Fútbol y Locura

Óscar Martínez nos cuenta acerca de algunas ocasiones en que el fútbol y los hospitales psiquiátricos compartieron un espacio en su vida en un texto donde todo puede pasar.

Ronaldo Nazário de Lima la estaba rompiendo en el Barcelona el año 1997. Eso lo recuerdo muy claramente, porque ver los partidos del Barca en el mediano televisor de la sala de espera del venerable Hospital Psiquiátrico de la calle Villalobos en Miraflores, era toda una experiencia de locura y tensiones neuróticas compartidas, difíciles de vivir en cualquier otro lugar. Me atrevería a decir que, a pesar de estar en los semestres iniciales de la carrera de psicología, mi interés por los hospitales psiquiátricos, nació en ese entonces.

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De una forma u otra, el futbol logra infiltrarse en diferentes aspectos de la vida. /Foto: Pixabay

Nunca fui muy amigo de los hospitales ni de centros de salud, enfermerías y otros similares porque ver sangre, pus, heridas expuestas me causaba cierta indisposición, eso sumado a una muy aguda sensibilidad que siempre he guardado con respecto a los olores, y ese era el caso del Hospital Psiquiátrico de la Caja Nacional de Seguridad Social. Los años de funcionamiento del Hospital, le había pegado una horrible pestilencia que se sentía hasta el último rincón de sus ambientes. Un hedor producto de la acumulación añeja de humedad y falta de mantenimiento, mezclada con la grasa que manaba a diario de la cocina y el olor tan peculiar y químico de medicamentos varios que es tan característico de los centros de salud, creaba un ambiente denso y cargado de aromas que espesaban el aire y lo hacían irrespirable. Toda esta mezcla, resultaba siendo un castigo para mi sensible olfato (que por ese entonces creía de perro), así que hacía lo posible para que mis visitas para realizar prácticas hospitalarias de ciertas materias, duren lo menos posible.

Y duraban poco, realmente. En cuanto podía, metía mi mandil blanco en la mochila y ponía los pies en polvorosa y así fue durante casi todo un semestre, hasta que un sábado por la tarde me hice fan de Ronaldo Nazário y sus fintas endiabladas con las que arrasaba en el Barcelona de finales de aquellos lejanos años noventa. Ese sábado, inolvidable, esperaba en la sala de visitas por la carta que me liberaría de tener que ir al hospital hasta que terminen las vacaciones de invierno y en la espera, sentado pacientemente con los internos a los que conocía superficialmente, vi que los enfermeros encendían el televisor y sintonizaban el partido con todo el entusiasmo de quienes esperaban un gran espectáculo. Y de pronto apareció Ronaldo en su hermoso uniforme KAPPA blaugrana haciéndonos delirar a todos. Yo diría, aunque desdeñe toda situación paradójica para el caso, que el ambiente era toda una locura. 

Y entre goles y silbatinas, conversando con varios de mis compañeros de jornadas futbolísticas con los que compartíamos el fanatismo por Ronaldo, me vine a enterar que esa fue la casa en la que el Presidente Busch, (el glorioso Centauro del Chaco) se suicidó en la madrugada del 23 de agosto de 1939, mientras aún era presidente de Bolivia. 

Ese asunto me dejó con muchas preguntas rondándome por la cabeza. ¿Y si de verdad eso que decían ver los psicóticos señalando hacía el vacío no era una alucinación, sino el espectro melancólico de sien sangrante del presidente Busch? Seguramente era el fantasma que todos decían haber visto más de una vez paseándose por la enfermería y los pasillos del segundo piso.

Un chico alemán, alto, flaco y pálido como un muerto me dijo que vio al fantasma de Busch y que también charló con él ahí mismo, en su habitación un domingo a las seis de la tarde. Por supuesto que no le creí. Era un tipo interesante Peter el chico psicótico alemán, aunque ciertamente el fútbol y Ronaldo era lo que menos le interesaba en el mundo. Lo que le gustaba eran las cosas místicas, los viajes con San Pedro y otras drogas. De a poco nos hicimos amigos. Me contaba de los años que vivió recluido con una secta con la que hacían meditación en Canadá y también me contó de las voces, que él sabía que venían de otros lugares, afuera del planeta, cuando se perdió en la inmensidad de un bosque en Alberta. Parte de su terapia era practicar basketball, cosa que hacíamos en el patio los sábados por la tarde después de ver el fútbol español.

