Hagan ruido: ser DJ en Bolivia

Pensar en la fiesta en el contexto boliviano implica concentrarse en uno de los aspectos casi identitarios de un país que comprende casi todo a partir de ella. Sin embargo, muchos de los oficios vinculados con la fiesta como tal, entre ellos el de DJ, se encuentran entre los peor pagados. En esta crónica, Adrián Nieve acompaña una jornada de trabajo del DJ Jujo y su transición por diferentes espacios. Un recorrido sonoro y ciertamente festivo que descubre tanto la diversión, como la tremenda seriedad que envuelve este oficio.

“Soy amigo del DJ”, le digo y estira el cuello para mirarme desde abajo. Es el más chatito entre los guardias que vigilan la puerta de la discoteca, pero su jopo a lo Elvis, rapado a los lados, y su pinta de gafas oscuras con terno, lo hacen sobresalir entre la gente joven y hermosa que hace fila para entrar. Entonces habla con alguien por el celular, me mira de abajo arriba y con un suspiro me deja pasar.

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La diversión que nos proporcionan los DJ tiende a hacernos olvidar que, de hecho, es un trabajo para ellos. / Pixabay.

El lugar, un exrestaurante ubicado en Calacoto, está prácticamente vacío, pero Demasiadas mujeres de C. Tangana suena a tope. Las meseras bailan quietitas, uniformadas de blanco y negro, mientras descansan como dados gigantescos en espera de un apostador compulsivo. La única que de verdad se mueve es una muy arreglada muchacha con vestido corto y tacones de plataforma, caminando y ladrando órdenes, sin dejar de mirar su celular. Son las ocho de la noche, la gente ya puede, pero todavía no va a entrar. Es demasiado temprano para empezar a hacer ruido.

Arriba de la pista hay una improvisada cabina de DJ desde donde mi amigo, DJ Jujo, es el único sacudiendo el cuerpo al compás de las luces parpadeantes y los ritmos de Antón Álvarez Alfaro. Está agarrando impulso, sabe que en un rato más será suya la responsabilidad de que la fiesta cobre vida. 

“Un DJ se encarga de los aspectos sonoros de un evento”, afirma contundente a la grabadora de mi celular. Al parecer es un oficio lleno de sutilezas, uno que se remonta a los inicios del hip hop, cuando Grandmaster Flash, Dj Kool Herc y Afrika Bambataa inventaron, en el desventajado barrio del Bronx de Nueva York, esto de ser DJ. Ellos fueron los primeros en ostentar el título pues poseían un conocimiento casi enciclopédico de bandas y canciones, así como manejaban una extensa biblioteca de discos de vinilo en una época con menor acceso a la música. Con todo eso creaban nuevos ritmos y sonidos, mezclas para que la gente pueda olvidar por un instante las miserias neoyorquinas de la época y simplemente pasar un buen rato. 

“Un DJ debe manejar un conocimiento técnico mínimo de equipos de audio que incluyen parlantes, mezcladoras, etcétera. Eso, por un lado. También tiene que conocer el material sonoro que maneja. Su función es la de llevar la música de una fiesta, no como invitado, sino como acompañante de la misma”. El Jujo me va explicando todo sin mirarme, alternando su atención en una consola chiquita de varios botones y un complicado programa de muchos más botones, todos digitales. Baila tranquilo, me habla, bebe de rato en rato, apoya la oreja en sus audífonos con la mirada atenta, como de francotirador, hasta que de repente, aprieta uno de los mil botones analógicos y digitales, y la música en el boliche cambia, perfectamente y como por arte de magia. Y así lo hará aquí esta noche, pero solo hasta las diez. Después tendrá que volar al centro paceño para cumplir su deber como DJ residente de la discoteca Malegría, donde trabaja desde hace más de diez años. 

