Ñatitas. Una cuestión de (algo más que) fe
—¿No te ha molestado la Hakima? —pregunta Roco, sin mirarme.

—No, no creo, bueno, el que me ha molestado ha sido don Manuelito, el de mi familia.
—Ay, deberías visitarle, llevarle velitas…
—No puedo… Bueno, es largo de explicar…
—Parece que a la Hakima no le ha gustado su fiesta, hay que visitarle —me da la espalda y comienza a alejarse por el senderito de piedra del Tambx, hacia el auditorio—. A nosotros nos ha molestado —concluye.
No la sigo, busco con la mirada algo que me retenga en el patio mientras una pregunta brota en mi mente, sin que me atreva a verbalizarla: “¿Estás segura de que es la Hakima la que te ha estado molestando?”.
Dangerous Liaisons
—Creo que la señora Ely comprendió muy bien mi vínculo con Sandrita —La mirada de Mariano desprende una emotividad difícil de describir y que se traduce en su tono de voz.
—¿Cómo lo sabes?
—Es que apenas la vi, la puso en mis brazos y me permitió tener ese momento emotivo, casi íntimo con ella —el dejo de su acento chileno dota de cierta musicalidad a sus palabras, y las pausas que va insertando mientras cuenta la historia hacen que sea fácil comprender que es también un hábil narrador oral—. La sostuve pegada a mi pecho, hablándole, haciéndole caricias, le di incluso un beso mientras le hablaba y en verdad sentí como una energía particular, como si estuviera sosteniendo algo vivo, como si ella fuera una “guagua” —La pronunciación se me queda, marcando una distancia notoria con el “wawa” aymara que usamos en La Paz.
En el poco tiempo que llevo tratando con Mariano, lo he escuchado narrar, al menos tres veces, la historia de cómo conoció a Sandrita, la ñatita de la que es devoto y con la que ha construido un vínculo ciertamente particular. Y es que, aunque la idea misma de mantener en el hogar un cráneo humano ya es algo cuando menos peculiar, cada una de las historias que conozco de personas que tienen una ñatita en sus hogares tiene un matiz distintivo que hace que el culto que se les rinde sea tan diverso como diversos son los cráneos. En otras palabras, además de lo tradicional, cada ñatita reclama su propio culto y define su propia ofrenda.
El vínculo entre Mariano y Sandrita nació poco antes de la pandemia, aunque, irónicamente, surgió de forma virtual. Él, de apellido Gallardo, maestro, escritor y narrador oral chileno, había escuchado de labios de la suegra de un amigo suyo que en ciertas regiones de Bolivia el culto a los muertos tenía una ramificación, y esta tenía que ver con los tuxllus (tojlos, se pronuncia) o ñatitas, que no son sino cráneos humanos que algunas familias conservan por diferentes razones y con distintos propósitos.
Rostros andinos de la muerte. Las ñatitas de mi vida (2018) es, quizás, el texto que recopila de mejor forma las tradiciones que rodean el culto a las ñatitas. Escrito por Milton Eyzaguirre y publicado por el Centro de Investigaciones Sociales, ha agotado una primera edición y va camino a terminar con la segunda. No es el único, por supuesto —y me atrevería a decir que, aunque sí es el más sistemático, no incorpora la lectura más rigurosa—, investigadores como la capísima Alison Spedding, que incluye el tema en un capítulo de Sueños, Kharisiris y curanderos (2014), se ocupan de trabajar el fenómeno. Hay, además, menciones en varios textos centrados en el rescate de tradiciones orales, religiosidad andina y el culto a la muerte (aquí, intencionalmente evito mencionar el arte mortuorio porque excedería el nudo de este texto). No es extraño, ya que algo sumamente perturbador —y, por tanto, atractivo— rodea el hecho mismo de mantener en casa una pieza humana que no está unida a un cuerpo, proporcionándole ciertas atenciones que corresponden a una persona viva.
