obrajes. Éramos muchos en la camioneta de DIRME pero pocos hablaban español, muchos de ellos tenían el moco colgando en la nariz y las lágrimas secas atravesando sus mejillas como ríos blancos y salados. Muchos de ellos agazapados y en silencio, como perros maltratados. En el hogar de niños Virgen de Fátima teníamos una rutina inalterable: rezar, comer y escondernos de las monjas. A los niños que solo hablaban aymara los llevaban a la lavandería de ropa y, con cierto asco, las monjas les lavaban todo el cuerpo y el cabello con detergente de ropa. A algunos de nosotros que hablábamos castellano nos llevaban a las duchas y nos lavaban con champú y jaboncillo. El mundo era un poco cruel con nosotros, pero lo era más con ellos.
Después de dos meses, cuando el mundo eran retamas, sonrisas, nuevos amigos, extrañar y pensar en mamá; cuando el mundo no tenía vistas de cambiar y solo me gustaba dormir porque podía soñar una y otra vez con mamá, escuché la grave voz de mi padre llamándome. Me entregué manso como un cordero. Me montaron en una camioneta y me llevaron de vuelta a mi mundo que nunca volvió a ser el mismo. Abracé a mi madre que me había buscado en hospitales, la morgue, en la Tribuna Libre y en todo lado. Así, ella en cama, enferma y al borde de la locura y yo rapado, con ropa de donación de talla extra grande, nos encontramos y desencontramos. A veces repetimos esta historia una y otra vez en la vida, pero recordamos que ese día prometimos estar juntos, dejar de huirle al mundo y vivir. Prometimos usar esas cosas del diccionario, dejar de callar y ponerle las palabras y el pecho a las balas.