La montaña del Titikaka
La Carla es una chica de vida atolondrada. Ni bien acabó el colegio en Cochabamba se fue a vivir a Irlanda, uno de los pocos países europeos al que los bolivianos podemos acceder sin necesidad de una visa. Después de tres años de trabajar de lo que sea y de haber recibido innumerables cartas de la oficina de migración, por haber excedido su estadía de turista, finalmente decidió irse. “No quiero pasar el resto de mi vida en la ilegalidad, ni siquiera puedo tener una cuenta de banco aquí”, dijo antes de emprender viaje a la ciudad de La Paz para comenzar una nueva vida.

A los pocos días de aterrizar en las alturas sucedió una tragedia, su tía Clara, que le había ofrecido alojarla, falleció. En el funeral, la familia le dijo que temporalmente se quede nomás a cuidar la casa de la finada en el barrio de Sopocachi, mientras ellos hacían los trámites de las herencias, que seguramente iban a demorar algunos meses. Ella confiesa que era extraño vivir ahí, todas las cosas tenían aún el aroma de la tía, así que lo primero fue deshacerse de las cosas personales. Cepillos de dientes, ropa, todo se fue en cajas directo al sótano.
Carla no tardó mucho tiempo en encontrar un trabajo en una agencia de viajes de la calle Sagárnaga, en esa época era difícil encontrar personas que tengan un inglés fluido y que acepten sueldos miserables. Fue justamente ahí que la conocí, yo estaba buscando un paquete para llegar en bicicleta a los Yungas y comenzamos una extraña amistad. Mi trabajo quedaba en la misma zona, así que aprovechábamos de almorzar juntos. En uno de esos encuentros me pidió que saque un día libre y que la acompañe al lago. Pedí explicaciones y a cambió me regaló un relato bastante inverosímil.
“Hoy en la mañana ha venido un señor Félix Calisaya a la agencia y ha dicho que está vendiendo un terreno en el lago para construir un hotel. Dice que tiene una urgencia y por eso lo está dando a 10 mil dólares, está justo a las orillas y parece un gran negocio. Yo tengo algo ahorrado de Irlanda, podría prestarme algo de plata, no sé, capaz puede ser una buena oportunidad. Estoy emocionada pero me da un poco de miedo, le he dicho que quiero ir a ver el lugar pero no quiero ir sola, acompáñame por favor, mira, me ha dado este mapa”. El papelito no era muy claro, solamente se veía la ruta principal, unas líneas raras y algunos escritos: “Antes de Tiquina”, “Mini 345 o 466”, “Hotel”.
“Lo siento Carla, la verdad no entiendo este mapa, además me parece un poco raro todo este asunto. Esto de comprar terrenos casi nunca trae nada bueno, jamás he visto a una persona feliz con un pedazo de tierra vacío”. Ella no tardó mucho en convencerme, supongo que tampoco puse mucha resistencia; por un lado, me parecía una gran pérdida de tiempo, pero, por el otro, también era una pequeña aventura para variar el aburrimiento de mis días.
Llegado el día, fuimos a la Ceja de El Alto y desde ahí preguntamos por los minibuses 345 o 466 que nos llevaban al lago. Después de caminar un poco llegamos a la parada, le mostramos el papelito al conductor y parece que se asustó un poco, nos vio raro y al final dijo: “Son 10 bolivianos cada uno, se paga por adelantado”. Le dimos el dinero y comenzamos el viaje, estábamos un poco cansados así que nos dormimos casi durante toda la ruta, el chofer nos despertó diciendo: “Allí está, vayan hasta la orilla y ahí está su destino”.