Esa fue la fascinación que se despertó en Mariano, llevándolo a investigar por sus propios medios acerca de tan extraña costumbre. Así fue como dio con un documental que mencionaba a doña Elizabeth Portugal, quien mantiene a ochenta y seis ñatitas, con las que realiza diversos trabajos relacionados con limpias espirituales, curaciones, arreglos de la suerte y uno que otro enredo amoroso. En este documental conoció a Sandrita, el cráneo que habría de obsesionarlo al punto de llevarlo a dibujarlo (tal cual es, con la piel grisácea que todavía permanece adherida a la base ósea y con el cabello largo sujeto en dos trenzas generosas) y a rendirle cierto culto. Con el tiempo, entre 2018-2019, Mariano escribió un libro de cuentos y lo presentó a diversas editoriales chilenas, en las que no consiguió ser tomado en serio. Algo de inverosímil se desprendía de la historia de una mujer (Carlota Wari) que conservaba dieciocho cráneos humanos en su vivienda. Adicionalmente, las muertes de varias de las personas que habían terminado convirtiéndose en las ñatitas de Wari parecían remover las heridas de la violencia que atravesaba Chile por aquellos años, causando un cierto escozor.
—¿Sabes, Lou? —la expresiva mirada de Mariano se clava en la mía— El primer cigarro que le di a Sandrita se consumió muy rápido, a velocidad normal, como si lo estuviera fumando alguien vivo. Pero cuando encendí el último, cuando le dije que tenía que irme, juro que tardó al menos quince minutos en terminarlo. Se fue consumiendo muy lentamente, como si ella quisiera que permaneciera más tiempo hablándole.
Le digo que comprendo de lo que me está hablando, quizás demasiado bien.
La tarde de los cigarros fue la primera vez que el narrador y su ñatita se encontraron físicamente. Después de recibir varios rechazos, Mariano envió el libro a 3600, editorial paceña, en donde tuvo una mejor acogida. Los reparos, en ese caso, se debieron más bien a que, al ser una editorial especializada en autores bolivianos, había que pensarlo muy bien antes de darle el visto bueno a un autor no nacional. Ese, sin embargo, no sería el último ni el más grave de los problemas. Cuando la editorial pareció ceder, la cuarentena rígida declarada a raíz de la pandemia por COVID-19, marcó una violenta pausa en el trabajo editorial a escala mundial y, nuevamente, Mariano recibió la noticia de que su libro no sería publicado.
Tuvo que transcurrir un buen tiempo antes de que él pensase en recurrir a Sandrita. Le había estado rindiendo culto a través de su dibujo, así que se le ocurrió plantearle el conflicto por el que atravesaba y pedirle su ayuda. Ofreció a cambio viajar a visitarla y llevarle coca, velitas y cigarros, pero, y en esto fue enfático, solo si su libro se publicaba en Bolivia.
“Tu marido es, tienes que aguantar”
—Está sufriendo tu ñatita, por eso te sueñas tanto —enunció el tío Genaro (así llamado por todos los que acuden a consultarlo), luego de revisar concienzudamente las hojitas de coca y de preguntar si podía revelar esa información.

Acto seguido, empezó a explicarme que no era buena idea mantener una ñatita en una casa sin motivo. Más aún porque la ñatita en cuestión se había “criado” conmigo desde siempre. “Por eso no puedes (no tienes que) tener pareja”, me dijo, “porque es celoso”, porque, de alguna forma, “siente que es tu marido”. El tema es que siempre hubo un motivo para mantener a don Manuelito en casa. Ya fuera como protector, o como integrante de la familia. Como ese pariente extraño que no llega a ser la oveja negra, pero que tampoco es el primero al que considerarías presentar a tus amigos o a una pareja.
“La verdad es que yo no sabía que fuera un tema tan amplio, recién al leer tu novela lo noté”, me escribe Silvia P. cuando le cuento sobre don Manuelito y le envío un par de fotografías. Tengo que admitir que tampoco yo lo sabía hasta más o menos los veinte años, época en que tuve acceso a los primeros documentales que vi acerca de la costumbre de tener en casa un cráneo humano y también una época en la que fui escuchando más y más historias acerca de los tuxllus. En el colegio nunca había hablado de ello y, hasta hace poco, eran contadas las personas fuera de mi familia materna que sabían de la existencia de don Manu. “Cómo van a tener eso. ¿Acaso son familia de maleantes?”, me dijo una vez un tío paterno, precisamente en la primera época de mis investigaciones, abriendo una nueva veta de estudio. De todas formas, volví a guardar silencio sobre el tema ya que cuando una crece con un aura de rareza alrededor, lo que menos le apetece es que la gente sepa que tiene en su casa un cráneo humano. Y no solo eso, sino que ha crecido considerando a la “criatura” un habitante más del hogar, al que semanalmente se le enciende una vela y se le dota de agua, vino, coca y cigarrillos.