Cuando Jujo dice que un DJ es un acompañante, no menciona que también tiene que ser un gran observador del jolgorio. Alguien que desde la cabina lo tiene que mirar todo para saber con qué le toca lidiar en la travesía del evento, sea una presentación, una obra o una fiesta. Tampoco menciona —no todavía— que un DJ de verdad divertido tiene que tomarse el jolgorio con seriedad. No solo se trata de conocer la música actual, sino de encontrar la forma de balancearla con éxitos de otras épocas, así como de insertar algunos temas más de su gusto, todo para que los asistentes al evento se entreguen a pasar un buen rato.

Porque un DJ, más que hacer bailar, ama la música y el sonido. Los usa para armar un show, generar un ambiente en el que la pista de baile se convierta en un espacio de performance. Cuando un DJ logra todo esto, la fiesta se transforma en un momento donde estás presente, listo para vivir todo tipo de experiencias. No importa si eso significa un perreo sucio e intenso con reggaetón, o una chupa melancólica en la que todos están tristes y pidiendo a gritos los temas más corta-venas de los Kjarkas. Un DJ analiza el jolgorio, siempre buscando cómo hacer ruido suficiente para sacar a la gente de sus mentes y así ayudar a propiciar experiencias diferentes.

Son las ocho y media. Bachilleres y universitarios comienzan a entrar a la discoteca. Llevan ropa ajustada que dibuja el contorno de sus figuras esbeltas o prendas con las que pueden revelar un poco más de piel en los lugares precisos. Hay quienes resaltan rasgos de sus rostros con pintura fosforescente o un maquillaje elaboradísimo que les hace parecer salidos de un video de tiktok (con filtro incluido) y otros que esconden sus caras de bebé con el humo de puchos o vapes. Posan para selfies, hablan de algún ocasional crush, maldicen a sus docentes y, en general, actúan como si no existiera el tiempo más allá de esta noche. 

Vuelvo a la cabina. Desde arriba, con el DJ, el panorama muestra un cuadro más sensual, lleno de euforia, pero en el que se adivina un atisbo de timidez. Es una belleza estática, que no se anima a estar más suelta, no del todo. Se juntan en grupos, hablan aisladamente, ríen un poco, pero nadie está en armonía con el ambiente.

Siempre bailando, pero sin histrionismos, el Jujo pone un par de canciones que arrancan recatadas ovaciones. El que suena es un tema medio bachatero, pero no tanto, digamos que lo suficiente como para lubricar las cosas y lograr que las meseras comiencen a moverse de aquí para allá, cargando en sus charolas litros y litros de alcohol. 

La sociedad boliviana es muy cohibida, necesita trago para soltarse y bailar. Por eso, entre otras cosas, ser DJ en este país no es lo mismo que ser DJ en otros. En Bolivia este es un oficio subestimado y hasta menospreciado, al que no se ve como un experto en música y sonido, sino como un reproductor de musiquita, alguien que además tiene que tener voz de anunciador para decirte cómo vivir la fiesta. Y no, nada que ver. Sin mencionar que, si el DJ no aprende a ser gestor cultural, iluminador, community manager, diseñador, sonidista, etcétera, etcétera, es muy probable que no sobreviva por mucho tiempo en el ámbito. 

“No importa tu profesión, siempre quieres ser un rockstar; solo para encontrar que, aunque hayas estudiado diez años, igual no vas a encontrar trabajo así nomás. Lo mismo pasa con ser DJ, porque es duro hacer lo que sea en nuestro contexto. Menos chorear”, sentencia el Jujo y se ríe.

De pronto, una parejita altanera se acerca cuanto puede a la improvisada cabina y pide a gritos una de Bad Bunny. El Jujo los ignora amablemente.

“En mi experiencia, es mala idea empezar con reggaetón. Hay que tratar de mostrarles que vas a poner otras cosas e ir probando cosas nuevas o que no pones normalmente. Aparte que, cuando al fin suene reggaetón, les va a gustar más”.