Una tarde, tomando el sol después de jugar mecánicamente con la pelota de básquet por una hora, me preguntó cómo era la vida ahí afuera en La Paz, en el barrio de Miraflores. Preguntó cómo era la gente, qué se comía en los almuerzos. Me dijo que una de las cosas que más extrañaba era la Coca Cola. Más de un año que no se tomaba una Coca helada, uno de sus grandes placeres en la vida. Por supuesto que me vi conmovido en mi empatía y salí a comprar una lata de Coca Cola que le di a escondidas el momento de despedirme. Salí de los vestidores y escuché el timbre de emergencias, además de gritos, enfermeras y médicos corriendo por los pasillos y un gran escándalo en la cancha. Desde la ventana del segundo piso vi como intentaban quitarle la lata de gaseosa al Peter que después de beberla se había puesto a masticarla e intentaba cortar sus muñecas con los filosos restos de la misma. Había sangre por todas partes. Los médicos gritaban “¿Quién fue el idiota que le dio una lata a este interno?” Mientras lo arrastraban rumbo a la enfermería el Peter decía que fue Germán Busch el que le dio el refresco, mientras la gente, yo entre ellos, mirábamos con pena. Otro interno dijo que todo eso tenía sentido, ya que él también había escuchado a Busch hablar en alemán. 

Buscaba alivio por guardar mi terrible secreto que no me dejó dormir por unas buenas semanas, en las que dejé de ir a compartir las horas de fútbol en el hospital psiquiátrico.  Por vergüenza y sentimiento de culpa. Llegado el momento me confesé al venerable Dr. Oliva, mi profesor de Psicopatología, quien me escuchó y supo contener mis intenciones de abandonar la psicología.

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A veces se habla superficialmente de la locura, olvidando que es una palabra que designa algo que sucede en la psique humana y que se “estudia y trata” en los hospitales psiquiátricos. /Foto:Pixabay

Al siguiente semestre, cuando faltaban un par de años para que inicie el mundial Japón Corea 2002, nos llevó a todo el curso de Psicopatología II a pasar una semana en el Hospital Psiquiátrico de Sucre. Fui con mucho entusiasmo recordando mis tardes de sábado y fútbol en el hospital psiquiátrico de La Paz. Era la oportunidad de redimirme. Ni bien llegamos al inmenso Hospital “Pacheco”, pude ver a un catatónico atado a una silla en el medio de un salón gigante, con un ventanal por donde muy a menudo se lanzaban a la libertad de la muerte los compañeros esquizofrénicos en su fase de defecto. 

También fue impactante ver al chico con diagnóstico de psicosis por consumo de alcohol que se empezó a masturbar debajo de la mesa cuando le estaban haciendo un examen mental. Poco antes, le estaban aplicando el Rorschach y cuando le preguntaron que veía en la lámina del padre, dijo ver claramente a un paquidermo equidistante con un pene enorme y que si lo sabía y estaba convencido de ello era por el olor y el frío. 

Un día de aquellos, después del almuerzo, se inició un partido entre la selección de Paraguay (que tenía la costumbre de aclimatarse en Sucre antes de jugar en La Paz por las eliminatorias del Mundial y entre los que destacaba Chilavert y ese jugadorazo el Colorado Gamarra, lateral del Milán de Italia) versus la selección de internos psiquiátricos del Pacheco. 

Los internos le ganaron a la selección paraguaya por 5 a 4 después de un partido arduamente disputado en la que un enfermero ofició como árbitro. Los internos se adelantaban en el marcador y luego los paraguayos reaccionaban y empataban el match (como decía el abuelo). 

En las graderías, un nutrido grupo de internos e internas alentaban a los locales usando sábanas como banderas, ollas como bombos y tapas de ollas como platillos. Los jóvenes estudiantes de la Universidad Católica de La Paz nos sumamos con entusiasmo a la barra bautizada en ese momento como "Los dementes del tablón" que junto con "Las chicas de La-Can" empujamos a nuestro equipo hasta la victoria final. Claro que eso no hubiese sido posible si es que ante cada gol paraguayo no nos hubiésemos sumado al resto de los internos de la barra que quería invadir la cancha amenazando con agredir a los seleccionados paraguayos por si intentaban ganar el partido. Cosa que luego aseguramos metiéndonos al campo para empujar la pelota al arco rival en festiva multitud de un equipo de aproximadamente 50 personas.

En ese entonces no había leído la psicología de las masas de Le Bone y no sabía nada de los mecanismos de sugestión y contagio y tampoco sabía eso que Freud había dicho hace casi un siglo: Hay que mirar a toda muchedumbre con mucha desconfianza. Después de eso ya sabía que fútbol y locura, muchas veces van de la mano.

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