Don Félix Calisaya salió con una gran sonrisa de su pequeña casita de barro y nos dio un cálido abrazo de bienvenida. “No perdamos el tiempo, que es lo más valioso en esta vida, vamos que les muestro el terreno”. Caminamos unos cuantos minutos y nos mostró la delimitación, eran unas maderitas al borde de la orilla. “Comienza aquí y termina en ese arbolito de allá, es ideal para hotel con restaurante y vista al lago, también se puede construir un pequeño puerto para pasear en barquito”, nos mostraba emocionado. Félix enumeraba todas las bondades de la zona y Carla comenzó a molestarse, pues en su machismo solamente se dirigía a mí, que no era nada más que el acompañante. Cuando se dio cuenta del error, se llevó a Carla a solas para explicarle todo el proyecto que tenía en mente. Yo me alejé y fui a perder un poco el tiempo viendo las delicadas olas del lago, creo que es una especie de hipnosis terapéutica eso de ver el agua y la tierra bailar al ritmo de la luna.
De repente, ambos me sacan del trance, “apura, vamos a ir a la montaña”. Solo atiné a decirle a Carla que era mejor decirle nomás al señor que no íbamos a comprar nada, y que volviéramos a casa antes de que la situación se tornara comprometedora. Pero ella no me escuchó nada, Félix la había convencido de visitar la montaña sagrada en su minibús, que según él es el atractivo turístico principal de ese lugar. Para hacer algo de conversación, le pregunté a Félix cómo se llamaba la montaña y dijo algo en aymara, luego explicó que era difícil una traducción porque en aymara las palabras “invisible” y “sagrado” eran lo mismo, pues todo lo que existe y no se puede ver es forzosamente sacro. Cuando el rústico camino desapareció, Félix parqueó el minibús en una pampita; “desde aquí caminamos”, dijo al apagar el motor.
Mientras avanzábamos por un sendero, la basura se hacía más evidente; primero eran tímidos papeles y pañales que luego se convertían en plásticos y finalmente montañas de botellas de vidrio, la mayoría de cerveza aunque también algunos singanis y rones. Parecía que la naturaleza le daba paso a lo pagano, y lo que eran tímidas plantas en la pampa se convirtieron en sucias y frías rocas. Una vez en la cima ya todo era piedra y vidrio, el olor era insoportable, plástico quemado con incienso, vómito y alcohol. Yo me estaba mareando con la situación y Félix emocionado gritaba: “Aquí viene el presidente en helicóptero todos los años, es la ceremonia secreta para comenzar bien el año; allá al fondo se ve todo el lago, y del otro lado, las grandes urbes andinas de la modernidad: El Alto, Pucarani, Huarina, Achacachi, Warisata, todo se controla desde aquí”.
Mientras Carla estaba embelesada con las descripciones de don Félix, yo me distraje con unas manchas de cera roja en el piso, las seguí como el hilo de Ariadna y llegué a un lugar donde las piedras estaban completamente bañadas en cera de colores, eran velas que formaban círculos y triángulos; claros vestigios de ritos. En el piso había retazos de ropa interior, algunos peluches y fotografías, todo a medio quemar. Las fotografías eran casi todas de varones, solo encontré a dos mujeres, en la parte de atrás de cada una habían garabatos muy parecidos a los del mapa que había dibujado Félix. De repente sucedió lo más extraño, en una de las fotografías estaba mi rostro o algo que parecía mi rostro, capaz era un efecto óptico, pero me vi en ese pedazo de papel quemado, eran mis ojos o mi mirada, no sé, era yo, creo que era yo, estoy seguro de que era yo.
Me asusté y tiré el papel al piso, Félix me agarró la espalda diciendo “esto es para los amarres, no sabes cómo es aquí en las noches, llenito de brujas” y se mataba de risa. Traté de buscar el papelito para mostrárselo a Carla, pero ya no lo encontré; vanamente me arrodillé a escarbar entre las cenizas. En el camino de vuelta, les conté la experiencia a ambos y me respondieron con burlas y chistes. Creo que me ofendí un poco y dejé de hablar, mi cabeza estaba maquinando cómo algo así pudo haber sucedido, no entendía cómo mi rostro había acabado ahí quemado en la montaña sagrada.

Una vez abajo, Félix nos invitó a su casita de barro, tenía solamente dos ambientes y muchas telas que cubrían la tierra. Ahí estaba su esposa, que solamente hablaba aymara. Nos ofrecieron un poco de chuño y pescado seco. Félix contó que él se había endeudado mucho y que ya no podía pedir prestado dinero al banco, es por eso que comenzó a vender sus cosas; entre las cuales estaba el minibús y el bendito terreno. “Ya pues cerraremos entonces en 10 mil”, dijo, imaginando que sacaríamos los billetes de nuestros bolsillos, pero no fue así. Yo miré a Carla casi como diciendo “a ver, vos nos metiste en esto” y ella comenzó con un sinfín de excusas. El trato estaba fallido, todos lo sabíamos, todos menos Félix, que seguía empecinado en convencernos.
Al final nos fuimos sin probar bocado alguno, un poco apurados y con vergüenza. Carla se sentía mal, era una gran oportunidad, pero no quería jugar a la ilegalidad; creo que estaba decepcionada de la vida, de mi presencia, de todo. No hablamos durante el camino de vuelta, igual no me importaba mucho, yo seguía pensando en cómo demonios había aparecido mi foto en esa montaña. Al llegar a El Alto cada uno tomó un rumbo diferente y nunca más la volví a ver en mi vida. Años después, me enteré que se había ido de vuelta a Irlanda y parece que formó una familia ahí, estaba esperando a su primer hijo.
Recuerdo que algunos días después busqué en mapas la montaña sagrada del Titikaka y no la encontré; cuando fui a El Alto me dijeron que esos números de minibuses no existían, que para ir al lago tenía que tomar un bus desde Río Seco. Una amiga que estudia antropología y lingüística me dijo que era una mentira que “sagrado” e “invisible” sean lo mismo en aymara, además que jamás había escuchado de un lugar así. Le dije que los presidentes de Bolivia iban una vez al año para ser bendecidos. “Con razón seguimos así”, dijo con una sonrisa antes de irse.