Territorio-generacional
Cuando tenía diez o pocos más años, lo más valioso en mi vida era el tiempo que podía estar a solas. La insistencia de mis padres de pasar tiempo con ellos era el peor problema a confrontar, y la diminuta época en que mi madre salía de la casa todas las tardes para atender el salón de belleza que había querido abrir por años fue un lapso de tranquilidad que, en retrospectiva, fungió como la última paz antes de la adolescencia. Incluso entonces mi padre se las ingeniaba para mantenerme vigilado, y uno de los métodos era llevarme a visitar dicho negocio. Era la última parte del año y la lluvia jamás se disipaba por completo. Yo debía cargar una bolsa con varios panes embadurnados de una mantequilla deliciosa, poco más salada que cualquiera de hoy en día y un jarro de té. Mi padre llevaba las otras dos infusiones: mano izquierda, más té, mano derecha, su oloroso café de toda la vida; tres raciones de merienda que nos mantenían calientes durante las últimas luces del día. Afuera los viandantes se apresuraban, las luces callejeras se encendían y mis padres hablaban el incomprensible murmullo de los adultos pleno de chismes, rumores y comentarios inentendibles. Es probable que entonces ya hubiesen hablado del poco dinero que llegaba de ese negocio y frases derivadas que seguramente ahora serían más dolorosas y que en parte agradezco no recordar.

Tal vez sea un problema inherente a toda la familia. Recuerdo una ocasión en mi adolescencia más avanzada, cuando comenzaba a entender por qué mi padre se obsesionaba con embotarse por el alcohol, en que él y yo hablamos acerca de dónde veníamos. Era una pregunta que originalmente me hizo la que por entonces era mi novia, la persona con quien aprendí la mayor parte de las variaciones de placer y dolor en que uno ahonda el resto de la vida. La mayor parte de la información fueron datos obvios, que nuestra familia procede en parte de Oruro y en parte de Potosí, que mi abuelo fue músico militar, que su padre fue alguien llamado Ricardo, nombre que se repite a lo largo de la dinastía familiar. Poco más. Retengo el bosquejo de un organigrama que se distancia desde mi generación muy poco, tres o cuatro líneas hasta difuminarse.
De toda esa gente solo tengo recuerdos de mi abuelo paterno. Nunca conocí a la madre de ninguno de mis progenitores y mi abuelo materno murió años antes de que yo existiera. Esos nombres bien podrían haber sido caracteres al azar, para lo que significaron.
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El salón de belleza de mi madre era un piso con ventanas que a mi mente infantil le parecían gigantescas. Podías ver la extensión de esa parte de la avenida Buenos Aires hasta donde la niebla te lo permitía, gente apretujada en puestos callejeros y muchos más perros de los que se encuentran actualmente; todas formas abstractas con la excepción del montón de calaminas y ladrillo polvoso de la construcción de al lado, que cubría toda la visibilidad hacia el norte. Su mera visión provocaba una sensación como la del viento frío colándose por la ropa. Hoy por hoy sitúo mis narraciones en la desazón de la vida y el poco control que tenemos sobre lo que nos aplasta, sea la estupidez de los clientes en el trabajo, el pozo sin retorno de la realidad y su cambio climático, o la imbecilidad y ruindad de quien ostenta el poder, pero durante años escribí historias de terror, en un principio empalagosamente góticas, luego abstracciones sobre seres que habitan casas abandonadas y ciudades vacías. Mi madre odió lo poco que leyó y siempre tuvo un discurso paralelo en el que me exigía estudiar Medicina, Derecho o, de lejos lo peor, Ciencias Políticas. El cómo me convertí en un estudiante estancado en la carrera de Literatura me desviaría de las intenciones de este texto: el borroso océano de la memoria y los islotes que brotan por acá y allá. Uno de ellos es esa casa a medio construir, tal vez abandonada pues no tengo registro alguno de alguien en medio de la penumbra gris del cemento. Afuera el mundo rugía, a mis espaldas mis padres discurrían preocupados por la realidad y frente a mí tenía la visión del esqueleto de un edificio, silencioso por siempre, con la gelidez que de la ausencia total de vida.
Con los años sucedieron cosas. Nos alejamos, alteré mi conciencia con más sustancias de las que sería dable mencionar, todos se pusieron dementes pensando que derrocaban un gobierno, aunque les pusieron banderas de otros colores y ya la humanidad entera enfermó y ahora es una suerte que vea a mis padres más de una vez al mes. Ellos también cambiaron y por fin, después de tantos años, encontré algo que nos relaciona más allá de los genes, la fatalidad. Cuando enfermé fue la primera vez en mi vida que pensé que podía morir. Meses después, cuando mi madre enfermó, la vi desvanecerse de repente, cual si la línea que nos comunicaba se hubiese cortado de cuajo. Eventualmente mejoramos y pude hablar con ellos, rememorando lo que podíamos. Fue una visita de todo un fin de semana, hablando de lo que fuimos y lo que hicimos juntos, filtrado todo por el prisma de la distancia, que embellece lo que ya no sufres. Cuando hablamos acerca del local, yo rememoré el escenario lluvioso y el frío y les mencioné esa casa, de la que ellos no recordaron nada. De un plumazo borraron toda la importancia de esas tardes a las que yo atribuía la decepción final de mi madre al respecto del mundo fuera del hogar. Tal vez los años te hacen eso, dada cierta perspectiva no nos distanciamos del mundo microscópico y todo es un caldo de lo mismo, eventos de la vida sin repercusión y cadenas de frases y sentimientos, calles que nunca comienzan ni terminan.

Les mencioné otra escena precisa, un poco desesperado por la sensación de soledad que me produjo el que nuestra memoria no se solapase. Éramos mi padre y yo haciendo un cartel (letras rojas fosforescentes sobre fondo negro) para anunciar un poco más la existencia del salón. El local cerró poco tiempo después, recordó mi madre con un dejo de nostalgia que me hizo sentir culpable de inmediato. No quise preguntar nada más. Cada vez que siento un tono pesimista o negativo en su voz vuelve esa sensación de inminencia que me embargó cuando me enteré de su enfermedad.
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Vuelvo al encierro seguro de mi computadora, a escribir y tratar de olvidar. Dejé esta estación de trabajo en el hogar paterno, si me privo de la posibilidad de seguir escribiendo la ansiedad se llevaría de mí lo que las drogas no han tomado. Mi padre se topa conmigo y me habla en el tono socarrón del que estoy seguro que me ha quedado un dejo. Señala mi silla y menciona que era uno de los muebles de aquel antiguo salón de belleza. Con razón mi dolor de espalda, esas sillas estaban diseñadas para sentarse y esperar a un corte, no para escribir narrativa por horas. Al menos queda algo de aquella época., desvencijado y gastado, como todo lo que tiene una memoria a la que acudir.