Una persona puede ser todo lo escéptica que quiera, pero cuando crece escuchando movimientos raros en la casa de madrugada; cuando, siendo niña, ve cómo su tía entra corriendo a medianoche al dormitorio de su abuela, alegando, aterrada, que la ñatita no la deja dormir y que no deja de mover las sillas del comedor; cuando la primera recomendación que le hacen cuando tiene pesadillas con don Manuelito es que le hable en tono firme para que no sea tan travieso, es muy difícil mantener el escepticismo. Si habita una casa en la que todos escuchan las voces de los muertos o los ven circular entre los diferentes ambientes, una casa en la que los gatos suelen sentarse a bufar mirando hacia el mismo punto del infinito, es muy difícil no aceptar ese pacto casi ficcional, esa suerte de convención de realidad, y no asumir que se vive en medio de un mundo de realismo mágico.
—Ustedes viven como en dos mundos, como en dos realidades superpuestas que se entrecruzan a cada paso —fue una de las primeras cosas que me dijo Mariano cuando nos conocimos, recordándome de paso la proximidad con que mi familia y varios amigos comprendemos la relación con tradiciones y costumbres que podrían parecer extrañas a alguien externo a nuestra intimidad. Pero la mirada de Mariano no es para nada la misma que la de personas más cercanas a mi entorno.
“Ay, Lou, pero qué vas a saber tú de ñatitas. Tendrías que empezar a investigar”, me escribió una amiga cuando le comenté que estaba escribiendo una novela que involucraba a dos de ellas. “No creo que nadie se refiera de esa forma a una ñatita, creo que al ser un ente al que se le rinde culto, se tiene que mantener algo de respeto”, me escribió otra de ellas cuando le mostré algunos borradores en los que mi personaje discutía de igual a igual con su ñatita. Ambas tenían puntos válidos, el tema estaba en que, primero, llevaba varios años investigando sobre el tema y, segundo, había crecido escuchando cómo mi abuela y mi tía “reñían” a don Manuelito para que las dejase dormir o le reclamaban porque no estaba cumpliendo su función como protector de la familia.
Entender desde fuera una tradición vinculada con una práctica religiosa es complicado: ya sea el culto que se le rinde a un cráneo humano en ciertas regiones de Bolivia, el fervor que involucra la peregrinación anual por el camino de Santiago en España, o las visitas a la gruta de Lourdes para acceder a un chorrito de agua milagrosa que, se dice, tiene el poder de curar todas las dolencias humanas. Quizás sea porque, al final, aquello que involucra una práctica religiosa tiene más que ver con cuestiones de fe que con una comprensión racional de la misma.
Cuestiones de fe
Para cuando el libro La Paz y la muerte (2022) se publicó, Mariano ya había visitado a Sandrita e incluso se había visto incluido en el preste en honor a ella que se hizo el 8 de noviembre, fecha en que se celebra el Día de las Ñatitas. Es más, la había invitado a la segunda presentación que se organizó para el libro, esto a través de su cuidadora, la señora Ely. Sin embargo, aun cuando habían confirmado su asistencia, ni Sandrita ni doña Ely llegaron.
—Te dejó plantado, ¿no? —Mi intención no era molestar, pero la mirada vidriosa de Mariano, ciertamente triste, me hizo saber que, aunque hubiera sido sin intención, había tocado una fibra muy sensible para él.
—No vino —atinó a responder.
Durante toda la presentación yo lo había visto dirigir, de cuando en cuando, la mirada hacia la puerta del auditorio, buscando, al menor movimiento, el aviso de que ella había llegado. No quise decírselo en ese momento, pero pensé que probablemente lo correcto hubiera sido que él fuera a recogerla. No se lo dije para no continuar echando sal en la herida.
