Existir alegremente entre la vida y la muerte
Recuerdo varias muertes importantes en mi vida. La primera de la que tuve conocimiento, mas no plena conciencia ni sentir, fue la del abuelo. Don Alberto Castaños Chávez, quizás no fue alguien de renombre, pero la abuela solía contar que él era un ser humano muy noble, pues quería mucho a los chicuelos y jóvenes que al parecer nadie más quería, aquellos pequeños ladronzuelos, alcohólicos y drogadictos que a pesar de que le robaban para mantener su vicio también lo querían mucho. Don Alberto trabajó comprometidamente durante la década de los sesenta en el ex Patronato de Menores, división varones, dependiente en aquel tiempo de la Vicepresidencia de la República de Bolivia. Fue la mano derecha de doña Yolanda Prada, primera dama y encargada de toda cuestión social durante el gobierno de su marido, el muqu Bánzer como lo llamaba la abuela a quien no le caía nada bien, pues aborrecía a los milicos y encima era emenerrista. El abuelo dejó este plano terrenal un catorce de febrero de 1982 y no llegué a conocerlo ya que pasé su duelo junto a mamá, en su panza, para luego nacer ese mismo año, en septiembre.
En el año veintidós de su aniversario luctuoso, una soleada mañana de abril, día doce exactamente, junto a mi madre y mi hermana nos dirigimos al Cementerio General de la ciudad de La Paz para cambiar el noble, pero inerte cuerpo del abuelo, de restos menores a cenizas. El cambio a restos menores consiste en quebrar un cuerpo de más o menos quince años desde la data de muerte para ceder el nicho grande a un cuerpo reciente y trasladar el menor a uno más pequeño; y, si no se pudo acceder a un nicho perpetuo, estos restos menores son convertidos en cenizas y entregados a sus familias en el mejor de los casos; y en el peor, son retirados a una fosa común donde ya nadie dará cuenta de su lejana existencia.
Ese día, una vez realizados algunos papeleos de rigor que habrían de llevarnos toda la mañana, como a las tres de la tarde, uno de los maestros sepultureros se acerca al nicho del abuelo y a pesar de la faz tal vez cansada de tanta muerte, nos saluda amablemente en ese castellano aymarizado tan común entre nosotros, “¡Suma jayp’u siñuray! Gloria angila, cielo angila/ Khitis awkima sarakiristam… Taypi muntuta/ Sasinaw sata, angilituy…”, después murmura entre dientes, mirando fijamente el epitafio del abuelo y luego de algunos otros rezos ininteligibles para nosotras, comienza su particular faena, no sin antes rellenar abundantemente uno de sus cachetes con un buen puñado de hojas de coca y remojarlo con un corto pero ardiente trago de alcohol Caimán, al mismo tiempo que inhala el humo del tabaco negro de un cigarrito Astoria, requisitos indispensables que nos había pedido el maestro para exhumar el cuerpo. A punta de combo y cincel, cual minero de las catacumbas, el hombre fue desprendiendo poco a poco el epitafio, mientras nosotras aguardábamos ansiosas y algo espantadas el mortuorio tesoro.
Grande fue nuestra sorpresa, al descubrir que en aquel pequeño nicho de la tercera fila del cuartel número 25 del cementerio, yacía en eterno sueño no solo el abuelo, sino además un pequeño bebé varoncito, en una especie de cofrecillo blanco que al instante aquel obrero puso entre mis brazos diciendo: “Esta es doble internación, eso no se puede, les van a multar, ¿es tu wawita señoritay?”. Como por instinto maternal extendí mis manos y quedé estupefacta con aquel tesorito en mi regazo, mi hermana abrió los ojos grandes como platos del asombro y mi madre volcó aquella expresión de espanto en una especie de sonrisa que rozaba en la ternura, tanto como si viese a un recién nacido vivo. No lo resistimos ninguna de las tres y sin responder la incómoda pregunta del panteonero, abrimos suavemente aquella cajita, mientras el abuelo también parecía permanecer expectante, dobladito, ahí en la carretilla que lo conduciría al horno crematorio. Debajo de su lluch’itu celeste, una carita tan pequeñita y más blanca que la misma nieve parecía sonreírnos a las tres. Ahí envueltito entre sus chambritas y franelas de bayeta estaba, feliz, el amiguito de mi abuelo, y nadie supo explicar cómo llegó hasta allí. El maestro entendió que no era pariente nuestro y resolvió aquel enigma arguyendo que era muy probable que el cuerpecillo haya estado ahí dentro antes de que el abuelo llegara a acompañarlo. Jamás olvidaré aquel Día del Niño en que cremamos al abuelo.
