Las abandonadoras
Escribo esta columna desde mi pequeño departamento en Cochabamba, antes he tenido que pedirle a mi marido que se lleve a nuestra niña de quince meses al parque, o donde quiera que sea, por al menos dos horas, que es el tiempo que creo que me tomará escribir el primer borrador de este artículo.

De no ser madre, probablemente habría escrito este texto en tres o cuatro sentadas en tardes dispersas con el espacio y la calma necesaria. No habría tenido que echar a mi marido de casa, y con total seguridad lo hubiera hecho desde la comodidad del silencio de mi piso en Barcelona. Pero el hecho fáctico e indiscutible es que soy madre. Para más INRI, madre primeriza a los cuarenta y tantos y de un bebé que tiene tanta energía como un tornado caribeño que va saltando de isla en isla sin perder su fuerza sino al contrario, ganándola. Un bebé capaz de despertar diez veces durante la noche y levantarse al día siguiente como una rosa, mientras su madre, que ha decidido no renunciar a casi nada, aunque a los efectos ha desistido a mucho, se levanta cada día a las cuatro de la mañana, “beneficiada” por las maravillas del teletrabajo que le permite pasar unos meses en Bolivia y otros tantos en España, intentando palear los destrozos de la distancia, jugando al equilibrista para que abuelos, tíos y familiares disfruten por igual, o al menos un tanto cada uno, de la única nieta de la familia; todo esto bajo el pesado costo de dormir poco, o casi nunca, y de llevar una vida lo más parecida a la de los zombis. Mi bebé y yo somos un tándem en eso, nuestro lema de vida es: dormir está sobrevalorado. Sin embargo, admitámoslo, ella lo lleva mejor que yo.
La fotógrafa alemana Sara Fischer explica en su libro: La Mentira de la felicidad Materna, que tras embarazarse pasó de viajar por todo el mundo a quedarse en casa cuidando de su hija, una opción cada vez más en boga en Europa, donde las mujeres poco a poco están optando por regresar al seno del hogar a favor de una maternidad intensiva y, como ellas mismas denominan, respetuosa con la infancia. Describe así lo que obtuvo a cambio: “incontinencia, aburrimiento, sobrepeso, pechos caídos, falta de sueño, atolondramiento, cansancio, pérdida del deseo sexual, falta de ilusión y un largo etcétera de cosas malas”. Algo parecido a lo que me pasó a mí durante las dieciséis semanas de baja maternal, el estándar en España, que me tomé tras el nacimiento de mi hija. Pero no fue siempre así, la vida posparto fue admisible e incluso diría feliz mientras duró la cuarentena y mi marido permaneció en casa con nosotras. Tan pronto como él regresó al trabajo y me vi sola con una niña que apenas conocía en brazos, me di cuenta que pasarme el día sufriendo de calor, era verano, con un bebé recién nacido que no disfruta del sol ni de la playa, ni siquiera del jardín porque su única actividad se concentraba en comer, llorar, hacer sus necesidades fisiológicas, volver a llorar, dormir (a ratos cortos y cada vez menos) y finalmente volver a llorar, no era, y yo sabía que nunca había sido, mi definición de mujer realizada.
Lo curioso es que estaba feliz y a la vez triste, feliz y estresada, feliz y cansada, feliz y aburrida, feliz y horrorosamente sola, era y, todavía un año después, soy algo así como la Dr. Jekyll & Mr. Hyde de la maternidad. No importa cuánto sufra, y hay momentos en que el cansancio y el estrés me ganan cada mañana, pero siempre espero con ansias que mi pequeña despierte para poder abrazarla y darle un beso. Sin embargo, en aras de recuperar la cordura decidí, más pronto que tarde, volver a trabajar antes de lo esperado. Eso me devolvió el aliento, eso y seguir leyendo libros, aunque fuera a las tres de la mañana en un precario Kindle instalado en mi móvil.
Ahora que estoy en Bolivia lo de leer a las tres de la mañana se ha transformado en leer a las doce de la noche y solo durante media hora porque de lo contrario levantarme a las tres cuarenta y cinco de la madrugada, para cumplir a distancia con el horario laboral europeo, sería materialmente imposible. Las horas de sueño se han hecho aún más escasas, los momentos de distracción son casi inexistentes y mi vida social ha quedado reducida a visitas diarias a la casa de mis padres.
