Octubre triste

Una noche nostálgica, con una botella de Ron-Kola, caminando por La Ceja. Óscar Coaquira recuerda la última vez que se aventuró a la avenida 12 de Octubre, antes de que los vecinos cambiaran el ruido y las luces de los prostíbulos por el silencio.

Metemos las manos a los bolsillos para sentirnos más hombres. “No me jodas”, me dice el Wilson, “no me vengas con tus lecturitas de quinta”, mientras caminamos por las calles de La Ceja, cargando una botella de Ron-Kola en las mochilas, y yo le hablo de un tal Oswaldo Reynoso, escritor peruano de novelas lumpen. Son las 11 de la noche de un lunes y hemos estado bebiendo por más de dos horas seguidas. Hace frío y mi amigo Wilson tiene unas ganas jodidas de estar con una cambita de la 12, pero no tiene cómo costearse una. 

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El Alto esconde muchas historias entre su gente y sus esquinas. /Pixabay

“Es el problema de los artistas alteños”, me increpa con su tufo metálico, “somos pobres; esto no les pasaría a los jailoncitos del ANBA que seguro se van a tirar al Katanas o al Caballito”. Reniega y se sirve un vaso lleno de ron. Vamos de un lado a otro, recorriendo las calles para que los pacos no nos jodan y quiten el trago. La última vez que nos quedamos a tomar cerca de la plaza del Lustrabotas nos fue mal, porque llegaron los pacos en una patrulla y nos llevaron a la cana.  

“Igual vamos a la 12 aunque no tengamos plata; total nos emborrachamos viendo a las minas y ya”, dice y me jala de la chompa para ir en dirección a la 12 de octubre. Con el Wilson llevamos más de tres años de amistad, lo conocí en la escuela de artes de El Alto cuando era un chango y quería estudiar pintura. Claro que seguí estudiando pintura y teatro por un tiempo más, hasta que mi madre decidió cortarme los fondos porque, dizque, llevaba una vida bohemia... 

El Wilson se ha acabado toda la botella de ron y me ha pedido que vayamos donde la casera, doña Simona, que tiene su puesto de tragos frente al reloj de La Ceja y, después de charlar por media hora con la case, finalmente accede a prestarnos una botella de singani infame, luego de dejar como garantía el celular Nokia del Wilson. Nos despedimos y perdemos calle abajo.

Es de madrugada y el frío recrudece, aunque por lo bebidos que estamos casi no sentimos nada. La niebla se apodera de las calles y bajamos por la avenida Jorge Carrasco arrastrando los zapatos por los melosos adoquines del centro, justo donde los bares y discotecas se adocenan por mil; pasamos por la esquina de la calle 2 donde a un lado se encuentra nuestro bar favorito; el Suma Llajta. ¿Y si mejor nos vamos a chupar allí?, le digo entusiasta, pero el Wilson me dice que tiene unas ganas terribles de beber en la doce: “No sé, pero tengo la pendeja sensación que La Ceja se va a ir a la mierda esta noche”. No respondo nada y pienso en el Suma, morada de profesores y empleados públicos que jugaban al cacho y bebían al son de huayños y cumbias nostálgicas. “La Ceja es impredecible”, me dijo una vez un profesor de primaria con el cual compartía un par de chelas en el Suma. “Aquí todo puede ocurrir de un momento a otro”. 

El Wilson estaba más entusiasta que de costumbre, como si en verdad fuera a pasar algo en la ciudad. Y entonces la borrachera me abandonó por un momento y pude ver con detalle todo lo que ocurría alrededor nuestro. Las calles estaban más agitadas que de costumbre y a lo lejos podía escucharse una extraña bulla que se acercaba al centro. Recorrimos toda la avenida Jorge Carrasco, bebiendo y hablando sobre la soledad de los hombres tristes: “¿Te parece un lugar triste El Alto?”, me preguntó el Wilson mientras bajábamos por las calles repletas de gente que iban de un lugar a otro; pues claro, le dije, el hombre andino siempre extraña el pasado y por eso se chupa hasta la muerte; lo del olvido es un simple pretexto para recordar nomás. Pasamos por un grupo de personas que empujaban a un travesti por la puerta de un alojamiento, y al otro lado de la avenida otro grupo corría en dirección nuestra. 

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El alcohol y la nostalgia son una combinación que combate el frío, mientras un par de amigos recorren la avenida 12 de Octubre, cuando todavía era una suerte de Las Vegas andino. /Archivo

Llegamos a las primeras casas de la 12. El lugar estaba lleno y entramos como pudimos a ver a las chicas que se posaban de manera sensual en los pórticos de sus piezas chiquitas. El Wilson servía con disimulo el trago y bebía con bastante premura cada vez que observaba una bella muchacha. En su embriaguez lamentaba no poder hacer pieza y me miraba con unos ojos de perro amarrado que deseaba saltar por todo el patio. La rutina de esa noche era la misma, entrábamos a mirar y luego salíamos hacia otra casa de citas, sin embargo, había lugares donde no nos dejaban ingresar debido a nuestro estado etílico y nos poníamos a beber en la calle. 

Y la madrugada llegó aquel mes de octubre de 2007 de manera fatal, los ruidos que antes oíamos a lo lejos habían llegado hasta las aceras de la 12. Una muchedumbre bulliciosa tomaba las casas de citas y los borrachines corrían despavoridos, y en desorden, por todos lados para escapar de la turba. Nosotros, que apenas podíamos movernos, también empezamos a correr como unos locos calle adentro, rumbo a villa Dolores. La muchedumbre arrasó con todo aquel día, donde por poco quedamos a merced de la furia de los vecinos que decidieron acabar con toda la delincuencia de El Alto. Recuerdo oír y ver por la TV, después de haber recuperado la conciencia, el lamento de una madre que justificaba los destrozos y quemas: "Ya no hay seguridad por la borrachera que estos lugares fomentan y las chicas que se prostituyen. No se puede caminar por las noches. Las autoridades no nos hacen caso. Nosotros vamos a hacer justicia por mano propia hasta cerrar estos lugares de mala muerte". 

Después de aquella borrachera, la última en la 12, nos vimos con el Wilson y los demás compañeros en la escuela de artes para hablar de lo que había ocurrido días atrás. Los saqueos habían continuado toda la semana, llegando a destruir los bares y discotecas del centro. La Ceja, la ciudad que nunca dormía y se asemejaba a Las Vegas andina, finalmente había caído en el silencio y la oscuridad. El ruido cumbiambero y las aparatosas estanterías de las discos y sus sensuales muchachas de la 12, que intercambiaban besos y caricias a los hombres tristes por unos cuantos pesos, habían desaparecido por largos meses. Una chispa de la ciudad se había perdido, solo una, mientras el comercio y los minis se apoderaban de las calles. “Eres un kencha”, le dije al Wilson con voz quebradiza. Era el último festejo con mi elenco de teatro y bebíamos en la placita del arquitecto a modo de despedida. 

Estaba triste, era el final de los buenos tiempos, mi estancia y formación artística en El Alto había acabado; la noche silenciosa y hosca de la ciudad me oprimía el pecho, los amigos que había hecho en la escuela y que a la postre serían mis hermanos de tabla bebían bulliciosamente para espantar el silencio. Los miré a cada uno al rostro y tomé un último trago con todos ellos: “Algún día escribiré de ustedes”, les dije arrobado por el alcohol y perdía el sentido del tiempo aquella noche de un octubre triste. 

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