Navidad
Ya con las fiestas de fin de año bastante cerca y los comercios dedicados a la muestra de sus respectivas novedades traducidas en juguetes, adornos e iluminación en torno a un ícono navideño como es el árbol, se me ocurre pensar en el origen de la popularidad de dicha presencia y deducir nomás que es otro símbolo de la penetración cultural a que estamos sometidos.
Antes del advenimiento de dicho símbolo, la navidad se celebraba en torno a un túmulo que representaba el nacimiento de Jesús en un pesebre rodeado de ovejas, algún pastor, los padres del niño y todo aquello que la creatividad popular podía hacer al respecto: casitas con luz, vehículos, espejos que simulaban lagos, cisnes, patos, peces, barquitos, musgo y ramas, en un conjunto barroco iluminado por decenas de focos de colores intermitentes que le concedían al espacio un aire festivo, a veces matizado por la presencia de niños cantores de villancicos que, a tiempo de celebrar el advenimiento, se embolsillaban alguna ratería.
Todo ello y de pronto fue sustituido por la presencia de algo que al correr del tiempo se hizo parte central de la celebración: el árbol del que ya habíamos hablado.
Obviando su origen medieval, se puede entender que la gran difusora de este ícono es la cultura anglosajona mediante sus ingredientes religiosos, que nos contagian el sueño de una navidad con nieve, muñecos y toda la parafernalia propia del hemisferio norte, incluidos los colores e imágenes de la Coca Cola.
Desde entonces, ya no era el niño Jesús el espíritu benefactor sino el tal Papá Noel o, peor todavía, Santa Claus. Era él quien dejaba paquetes al pie del árbol y a quien había que dejarle una taza de leche, concordando con los modelos establecidos por las revistas o la televisión.
Supongo que con los cambios de eje cultural dominante, nuestro nuevo espíritu navideño llegará con traje de samurai o algo parecido, para felicidad de los niños y asombro de los adultos.