El sendero del terror
Nota de 2022: Cómo da vueltas el mundo. Y se repite y no va para adelante sino todo lo contrario, tal vez formando círculos. Cada persona, y en este caso cada escritor, parece que está condenado a dar vueltas y a su turno pasar las distintas edades y tiempos que le tocan, sea en el siglo pasado, y en el dos mil también, como dice el tango. Digo esto porque veo, o leo, que muchos colegas jóvenes están descubriendo y poniendo de moda, otra vez, la literatura de terror. Lo mismo me pasó a mí, cuando era muchacho. Así di cuenta de mi experiencia en su momento, y me voy para atrás para compartir estos recuerdos muertos.

Estuve viviendo en Cochabamba por una temporada, algo más de un mes, e igual, no me acuerdo cómo, me las arreglaba para seguir mis estudios universitarios en La Paz. Tal vez el país vivía una huelga general indefinida, no lo sé. Con seguridad todavía no me había casado. ¿Qué hacía? Estudiar aymara en el Instituto Maryknoll. Sí, todo era más o menos vago en ese tiempo, del que recuerdo dónde dormía, pero no cómo hacía para comer diariamente.
Debo decir, previamente, que en cualquier lugar donde estuviera viviendo, así hubiera sido por una semana, aparte de vagar al tun-tun por calles y paseos, uno de los espacios que visitaba con seguridad era la biblioteca.
En mis vacaciones en Vallegrande, cuando era un imberbe adolescente (¡como si ahora fuera barbón!), semanalmente iba a la biblioteca de la parroquia de los curas redentoristas. Ahí conocí y acaricié (y olí) viejos textos mimeografiados de mi paisano Hernando Sanabria Fernández (romances, leyendas, la novela costumbrista y el único en Bolivia: El habla popular de la provincia de Vallegrande), así como El poder y la gloria de Graham Greene, y los nombres de Pascal y François Mauriac. Llevaba a mi casa tres o cuatro libros, y a la semana volvía por más… Eso no lo podía hacer cualquiera, es que yo tenía muñeca con los curas: era estudiante en el seminario de Tupiza.
Ya dije que en ese seminario me encontré con el mundo de la mitología griega. Y me dediqué a rastrear TODO lo que estuviera relacionado con el mundo clásico griego. Me sonaban a música celestial los nombres de Atenea, Partenón, Pericles, Apolo, Zeus… ¿Cómo siempre sería el Olimpo?, ¿más grande y azul que el mogote que cuidaba mi rancho vallegrandino? ¿Y eso de la ambrosía de los dioses, tenía que ver con la ambrosía que ya comenzaba a probar al pie de las vacas (leche con licor blanco azucarado) de mi tierra de origen? De ahí ha tenido que venir mi interés por los cuentos populares bolivianos. O por los mitos y toda la así llamada tradición oral, sembrada y en sazón por todos los rincones de mi país.
Pero ¡atájenme!, pues hoy tenía que hablar de la biblioteca de los curas Maryknoll de Cochabamba. Un punto a favor de los curas: tenían bibliotecas en todas partes donde ellos se encontraran. Donde no solo había textos de apologética sino también novelas y cuentos de todas partes. En esa época ya estaba intentando escribir mis primeros cuentos. Entonces, entré a la pequeña biblioteca de los curas Maryknoll.
Me acuerdo de dos libros: El primero, uno de crítica comparada entre autores españoles e ingleses y franceses. Entonces todavía no le entré a Baroja ni a Pérez Galdós. Pero sí muy bien me acuerdo de una Antología llamada Cuentos de terror, de Rafael Llopis Paret, esa primera edición de editorial Taurus, y no la que después apareció en dos tomos, en Alianza Editorial.

Y ahí no solamente estaban Poe y Lovecraft, sino muchos otros que, así como los nombres griegos, fueron por muchos años música en mis oídos: Arthur Machen, Algernon Blackwood, Belknap Long, Saki, Seignolle, Bierce, le Fanu… Uh… no pues, y de yapa cuentos de terror de clásicos como Dickens, Maupassant, Hawthorne, Tolstoi, Balzac. Estaba loco de contento, y con los pelos de punta. Bajo esa sombra, y algunas otras, fue escrito mi libro que después pasaría a llamarse Cuentos tristes (1987). Aunque el título más bien tiene que ver con una traducción caprichosa de Onda sagor, de Pär Lagerkvist, cuyos cuentos no eran tristes sino malvados.
Pues, fue mi época negra y de miedo, ese mi entusiasmo por la literatura de terror, de horror y demás sinónimos. Era una necesidad para mí, más que un estado de ánimo, y por lo tanto más allá de cualquier moda.
Sí, más, más.
Seguramente estaba aterrorizado por el terror del mundo. El terror como parte de la realidad, y como parte de mi ser y estar en el mundo. También es cierto que muchas editoriales, en España y otros lugares, aprovechan esa necesidad del ser humano, del niño, del adulto, y en mi caso del escritor en ciernes, por el misterio, el miedo, hasta llegar al humor negro y otros humores. También hay bastante basura al respecto, piensen nomás en cada película, cada historieta y cada suplemento impreso con tanto terror barato. Porque en mi interés y deseos de encontrar más y más cuentos de ese estilo, llegué también a encontrar paja, bastante paja. Hasta que esos temas y ambientes me parecieron repetitivos, y volví a, o me quedé con, la literatura sin adjetivos.
Sí, algunos de los cuentos de mi libro Cuentos tristes son de terror, al estilo digamos clásico. En el ambiente rural de mi tierra. Con el habla y los mitos que bebí desde niño junto con la leche de mi madre. En mi escritura nunca quise ocuparme conscientemente de ese subgénero; tampoco esos cuentos salieron así “de repente”, como puede notarse al rememorar esos tiempos de mis otras aventuras imaginarias. Vienen simplemente del terror que está en el aire, en la noche, en las crónicas precolombinas y coloniales, en los sueños y en la vida cotidiana de todos los tiempos.