Canción de día de muertos

¿Cuál es el punto de encuentro entre Colcapirhua y Comala? ¿Cuáles los registros que evocan en ese poblado ficticio al real en la memoria del autor? A partir de la enfermedad, México y sus lecturas, Claudio Ferrufino nos aproxima a pensar el cuerpo y, desde allí, enfrentarnos a la muerte. Una muerte traviesa, no definitiva, una muerte que algo (mucho) tiene de texto de Rulfo.

Confuso, me describiría así, mareado, ilusorio, metafísico. Enfermo. Agonizante; flor de tarde quemada por hielo. Colores de Oaxaca, flor de azalea. Juchitán, Chiapas, cruces verdes y espantosa muerte con aroma santo. Leo a Rosario Castellanos, trastabillo, el mole se torna negro, piedra muele a piedra, molcajete inmemorial donde con mi sangre preparo salsa hasta hacerla espesa, greda dispuesta a cacerola, transmutación del barro. 

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En el desierto oaxaqueño, en las sequías de los sembradíos cochabambinos, aún la sangre parece estar hecha de tierra. / Ph. Marion en Pixabay.

Pienso en el Cónsul de Malcolm Lowry. No he visto tanto México y tanto lo siento. Rulfo me suena a sosías antropófago. Nos devoramos, sabemos que en nuestras venas corre sangre de tierra. Lo percibo en Colcapirhua, Cochabamba, debajo de una pirca que protege cochinos para el chicharrón; en Juchipila, volando por encima de los alaridos de los tarascos, de los indios cocas y los zacatecos. Me di cuenta cuando dentro de ti, Francine, vi nuestras pieles como ropa de arlequín. Entonces supe que entre los dos había más que una fuga, que un vuelo de avión. Cada quien con sus muertos y sus vivos. Podría no ser importante, lo podríamos obviar, pero vive allí como bomba de tiempo, mecha encendida, bala perdida. Entonces me senté con Rulfo a la vera de la cuesta (Sayula) y nos dijimos que era tiempo de permitirles irse, que el peso de nuestros rostros de ídolo será en cualquier hora insufrible carga y que no debiéramos llenarlas de innecesarias cadenas. Salud, Juan, le dije, y nos pusimos a reír acerca de qué pomada era mejor para que no dolieran las balas. Un rey zope atravesó el cielo; no era el Concorde, no, estoy seguro. Luego dormí.

Despierto, estoy cansado. La garganta ha tomado color de lava. La peste se enrosca en las piernas y no sé si quiere picarme como sierpe o besarme. Quito la fiebre con toallita mojada; el pincel delgado traza líneas coloridas sobre el alebrije. Me escribió Zinaida ¿lo hizo? ¿O escuché a Leonardo Favio cantando una vieja canción colombiana de nombre similar? Erba di casa mia, las hierbas de casa. Ahora que lo pienso, en medio del delirio hablaba con mi madre para que preparase llajwa sin quirquiña, porque siempre la odié. Si el pantalón o los zapatos la tocaban en el patio, el olor quedaba pegado por varios días. Muy apreciada en Bolivia, en México le dicen pápalo (del náhuatl papalotl, mariposa). Es una de las muy pocas cosas de la ancianidad que no amo. Será esa gota de sangre vasca que antes de perder su corazón azul a los dioses sangrientos olió el papaloquelite y me heredó aquel miedo asco. Porque paradójico como resulte soy de aquellos que esgrimió el jade cortante y sufrió el embate del pedernal en las arterias. Los muertos vivos.

Tengo que cortar zanahorias para el guiso y caigo en cuenta que trocé los dedos. No es que difieran mucho, hasta textura parecida. El dedo meñique, zanahoria púrpura; el índice ya doblado por la artritis se asemeja más a un delicioso parsnip. ¿Ves, Juan?, le digo a Rulfo, este nuestro canibalismo atávico. Sonríe el maestro, y toma fotos de cuerpos muertos a la vera de los caminos. Nunca deja de ser tiempo de sacrificio acá, susurra. Mueve el brazo de un cadáver para captarle la sonrisa. En un par de días serán calaveras de azúcar para las hormigas. El rey zopilote vuelve a dividir las nubes y estamos ambos de acuerdo en que no es superhéroe gringo. He decidido no cocinar los dedos. Los planto en el suelo seco y añado un par de litros de sangre. Con suerte vendrá un vergel. Los antiguos instrumentos de viento suenan invocando. El didgeridoo de los nativos australianos, el erke del sur boliviano y de los lambayeques del Perú: la trutruca mapuche. Caracoles de la costa purépecha, muy ligados a la tradición andina del mullu-pututu. Sonido y color. Arte y muerte. 

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El sonido profundo del didgeroo parece hecho a propósito para acompañar los ritos de los hombres. / Ph. Nicolae Baltatescu en Pixabay.

Gotas de sudor sobre el teclado. Este piano de textos va a fundirse así. Trato de secarlo. Digo piano porque es mi manera de hacer música, ligar palabras. Aunque hoy, como fallido cocinero, tendré que escribir con los codos, pero, en sentido figurado, ¿qué texto que no se respete no ha sido escrito por muñones? Amor y dolor, placer y desgarro. Brillante polvo de Spondylus. Encima de la biblioteca yo guardaba un hermoso Nautilus, negro y rojo, al lado de un sextante para insuflar aire marino a la montaña. En una de las varias carpas gitanas que tuve, que fui dejando por caminos con señales de nombre de mujer. No llevaban ellas a ciudades sino a piernas y hacia ellas dirigía mi carreta. El tornado tamaño cinco, el más grande, que siempre me persiguió, iba alimentándose con lo que dejaba: nautilus, awayos, guardianes del Orinoco, monedas polacas. Engullía todo y cuando abro la persiana está allí, aguardando por el resto, sabiendo que desnudo no cargaré nada conmigo. No lo necesitas, sugiere su hambre, pero yo voy a nutrirme de tus sueños. De ellos necesito para arrasar campos y eriales.

¿Te das cuenta, Pedro Páramo, que salida no hay? Pero, aunque lo sé… me niego al gris. Si he de terminarme que sea en lecho colorido, al ritmo de la Sandunga, y con la Llorona cariñosa.

11/11/2022 (Día de la liberación de Kherson)

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Hay una dimensión casi festiva en la interpretación que de la muerte se hace en Latinoamérica. Una dimensión que la admite como continuación de la vida misma. / Ph. Amy Z en Pixabay.
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