El aguinaldo del sexo
La zona 12 de Octubre es, de día, como cualquier zona alteña cercana al aeropuerto. Casas de tres o más pisos, edificios a medio hacer, con el ladrillo visto en obra gruesa, sin revocar ni pintar, no son dignas de comentario, excepto, tal vez, para algún turista extranjero. Casi todas son iguales. Muchas puertas de garajes cerradas, algunas tiendas con abarrotes escasos (pero mucho papel higiénico) junto a comercios de artículos para la construcción no llamarían la atención de nadie, de no ser por una, la de un edificio de ocho pisos que tiene las ventanas tapiadas con ladrillo, de tal forma que, desde afuera, da la impresión de que un muro interior hubiera sido creado para impedir la entrada de luz y la salida de la imagen de lo que sucede o sucederá adentro, cada noche.
Ese bloque a medio hacer, de cemento y ladrillo, pretende ostentar el título del prostíbulo más grande de El Alto, un prostíbulo que en realidad son dos: “La Lambada”, al menos tres veces clausurada, y el “Tú y yo”, célebre gracias a la visita del edecán que “hizo perder” la medalla presidencial en 2018 al dejarla dentro del carro, mientras él pagaba por placer.
Por la noche, sin embargo, los pocos comercios de la zona cierran y son otras las puertas que se abren. Minipuertas o puertas dentro de puertas permitirán el paso a los hombres que se apean desde las 6 de la tarde en las aceras y esquinas a esperar que tal evento suceda. Tienen la actitud de quien hace hora, desentendidamente de pie, esperando, pero, apenas puedan, entrarán con premura a los recintos en busca de sexo (es decir, unos minutos de soberanía y placer con quien lleguen a un arreglo) y luego continuar el viaje a sus casas, como quien no hizo nada y hasta llega temprano luego de trabajar.
Quienes no tienen que disimular irán llegando más tarde, pero cerca de las siete podrán verse, además, comideras ya instaladas en la vía y un par de vendedoras de jugo de maca, afamado por aumentar la virilidad de quienes creen que con los poderes del fruto darán la talla dentro de la pequeña pieza, donde una mujer hará lo que ellos quieran o puedan pagar, indiferente a su performance, y esperando, más bien, que el acting acabe pronto.
Mirándolos pasar, siento que he visto a estos hombres a diario, aunque no podría reconocer a ninguno. Mañana podría ver al jardinero de mi edificio, ignorando que hoy está aquí, y es uno de ellos. Los he visto vendiendo en el mercado en forma de albañiles, carpinteros, artesanos, choferes, arreglatodo. Nadie me llama la atención, nadie se diferencia por nada entre ellos. Todos visten pantalones de tela, chamarras, gorras y algunos bolsas o mochilas, casi parecen uniformados, más aún por el barbijo quirúrgico que ahora llevan y los cubre de modo perfecto. Los que vienen en autos llegarán luego y parquearán tal vez en otros garajes que no ocultan sorpresas y donde los coches están a salvo. No obstante, la sensación de extrañeza que siento a esta hora y en estas calles es especial. Me vestí para no llamar la atención, pero dudo de que mi pseudocamuflaje y el de mi compañero nos hagan ver como uno de ellos.
A las 10 de la noche, la calle está aún más llena, y peor hoy, 18 de diciembre, sábado de aguinaldo para las trabajadoras sexuales, lo que se traduce en que todo el dinero que logren hacer será solo para ellas, nada para los locales, que les cobran de 10 a 15 bs por cliente, más 2 por el condón, lo usen o no. Esa es la cuota, el monto por rentarles una pieza y prodigarles algún cuidado frente a los clientes complicados, lo que raramente sucede (lo del cuidado, no lo del cliente). Hoy son más libres, sí, pero no: hoy deben aprovechar al máximo y ojalá llegar a los 20, así salgan molidas.
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La puerta es angosta. Debemos entrar casi rozando al que sale, que no es uno, sino varios. Dos filas se cruzan en las entradas, estrechas, como casi siempre, en El Alto. El movimiento me recuerda a cualquier discoteca de moda en mi juventud y, sin saber ni querer, entro de primero al local más grande y moderno que veré esta noche. La música suena a todo volumen, imagino que para que nadie escuche lo que pasa dentro de las piezas. Calculo que son 30, pero tal vez hay más y yo no logro contar desde donde estoy, como si un ancla me detuviera.