Y entonces pone Bizcochito de Rosalía, como preparando el terreno para el reggaetón.

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“No importa tu profesión, siempre quieres ser un rockstar; solo para encontrar que, aunque hayas estudiado diez años, igual no vas a encontrar trabajo así nomás.” El Jujo en plena jornada de trabajo. / Ph. Adrián Nieve.

Lo dejo por un rato para volver a mezclarme en la fiesta. Abajo se hace difícil caminar entre los pechos inflados de los chicos y las estridencias de las mesas compitiendo con la música. En este ambiente cerrado, los invisibles rastros del alcohol derramado comienzan a mezclarse con los perfumes en los que todos y todas se han bañado. En cada rincón la gente exhibe sonrisas desprovistas de la censura del barbijo, que distraen del hecho de que, bajo las coloridas luces, algunos cuellos brillan por los escasos rastros de sudor que empieza a generar el calor.

Después de la pandemia, se notan las ansias de vivir, de pasarla bien mientras el mundo se está acabando. Mientras paseo entre ellos, me imagino a esta gente tan joven atrapada en sus casas, a lo mejor con sus padres y madres. Léase: gente que te quiere, pero que no necesariamente comprende tu búsqueda de identidad, al menos no con esa soltura que trae consigo el jolgorio. Sí, acá abajo es diferente. No es libertad, ni libertinaje. Es sensualidad, es ruido, es la chance de cometer un error inolvidable y perdonable, la clase de error que te arranca una sonrisa, a la vez que te sonroja.  

Cuando decido retornar a la casi-soledad de la cabina del Jujo, un grupo de coquetas emocionadas me atropella en su afán de mirar a los recién llegados. Son cuatro flacos, atractivos, todos con buzos de camuflado militar que entran sonrientes y saludando. Nadie grita, pero es como si aquel ruido estuviera implícito en las estridentes sonrisas de todos los que se han quedado contemplando a estas mini celebridades. Ni bien encuentran un rincón, alejado de la pista principal, se ponen a bailar épicamente, como si fueran una suerte de BTS andino, y chicos y chicas alrededor vitorean y bailan también. Otros grupos de la fiesta, más tranquilos o más borrachos, también se unen al ambiente que el Jujo está creando para ellos.

“Siempre depende de la gente que está en la fiesta. Por ejemplo, si hubiera muchos gringos, de esos recién llegados, que creen que pueden bailar merengue o salsa, pongo la música que creen que quieren oír, al menos hasta que se aburran. Porque después entenderán que no pueden bailarlo y yo haré el cambio a electrónica y serán felices”.

“Lo mejor es enfocarse en los más divertidos. Trato de no enfocarme mucho solo en la gente hermosa, porque eso hace la mayoría. En realidad, la cosa es ir viendo, adaptándote al ambiente. Y, si nada funciona, lo mejor es cagarse y vos hacer tu fiesta. Porque muchas veces la gente no sabe lo que quiere. Y cuando me doy cuenta que es así, entonces me dejo de fijar y hago mi historia, según cómo me sienta y, aunque no lo agarren, igual se quedan. Porque no es que tengan un plan sagrado, solamente quieren estar fuera, o con cierta persona, o en cierto lugar, o en la compañía del ambiente que les he dado”.

Es viernes y nos queremos reventar, cada quien en su propia ley. Pero para el Jujo esta es otra noche, después de un largo día, en la que tiene que trabajar. Y es que, para los DJ, nuestros lugares de “joda” son serios espacios laborales en los que tienen que estar preparados para los problemas y, pase lo que pase, “siempre continuar y nada más”, soslayando lo terrible: de alguna forma la tienen que pasar bien, mientras cuidan sus equipos, nos vigilan a nosotros y calculan si lo que ganarán esta noche les alcanzará una semana más.