Mentiría si no dijera que muchas veces el cansancio y el agobio por no poder llegar a todo, me lleva a pensar, dramáticamente, en abandonar a mi familia. La idea de que si hoy decidiera abandonar a mi hija ella terminaría olvidándome en el lapso de unos días, me aterra y me atrae a partes iguales. Es un pensamiento cruel, soy su madre, he trastocado mi vida, una vida en la que estaba cómoda y feliz por una suerte de existencia en la que la mayor parte del tiempo solo cabe mi amor, mi pensamiento y mi tiempo con ella, tanto que por mucho que la abandonara estoy segura que ella seguiría en mi memoria hasta el último día de mi vida. Sin embargo, volviendo al punto anterior, soy consciente de que si yo desapareciera de su vida, mi recuerdo se iría tal y como desaparecen los recuerdos en los niños pequeños, es decir en un plis. En menos de lo que canta un gallo, ella olvidaría mi rostro, mi voz y cualquier otra cosa que yo le recordara; todos los sacrificios y las noches en vela, así como los momentos de alegría y absoluta plenitud que pasamos juntas estos quince meses quedarían arrasados por completo ante la avalancha de años y de experiencias que su pequeño cerebro acumularía con el tiempo. No, este no es un pensamiento halagador, al menos no lo es para el prototipo de madre insustituible y sufridora que nos han inculcado desde pequeñas y que pervive en nosotras por mucho que llevemos el bastión del feminismo en alto.
Las madres y también los padres somos sustituibles, los hijos en cambio no. Sin importar si nos quedamos a su lado o si los abandonamos, nos habrán dejado la vida marcada para siempre, una vez que se materializan, los hijos permanecen. Los hijos son, no importa dónde estén o estemos nosotros, los hijos son. Las madres en cambio, y ya no digamos los padres, se desdibujan con los años de ausencia, hasta quedarse en un resquicio de frases hechas.

La aventura, dice Sara Ruddick, es una idea esencialmente libre de madres. Las madres están hechas para dar seguridad, confianza y sostén; ninguna de esas palabras calza con la de aventura. Las buenas madres son el lugar seguro. ¿Pero las malas madres qué son?
Una tarde, hace ya algunos meses, mi marido y yo dejamos a nuestra niña con unas amigas, Dios bendiga a las amigas, y nos fuimos al cine. La película escogida fue The Lost Daughter. Al terminar la película y comentarla con “J”, me di cuenta que ambos habíamos vivido la historia desde dos perspectivas totalmente distintas. El argumento de “J” estribaba en que era imposible conectar con la protagonista debido a que se trataba de una mujer amargada, una mujer con profundos problemas emocionales pero, sobre todo, había sido una mala madre y esto, lo sabemos todos, era lapidario. No solo se había enamorado de otro hombre, me decía “J”, sino era perdonable, incluso entendible; lo terrible era que había abandonado a sus hijas y peor aún, durante el tiempo anterior al abandono, no había sabido conectar con ellas y tampoco parecía quererlas. La niña estaba desatendida, me decía “J” recordando una escena que para él había sido reveladora, ella lo estaba porque decidió escribir encerrada en su despacho, así que a la niña le pasaba lo que les pasa a todos los niños desatendidos, sufren un accidente, se caen o se cortan, o ambas cosas a la vez. Y ella, ella que debería sentirse culpable, que debería empatizar con el dolor de su pequeña ni siquiera era capaz de consolarla, ¿qué clase de persona, olvidemos a la madre, haría eso ante un niño que llora? Por mi parte, lo que había visto era la historia de una mujer atribulada, una mujer sobrepasada por los mandatos de la maternidad, una mujer que tenía el talento necesario para llegar lejos en su vida profesional, una mujer al fin y al cabo, con todos los deseos y aspiraciones de cualquier hombre, pero cargando, bajo los hombros, toda la responsabilidad que la sociedad impone a las mujeres en maternidad. Lo que quiere decir que lo que se esperaba de ella no era una profesional exitosa, sino una madre que derrochaba amor incondicional, devoción por sus vástagos, habilidad innata para los cuidados y capacidad de sacrificio y sufrimiento extremo. Me pregunté si acaso era cierto que lo entendible de la historia fuera que una mujer-madre se enamorara de alguien y dejara a sus hijos, me pregunté una y mil veces durante esa noche, y las siguientes, si acaso de no haber abandonado a sus hijas, las escenas donde ella perdía la paciencia con las niñas o simplemente no conectaba con las emociones de sus pequeñas, no se habrían suavizado antes los ojos de “J”, que al fin y al cabo eran los ojos de muchos. ¿Qué clase de madre no empatiza con sus hijos? ¿Qué clase de madre abandona a sus hijos?
Al final de la conversación, “J” me preguntó cuál había sido mi escena favorita. No lo dudé ni un instante, la misma que en el caso de la película Cinco lobitos, le dije. En algún punto alguien confronta a la madre abandonadora y le pregunta: “¿cómo hiciste para salir de ese espiral de estrés, cansancio, melancolía, frustración y agobio?, ¿cómo hiciste?” Y la respuesta es: “Abandoné a mis hijos”, entonces el interlocutor sigue: “¿y luego qué pasó?, ¿qué pasó durante esos años en los que permaneciste lejos de ellos?”. “Fue maravilloso…”. “Entonces, ¿por qué volviste?”. Y ocurre un silencio corto, apenas un aliento y el brillo de sus ojos: “volví porque soy madre y son mis hijos”.
Nota: el presente texto está basado en la lectura del libro “Las abandonadoras” de Begoña Gómez Urzaiz, publicado en España en mayo de 2022 por la editorial Destino.