El caro precio del sabor salvaje

¿Qué tienen de especial los restaurants gourmet? Andrea Puente explora esta pregunta en un texto donde narra su visita al Boragó, uno de los mejores restaurantes de Latinoamérica, donde, contra todo pronóstico, no te ponen platos ni sabores usuales, sin que te obligan a comer como lo haría un oso.

Comer un arbusto con las manos, en silencio, sentada entre el público, cerca al escenario que es la cocina del sexto mejor restaurante de Latinoamérica, el mejor de Chile, se hace más interesante al recibir la instrucción de hacerlo como lo haría un oso. Así inicia el viaje de trece pasos hacia una aventura de sabores salvajes en Boragó. 

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La comida gourmet tiene aspectos eclécticos y sabores variados, la experiencia no siempre es la esperada, pero a veces la exploración hace al viaje. /Fotografía: Pixabay.

Al pensar en los mejores restaurantes de Latinoamérica, uno pensaría en comida deliciosa. Y en eso hay más razón de la que parece obvia: la comida debe ser sabrosa y placentera, ante todo. En especial en un lugar que lleva más de quince años en las noticias y con una trayectoria en ascenso. El 2021 entró a la lista de los “50 Best Restaurants” de América Latina y este año tomó el sexto lugar en la misma lista. Pero, ¿es en verdad rica la comida ahí?

En un contexto de capitalismo avasallador y crisis climática, uno en el que la elección de alimentos en el plato significa mucho más que el acto de alimentarse, comer con placer y libertad es una forma de rebelión. La consciencia no radica en el hedonismo, sino en la lucha contra estereotipos e imposición de sabores simples. También está en la posibilidad de conocer el origen de los alimentos, porque el sabor de la realidad, de lo salvaje, está más allá de la simplificación alimentaria. 

Y el contacto con la diversidad de la tierra puede estar mediado por productores locales, puede generarse en un viaje de recolección o puede tener un precio con el que se podría justificar la alimentación de una familia pequeña por una semana. Esto último es lo que ofrece Boragó, aunque dice también facilitar los otros dos tipos de contacto. 

Con dos semanas de anticipación, hice una reserva para una persona en el restaurante ubicado en Las Condes, uno de los barrios más caros de Santiago de Chile. El único horario disponible era para un martes a las 17:30. A los pocos días me contactaron por WhatsApp para confirmar la reserva y preguntarme dos veces, para asegurarse, de que no tenía ninguna alergia. También para avisarme que, si no me presentaba a la reserva, me cobrarían un recargo. Una experiencia ya muy planificada para lo que pensaba que sería una cena memorable, sí, pero no merecedora de tanta fanfarria.

El edificio es sobrio, solo el letrero con el nombre por delante y cerca de la puerta, una muestra de los premios recibidos. La idea del protocolo en un restaurante gourmet, la de la imagen de la fila de cubiertos a los lados del plato y la duda de cuál alzar para utilizar de manera correcta se fue al llegar a una mesa vacía. O por lo menos a una mesa principal vacía: las mesas auxiliares para el equipo de servicio son las más importantes para todo el baile que estaba por empezar. No hay menú, la única elección por hacer es si el maridaje será con o sin alcohol. Escojo la sobria, quiero mantenerme alerta a los sabores que vendrán. La oferta varía según la temporada, esa tarde me tocó la “Endémica de invierno”.

El primer “utensilio” presentado es… una toalla tibia en una canasta de mimbre. Necesitaba tener las manos limpias para el primer plato, y el que resulta ser uno de los más grandes: el arbusto. O como está escrito en el “menú” impreso entregado al final de la experiencia como recuerdo: “Setas y murtillas rojas de Valdivia”. No hay manera de comer eso y mantenerse limpio o serio. Exceso, abundancia, hongos con corteza, fritos y rellenos con crema y mantequilla, cubierto con hojas verdes diminutas y bayas murtilla. Empezamos con fuerza. Y no es posible mantener la misma compostura con los meseros después de personificar un oso.

Siguieron 12 platos más, siete salados y cinco postres. Cinco bebidas, entre kéfir, kombuchas y jugos. Todos con instrucciones que respondían a los tipos de emplatados, si es que así se le puede decir a las presentaciones que iban desde vegetales enteros, tallos embadurnados, y un modelo de mariposa con alas de tomate deshidratado. Sostén las alas, raspa la calabaza, come las flores con sabor a ajo. 

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“En un contexto de capitalismo avasallador y crisis climática, uno en el que la elección de alimentos en el plato significa mucho más que el acto de alimentarse, comer con placer y libertad es una forma de rebelión” / Fotografía: Pixabay.

El olor a humo invade lentamente el restaurante: se filtra de a poco con las entradas y salidas de los cocineros al patio, donde el cordero está siendo preparado con técnicas mapuches. 

El mesero me va explicando las técnicas francesas que se utilizan para ingredientes patagónicos. Mi vocabulario se va expandiendo y enredando: centolla, milcao, sauco, peumo, pantruca y loyo. Me vuela la cabeza el crudo de ciervo en una galleta de cerveza con lo cremoso, salado, y la potencia que tiene la carne de caza; acompañado de una kombucha de geranio limón, que, con el perfume de flores, crean el contraste entre la rudeza y la belleza más delicada. 

Los postres incluyeron leche de oveja chilota con granizado de murtillas, un pan relleno de helado tratado como un queso añejado y un helado de hongos con algas. El último postre, destinado a ser comido de un solo bocado, fue un helado hecho con nitrógeno líquido, que, al ser mordido, limpia la boca, la nariz, toda huella de aroma o sabor o sensación.

Se dice que podemos distinguir cinco sabores: dulce, salado, amargo, agrio y umami. Esta palabra prestada del japonés es la que más se acerca a la que sentimos cuando comemos salsa soya, tomates que han pasado por el horno, carne a la parrilla o queso parmesano. El umami también está en el glutamato de sodio, o ajinomoto, que se añade a veces indiscriminadamente a los platos y que hace que nuestro paladar se quede enganchado, sin saber por qué. Los sabores están siendo simplificados y nuestras dietas dependen cada vez de menos ingredientes. Recurrimos a sabores reconfortantes como un refugio ante las dificultades de la vida. Comida caliente, grasosa, salada. Altamente procesada y llegada desde lejos. No necesariamente nutritiva, pero una fuente de placer inmediato. Además, quién tiene el tiempo para preparar un guiso de cinco horas en cocción lenta con una variedad de seis vegetales, dos carnes y tres tubérculos en pleno horario laboral. 

La escritora gastronómica Nigella Lawson dice que, si la gente comiese buena y sabrosa comida, hecha con ingredientes de calidad y en temporada, respetaría los alimentos más y querría cocinar más. Al degustar los alimentos, nos podemos interesar por cocinarlos. El riesgo está en no poder acceder a los auténticos sabores de la tierra, a los más puros y salvajes. 

Boragó trata con respeto los productos que recolecta con el apoyo de más de 200 personas. Honra las tradiciones mapuches. Y ofrece sabores que quizás a primer bocado no lleven al viaje del placer, pero es porque esas nuevas rutas no son accesibles a todos. Y ese es el verdadero camino a explorar.

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