Un domingo cualquiera
Son las cinco de la tarde de un domingo de 2018. Me dispongo a terminar la jornada en casa, tranquilo, compartir con mi familia, cenar, acostar a mis niñas para empezar mañana una nueva semana. El día estuvo agitado porque lo pasamos fuera de la ciudad, merecemos descansar.

En la puerta de nuestro edificio hay dos autos con habitantes de la vecindad de al lado, con las puertas abiertas, la música fuerte, decenas de botellas de cervezas alrededor, gritos y algarabía. Están festejando que terminó un campeonato de fútbol. Pacientemente, espero un tiempo prudente hasta que baje la bulla. Pero nada. Sigo esperando un poco más. Nada. No tengo opciones, vivo en el segundo piso por lo que escucho cada uno de los intercambios de afuera, mis hijas ya quieren acostarse. Cuando veo que el alcohol ha hecho lo suyo en aquel grupo, y que no tienen la menor intención de retirarse, decido llamar a la Policía. Procedo, marco al número de teléfono que sale en la publicidad oficial, donde se nos indica que los ciudadanos podemos hablar para recibir ayuda. No me responde nadie. Insisto varias veces sin éxito. Cambio de estrategia, entro a la aplicación en mi celular que, se supone, me contacta directa y eficazmente con la Policía. Nada. Repito, no sirve. Juego mi última carta.
Hace unas semanas, con mucha pompa, vinieron funcionarios a mi departamento e instalaron un botón rojo al lado del teléfono, nos dieron instrucciones muy contundentes: “Solo tienen que usarlo en caso de urgencia. Si alguien los está amenazando dentro del hogar con un arma, lo aprietan, fingen que todo está en orden, nosotros acudiremos en su ayuda ”. Sigo el procedimiento. Me devuelven la llamada, les explico la situación y me dicen que no pueden venir, pues las pocas patrullas domingueras están ocupadas. Tal vez envíen una unidad más tarde. Cuelgo con impotencia y frustración. Solo atino a poner en mi cuenta de Facebook un mensaje como tirando una botella al mar con un papelito dentro: “En la esquina de mi casa unos tipos están con las puertas de sus autos abiertas, con música a todo volumen y cheleando. He llamado a la Policía y no viene nadie. Patético, los ciudadanos de este país no tenemos a quién acudir”.
Media hora después de mi llamada y mi intervención en redes, llega una patrulla y la cosa se pone caliente. Se estacionan en la puerta, se bajan y van a hablar con los borrachos. El diálogo no prospera, salen de las casas más personas envalentonadas y empiezan a agredirlos. Son dos contra una veintena, entre varones y mujeres. Los más agresivos se acercan a la patrulla y rompen los retrovisores a golpes. La pareja de oficiales se separa, están aturdidos y en desventaja. Irrumpe un aguerrido vecino con el torso desnudo y un machete en la mano, y le pega un machetazo en la oreja al uniformado, quien al recibir el golpe se agarra la cabeza con las manos, se agacha, sube lastimado al coche y huye rápidamente mientras el otro policía saca su pistola, pega dos tiros al aire y sale corriendo perdiéndose por la avenida transversal.
Estoy impactado con el episodio, indignado. En un arranque de rabia, con toques de irresponsabilidad y estupidez, filmo todo lo sucedido y lo subo inmediatamente a mi cuenta en Facebook. Media hora después llega, ahora sí, un cuerpo policial bien montado e interviene violentamente la fiesta callejera. Ahora ellos son la veintena de uniformados con coches, luces y sirenas. Es el momento de gritos y golpes parejos. Entran pateando botes de plástico y disparando balines. Más que un operativo profesional, parece una pelea de bandas de barrio. Los fiesteros responden con puños, les gritan: “Muertos de hambre, los vamos a madrear”. Con mucho esfuerzo, los policías entran al callejón de la vecindad y sacan a uno de los agresores enmanillado. Se van, pero la calma está lejos de asomarse. Sigo filmando y compartiendo mi rabia en internet. Antes de la media noche escribo un mensaje en mi muro virtual para informar cómo está todo y en atención a quienes me enviaron mensajes manifestando su solidaridad: “Llegó la paz, esta ciudad es terrible, el país se cae a pedazos. Algún día escribiré Crónicas para sobrevivir en la Ciudad de México (pensando en Jorge Ibargüengoitia, claro), y ahí contaré todo lo que sucede en mi vereda. No es la primera vez, pero ya terminó lo peor. Gracias a todos por sus preocupaciones”.

En la noche, vivo mis cinco minutos de fama. Mi video es reproducido decenas de veces y es el insumo del noticiero central nocturno ―uno de los más vistos―, citando la fuente y mi nombre completo. Me llaman varios amigos de toda la república preguntándome si estoy bien. El lunes la tensión continúa. Un periodista me contacta y me pide una entrevista, ya más sereno le explico que sería una insensatez. En la tarde, mis vecinos agresivos siguen siendo noticia. Cuando uno de ellos es llevado preso a la Procuraduría, acuden varias familias a su rescate, entran a las oficinas públicas gritando, amenazando, rompiendo papeles y tirando computadoras al suelo, lo que queda filmado en las cámaras de seguridad. El noticiero transmite las imágenes, usando también mis videos del día anterior. Cuando termina el show mediático, empieza mi propio calvario.
Pasa lo obvio. Los vecinos empiezan a mandar mensajes tenebrosos. En el grupo de WhatsApp del edificio reenvían un texto: “Tengan mucho cuidado porque están buscando al que subió el video”. Me informan que saben que soy yo el responsable y que repiten entre ellos: “La van a pagar, lo vamos a matar”. Desde ese día cambiamos el protocolo de salida en casa. Ya no vamos a pie a ningún lado, solo en coche. Antes de entrar, llamo a mi esposa para que me espere con la puerta abierta y que vigile desde la ventana. Se acabaron los paseos caminando y salir a correr en la madrugada. Nos empiezan a lanzar miradas agresivas y comentarios fuertes cuando pasamos en auto con las ventanas abiertas: “Estos son los periodistas”. Nos atacan, nos intimidan. Son semanas de vivir con miedo, con cautela, esquivando encontrarnos con ellos. Una de esas noches, viene una amiga a visitarnos, cuando se va, la acompaño a su coche estacionado a unos metros de la puerta. En la vereda se encuentran algunos de los del lío del otro día; mientras paso me dicen: “Este es el que grabó, si a mí me filma yo le voy a reventar la cabeza”. Al poco tiempo, la agresión ya no es solo de los que estaban en la trifulca del domingo, sino de quienes viven en mi propio edificio, me acusan de haber puesto en riesgo la seguridad de todos.
Todo acontece a unos meses de un largo viaje que debo realizar fuera del país. Entre la preparación para el desplazamiento, atravesado por tanta violencia cotidiana, decido vender el departamento antes de partir. No hay otra, la autoridad no puede protegerme, estoy a merced de los mafiosos de barrio que controlan la salida de mi casa y no disminuyen su hostilidad sistemática y sostenida. Otra vez se mueve lo que alguna vez consideré definitivo, otra “definitividad” como llamamos en el código universitario a tener un puesto fijo en la academia. Cuando compré este inmueble lo hice pensando en que iba a quedarme ahí por una larga temporada, creí que ese iba ser mi lugar de paz, y ahora solo quiero deshacerme de esa carga. En un domingo cualquiera, se cierra un ciclo. Hago mis maletas. Es tiempo de partir.