¡Movimientista pues!, mona y rosada hasta las patas, de la abuela, en cambio, ya tuve conciencia y sentir plenos. Muy temprano por la mañana, un veintisiete de noviembre de 1998, mientras me recuperaba del concierto de Servando y Florentino en casa de una amiga de colegio, mi madre llamó para decirme que la abuela había muerto. Entre tenues sollozos, me dijo claramente: “Hola hija, se nos fue la abuelita, estoy en la morgue del Hospital Obrero, por favor apurate porque ya la van a cambiar y olvidé sus medias, necesito las tuyas”. Por muchos años le canté a la abuela con más sentimiento que los mismos Salserines: Ali-Ali-Alíviame los sueños, la vida/ Ven y espérame en la escuela a la salida/ Ali-Ali-Alíviame la vida, los sueños/ Ven y dime si me estoy portando bien/ La magia de tu amor es la fuerza que me guía… Así.
Doña María Arancibia Endara Vda. De Castaños, quizás tampoco fue una dama insigne, pero fue una mujer muy singular. Cómo me gustaba escucharla contar historias, la de Tiwanaku y la Puerta del Sol que no se debía cruzar porque una quedaba loca; la del gallo colorado de la Fábrica Soligno, que había trastornado y vuelto agresivo al tío Armando desde que se le apareció durante un turno de madrugada, en medio de una ronda de pequeños duendecillos verdes. Las de su natal Luribay y la muerte de su madre al darle a luz, y mi favorita, la de la guerra del Chaco, sobre los desertores que ella ayudó a esconderse donde vivía pues le daba pena que obliguen a los “soldaditos tan jovencitos” a ir a morir a una guerra sin sentido. “Allá se muere de hambre y calor, ni siquiera de bala, los pobres hasta beben sus orines para la sed”, decía, mientras recordaba el terror de los muchachos que, ocultos debajo de las cargas de fruta, rezaban llorando para que el milico no los descubra. Contaba que agazapados y temblando de miedo sostenían por largos instantes la respiración cada que alguien golpeaba a la puerta de aquella frutería en la casa de la madrastra de la abuela, ubicada en la calle Constitución, cerca de la Estación Central de Trenes, lugar donde muchas mujeres dieron el último adiós a sus padres, esposos e hijos.
Tal vez por eso su vida, para mí, fue importante. Ella era buena, además de rebelde y transgresora a su manera. A pesar de que escasamente sabía leer y escribir, de ella escuché por primera vez la leyenda de la cruel Martina que había cocinado a su wawita para dársela de comer al padre. “Viejo de mierda, si la ha violado, ¡bien hecho!, ¡cómo así le va hacer a la pobre chica!”, clamaba, conectando inmediatamente esta historia a la del Melquiades Suxo. La violación, tortura y asesinato de María Cristina, de cuatro años, conmocionó a la población boliviana en 1972. El caso abrió entonces el debate sobre la pena de muerte y finalmente derivó en el fusilamiento del maldito, el último boliviano en morir bajo la pena capital.
Doña Marujita, también me enseñó a cocinar, a bailar cueca y tango, y a entender algo de aymara y quechua. Gracias a ella aprendí sobre las costumbres de esta tierra, sobre los rituales de Los Andes, sobre la ofrenda a la Pachamama y la k’oa, sobre las leyendas del Khari Khari y el Anchancho, sajra demonios que se les aparecían a los flojos y a los borrachos por dormirse en el micro o caminar después de medianoche por oscuros y solitarios senderos. A la abuela también la cremamos, hoy vive feliz en nuestros recuerdos, descansando hecha cenizas en su casa, en la grutita del patio, en medio de las urnas del abuelo y de mi hijo. La muerte de mi hijo fue la que más me caló el alma, la muerte de un hijo se siente tan diferente. Jamás olvidaré aquella dolorosa sensación de ardor gélido en el vientre, como esas quemaduras del hielo, no del fuego, pues este ya se había extinguido en la hoguera de mi corazón.