Supuestamente, en Bolivia el salario mínimo oscila entre Bs 2500 a 3200. Esto según datos oficiales, extraídos de páginas gubernamentales que en varias notas pintan a Bolivia como una economía privilegiada y única en el mundo. Y, para ser justos, esto también lo aseveran economistas ingleses, suecos y japoneses, que hablan de esta bonanza boliviana y hasta señalan que la tasa de desempleo ha bajado. 

Esto es muy positivo, pero en poco beneficia a los DJ pues en Bolivia hay poco espacio para oficios innovadores. Este es un país donde es duro meterse al mercado con algo “novedoso”, gracias a un ámbito cultural, laboral y económico que castiga la innovación y refuerza la búsqueda de cada vez “más de lo mismo".  

Para un DJ esto significa que si bien puede ganarse entre 100 a 150 dólares por tocada (unos 700 a 1050 bolivianos), solo lo hará cuando sea súper exitoso. Para llegar a esos números, primero tendrá que pasar por una ardua temporada en la que debe adquirir los nada baratos equipos necesarios, pasar un buen tiempo trabajando gratuitamente, solo para adquirir cierta popularidad y práctica, hasta que al fin tenga la suficiente fama para conseguir trabajo más seguido, 300 bolivianos por tocada, aunque no de manera estable. Esto se aplica aún a los DJ con residencia en una discoteca, como pasa con el Jujo en Malegría, que no por tener ingresos más estables tienen una economía más sólida. 

“Como en toda carrera, depende de dónde aterrices, pero en general no vas a ganar mucho. Los DJ ganan sobre todo alquilando sonido, haciendo cableado, es decir comprando los elementos para eventos y alquilándolos. El trabajo solo de DJ, haciéndolo en el mes, puede ser normalmente un salario básico, quizás sin seguridad social ni beneficios. En mi caso lo llevo mejor al ser residente y tener claro que voy a enganchar música todos los fines de semana, además de conseguir algunos eventos extra”. 

Así que, para un DJ boliviano, se hace completamente obligatorio alargar el jolgorio de jueves a sábado, cada semana, durante todo el año, cubriendo cuanto evento, fiesta, matrimonio o boliche les sea humanamente posible.

Son las diez de la noche y “Jujo, la gente está bien loca”, le digo, pero no me escucha. Ahorita su cabeza está concentrada en el ambiente, en el circulito en plena pista donde todos y todas están gritando a los pocos que se animan a mostrar sus pasos al centro; en las dos treintonas bailando como veinteañeras, rodeadas de aparentes quinceañeros de ojos desorbitados y brillosas babas goteando en el suelo; en las meseras convertidas en pulpos color dálmata que se tienen que dividir entre las mesas. 

Y el ruido: el retumbar de las risas, los golpeteos de los pasos de baile, la mojada succión de los prendes, el roce apresurado de la ropa de aquellos que están perreando. Y las voces, la gente coreando Bad Bunny, porque “si tú me lo pides, yo me porto bonito”, y hasta con una balada los hace bailar, especialmente a esos que ya han bebido lo suficiente como para perder las inhibiciones. 

El Jujo suspira aliviado cuando llega el otro DJ, quien no pierde el tiempo y se instala. Mientras lo hace, el Jujo lleva la fiesta a un paroxismo, como para que la transición pueda darse en los términos que elija el nuevo responsable del ambiente. Pero las prisas y un problema técnico dejan en silencio a la discoteca por unos minutos y, cuando al fin todo está listo, el nuevo DJ entra muy fuerte, muy duro, sin leer el ambiente. Tanto así, que los más prendidos se fuerzan a seguir bailando, pero se nota que algo se ha roto, que el momento previo ya no puede ser recuperado.

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Uno de los aprendizajes esenciales para la labor de un DJ radica en ser capaz de leer al público de la fiesta, en identificar sus preferencias y proporcionar, en el orden correcto, las canciones que lo harán reaccionar. / Pixabay.