Nunca he sabido bien cómo llegó a casa. Sé que estuvo desde antes de que yo naciera. Crecí escuchando historias sobre él, tanto como las otras que contaban mis abuelos y que intercalaban cuentos sobre animales o seres fantásticos, como sirenas, con esas otras que narraban momentos históricos que les había tocado vivir. Crecí escuchando a mi mamá contar cómo, cuando ella era universitaria, regresó tarde a casa un par de veces, con miedo porque en el barrio existía una pandilla que era de temer y que, si bien eventualmente tuvo como regla de oro no atacar a los vecinos del barrio, al principio no le interesaba quién fuera el incauto que se atravesara en su camino. Mi madre había sentido miedo al notar que la seguían y había entrado al callejón en el que está nuestra casa, imaginando que la distancia entre la esquina y la puerta era tan, pero tan grande, que le sería difícil cubrirla sin ser alcanzada por sus perseguidores. Ella los había escuchado detenerse en seco y dar media vuelta para alejarse y había notado claramente cómo el perfil de un hombre salía de la casa. Aliviada, apresuró el paso para colgarse de su padre, mi abuelo, imaginando que era él quien, seguramente preocupado por la demora de la hija, había salido a esperarla. Pero, al llegar a la puerta, se encontró con que no había nadie, es más, mi abuelo ni siquiera estaba en la ciudad. Crecí con la certeza de que ese perfil correspondía a don Manuelito y que era él quien se había preocupado de cuidar a mi madre y, después, a mi tía.
El único problema radicaba en que también supe desde siempre que era parte de la cabeza de un ser humano fallecido. Lo supe porque, siendo muy pequeña, de tres años quizás, alguien tuvo la magnífica idea de adosar el estante de libros a mi cama (para que no me cayera al dormir) y en ese estante, además de estar don Manuelito (en el nivel más bajo), estaban las hermosas enciclopedias de mi abuelo, libros cuyo encuadernado de cuero y letras doradas en la tapa y el lomo, me atraían como la luz a los insectos. En ellos descubrí, mediante imágenes primero y, cuando aprendí a leer, a través de los textos que las acompañaban, los ritos funerarios de varias culturas y nociones básicas acerca del cuerpo humano. Así comprendí, de forma casi brutal, que dormía cada noche junto a la cabeza cercenada de un cadáver. Pero que, irónicamente, era quien me protegía de cualquier daño que otros seres quisieran hacerme.
“Pedile a don Manuelito”, recomendaba mi tía, ya cuando entré en la adolescencia, y la escuché tantas veces que, aún ahora que ya ha fallecido, recuerdo demasiado bien sus palabras: “Bautizas tu cigarro y le fumas, y haces fumar al sapito de madera de la casa. Para que la boca les florezca a los que te lo hablan. Para que las manos y la cara se les llenen de ronchas a los que te roban. Para que los cuerpos de los que te tienen rabia se enfermen. Para que mientras más maldades te hagan, más les duela a ellos. Pero nunca seas vos la que haga daño”. Y yo, que ya me definía como atea, que ya habitaba un cierto escepticismo, la obedecía sin chistar, tal como había obedecido cuando me tocó hacer la primera comunión, tal como obedecía cada año cuando tocaba llevar a las figuras del Niño Jesús a la misa anotada por la familia.
La yapita
“¿Estás segura de que es la Hakima la que te está molestando?” pienso, sin atreverme a formular el comentario a Roco. Hakima es la ñatita de Silvia Rivera, gestora y creadora del proyecto del Colectivx Ch’ixi, espacio del que Roco es parte y en donde se hicieron, primero, la celebración a Hakima el 8 de noviembre y, después, la segunda presentación de La Paz y la muerte. Pero en ese momento, en las previas de la presentación, con la presencia de Sandrita ya anunciada (aunque al final no llegó), se me ocurre que es quizás esta otra la que esté reclamando atención, pidiendo que se tomen previsiones para su llegada, quizás tanteando el espacio al que ha sido invitada. Y se me ocurre porque, luego de más de tres décadas con un miembro de la familia como don Manuelito, me es inevitable pensar con la lógica de quien ha vivido entendiendo ese otro mundo como suyo también y que tiene espacio para los celos, para los miramientos, pero también para la protección, la defensa y los lazos familiares (a veces tóxicos, a veces amorosos).
Después de todo, finalmente, estos también son misterios de (esa otra) fe.