Sin embargo, donde hubo fuego cenizas quedan, dicen, y con tanta muerte en nuestras vidas, hoy como cada ocho de noviembre, con el corazón encendido nuevamente, iremos a festejar. A las nueve de la mañana en el Cementerio General nos esperan mis comadres, Jota y Rubí, una pareja de maricones que el año pasado nos entregaron a la Berta Alejandra. La celebración comienza con ella, la acompañan otras siete: Ariel, Jessica, Pedro, Mario, Alejandra, Ángel y Misael. Desde que ingresamos por el arco del camposanto más viejo de la urbe, la gente se acerca a nosotras, se persigna, agarran dulcemente los huesudos cráneos tan venerados, susurrándoles sus más ansiados anhelos y peticiones. Unos piden platita para salvar las deudas, las señoras piden salud para seguir velando por sus hijos, las solteras y solteros pedirán que prontamente les llegue el amor y los más ancianos, quizás, que se los lleven de una vez por todas porque ya no soportan el moderno mundo de los vivos. Junto a mi compañera de vida presenciamos emocionadas la fe diáfana de aquellas personas que al tiempo que nos entregan velas y cigarrillos, terminan el fugaz rito adornando las cabezas de nuestras ñatitas con coronas de flores. Algunas reciben más de una docena de coronas como nuestra Bertita. Luego con esas mismas flores, ya secas, continuaré la tradición, haciendo pasar una ch’api mesa en el agua hervida con las coronas, baño de florecimiento para la buena suerte se llama. Imagínense ustedes entonces la suerte de doña Ely, una señora que ostenta como sus fieles guardianas a 73 ñatitas, de ella cuentan que una vez sentenció su muerte para el día que alcanzara la centena.
Como a las tres de la tarde, luego de compartir unas cervecitas y un humilde ají de fideo, con nuestras calaveritas en brazos, desalojamos el mausoleo de los policías del cementerio rumbo a una de sus calles aledañas para continuar la fiesta. La Baltazar Alquiza, en la plaza de los helados de canela, es la más concurrida. Allí nos reunimos entre birlochas, indios, cholas, ladrones, putas, artistas, marimachas y maricones, porque quienes vivimos en disidencia, en la periferia de la sociedad, somos los más devotos de esta fiesta.
Ya atardece y con la llegada de la noche el lúgubre ágape parece exacerbarse. El ocaso es iluminado paulatinamente por filas de velitas que al ras del suelo iluminan también a las ñatitas, que siguen siendo agasajadas por la gente en medio de pilas de cajas de cerveza, músicos y manq’apayeras. Este año junto a Pili, el amor de mi vida, hemos recibido el preste de Las siete y la Berta Alejandra y como prediciendo nuestra suerte una banda, dos pukaras, un trio y dos cuartetos han venido a cantarles y hacerles bailar.
Cuando niña no entendía cómo la gente podía bailar en los cementerios. La primera vez que vi esta celebración de mano de la abuela, no era tan sonada. Esporádicos guitarristas y pequeños grupos autóctonos acompañaban a los creyentes. Ella, escuchando entonar una alegre moseñada y riéndose sarcásticamente, me dijo: “¡Ay hijita, cuando yo me muera también bailarán sobre mi tumba pues!”. Hoy más que nunca entiendo esa frase.
Para qué estamos los vivos si no es para celebrar y alegrarnos por la vida de nuestros muertitos, por todo el amor que nos brindaron cuando eran carne, por tanto ejemplo y tanta historia. No hay que penar dicen, cuanto más penas más sufren aquellos por tu tristeza, porque te amaron y siempre te amarán. Por eso no hay que enclaustrar sus almas en esa especie de limbo que no podrán cruzar si no dejamos de llorar. Alegrémonos entonces por la muerte que es parte indisoluble de la vida y esperémosla felices. Pues es posible que, si nadie nos entierre, nuestras muthu cabezas, símbolo de poder y sabiduría en la época del poderoso Imperio Tiwanakota, se queden en este plano terrenal, como si nunca hubiésemos muerto, pero sin vida, y nos quedemos para que nos veneren, para dar suerte y atraer abundancia, como las ñatitas, para existir alegremente entre la vida y la muerte.