Lamentablemente no es nuestro problema. El Jujo me jala, me apura mientras lo ayudo a cargar sus cosas fuera de la fiesta. La gente nos mira. Bueno, no. En realidad, la gente lo mira a él, pero no se atreven a decir nada y el cuate está tan apurado que de todos modos no podrían tener el tiempo de animarse a decir algo. Solo una muchacha de vestido corto se acerca y le ladra un agradecimiento al Jujo, bien guardada por el Elvis chato que nos mira desde el infinito de sus gafas oscuras.

Ya en el taxi, surcando las avenidas sureñas en dirección al centro de La Paz, descubrimos que no podemos tolerar el silencio y le ponemos banda sonora a la charla: Rest my chemistry de Interpol, una canción sobre un adicto que, por una noche, abandona su adicción, consciente que al día siguiente volverá a caer. Sabe que se está matando, pero no lo puede dejar. 

“I haven't slept for two days / I've bathed in nothing but sweat / And I've made hallways scenes for things to regret / My friends they come / And the lines they go by / Tonight I'm gonna rest my chemistry”, canta desde el celular Paul Banks.

“Es mi himno como DJ. A la corta o a la larga, te hace mierda y o lo dejas o aprendes a manejarlo”, me confiesa. 

“¿Y tú?”, le pregunto, “¿te hace mierda o aprendiste a manejarlo?”. Por un rato se calla. Afuera las curvas pronunciadas de la Kantutani anuncian la cercanía del centro paceño. “No lo sé”, responde al fin y yo solo asiento. 

“Yo he cometido un error bien graso y ha sido no tomarme en serio”, dice después de un rato. Me cuenta que él ha sido de los primeros en subestimar su oficio, hacer lo mismo que solemos hacer nosotros como público y asumir que el encargado del ambiente en una fiesta tan solo se bajó una playlist de Youtube y puso play. “Y, ojo, eso existe, pasa más seguido de lo que nos gusta admitir a los DJ que nos tomamos esto más en serio”. Habla entre resignado y melancólico, el tono opuesto al que emplea cuando me cuenta de sus mejores tocadas, los más memorables jolgorios, aquellos en los que en algo de él fue desnudado para darlo todo en su música. 

“No se trata de complacer, a secas, también se tiene que proponer. Hay que expresar una vena musical y generar más música, entender que la comodidad es el enemigo, porque hace que uno se quede en hacer cosa muy simples y estáticas. Y eso termina por cosquillear en el alma artística”.

Llegamos a Malegría, pero yo decido marcharme para procesar mejor todo lo que he visto y escuchado. Le pregunto si tiene alguna declaración final. Está apurado, no lo piensa demasiado, a la rápida escupe una brutal verdad: “no me imagino sin la música” y se va. 

Son las once de la noche, Sopocachi está lleno de caminantes buscando un lugar donde poder olvidarse de la semana. No hace calor, tampoco frío, es una perfecta noche paceña, extrañamente pacífica para una ciudad en la que algo siempre está tendiendo al caos. 

Me voy por las escalinatas de la Rosendo Gutiérrez y a mitad del descenso me topo con un atípico desfile. Más gente hermosa, cantando algo que no conozco, gritando en realidad, riendo y avanzando en procesión. No me toma mucho reconocerlos, son los flacos de camuflaje militar y su séquito de sonrientes fanáticas; es una de las treintañeras bailarina y un grupito de sus esbirros que parecen quinceañeros. Caminan juntos y me reconocen, me rodean, me festejan y me invitan de sus botellas. Una de las chicas, la más desinhibida, me toma de los hombros y mirándome a los ojos, entre seria, ebria y feliz, me pregunta: ¿dónde está el DJ? 

“Malegría”, respondo y estalla el ruido, se los siente felices. Me dicen que me adoran y se enfilan hacia la discoteca. Cuando se van, le mando un mensaje al Jujo contándole lo que ha pasado. 

“Ah, sí, normal”, contesta, como si nada. 

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