Al fondo, unas luces de neón escriben “Paceña” y es lo único que, de ver con claridad, veo. Todo está demasiado oscuro y mientras que mis ojos no se acostumbren a la poca luz, me preocupa chocar, por eso no me muevo. No sé qué me sorprende, pero no imaginaba encontrar esa palabra cervecera aquí; verla escrita con letras fosforescentes y no en los habituales carteles, en medio de esta negrura, me resulta un toque hasta delicado. El local me recuerda a la estructura de la Galería Luz, un shooping del centro de la ciudad de La Paz, lo que hace la primera ironía de la noche, porque esto es un galpón en penumbras. Más allá hay una gran pantalla mostrando pornografía, al centro hay mesas con sillas, pero nadie las ocupa. Una de ellas tiene una caja con papel higiénico y preservativos. No veo que nadie tome uno; tal vez lo hacen las chicas. Los hombres dan vueltas y vueltas alrededor de las mesas, que es lo mismo que decir, alrededor de las piezas, mirando a las mujeres que están en los umbrales de las puertas, en ropa interior, la mayoría. También hay cholitas, vestidas como cada día, pero sus blusas tienen escote y llevan las uñas pintadas. En silencio, esperan paradas.
El segundo piso es una copia del primero. Tiene como única protección un barandado de madera y metal más un enmallado. Las mujeres hacen lo mismo: esperar en sus puertas que alguno de los mirones circundantes entre a su pieza. Algunos se hablan al oído, preguntan y son respondidos, la mayoría sigue su recorrido. Una argentina, brasileña, colombiana o centroamericana llamaría a sus clientes, coqueta; les hablaría a gritos y se los disputaría, pero aquí no están ellas, o yo no las veo. Esto es El Alto y el susurro es la regla.
El local es, por lo demás, una tienda donde la cotización y el regateo se extienden al sexo, junto con el quién y el cómo, pero sin mirarse a los ojos. Conociendo la violencia que sufren estas mujeres por parte de muchos clientes, me pregunto cuál de estos que caminan viendo el piso irá a golpearlas o intentará asfixiarlas esta noche. Quien no cotiza tiene la actitud del que busca a un amigo; nada más, como si el lugar fuera parte de la calle. Esa dinámica se llevará adelante el resto de la noche: hombres entran, dan vueltas, preguntan y salen, sin variación. Los menos, se quedan, entran a la pieza, la chica elegida va a comprar una ficha. Tal vez alguno entra simplemente a verlas en sus puertas, sabiendo que no puede pagar ni unos minutos con ellas; bueno, con ellas tal vez no, pero con alguna otra sí, porque solo las más jovencitas pueden cobrar hasta 100 bs el turno. Hay quienes trabajan por 20 y de allí dan su parte al local. La gran mayoría son madres. “Aunque no creas, mientras más decadente es el lugar, más movimiento de gente hay”, me dice Reina, mi informante. En el llamado Casa Verde, sin embargo, cada pieza tiene hasta su propio lavamanos. Aquí, todas o casi todas usan barbijo y, a excepción de una, ninguna se me hace atractiva.
Esta noche intento ser uno más de ellos. También entro y salgo de los locales, intentando recordarlo todo. No puedo tomar fotos, hacerlo podría implicar un problema si alguien se da cuenta. Podría perder el teléfono, recibir golpes, amenazas y quién sabe qué más. Ningún otro local de los que veo es como el primero. Son más precarios, pero la pornografía y la música a todo volumen no faltan, así esta última sea a través de un televisor pequeño.
El segundo que visito, intentando reconstruir dónde trabajaba Reina, es muy pequeño, solo tiene seis piezas en forma de ele y un par de mesas y sillas al centro, junto con una garrafa proyectando calor. Tres trabajadoras sexuales chupan huesos de pollo que sacan de una sopa aguada repartida en dos platos. El regateo es el mismo, pero estos clientes parecen tener más claras sus preferencias, o su presupuesto, porque el deambuleo es menor. El lugar tampoco lo permite por su tamaño.
Los cuartos tienen una cama cubierta y en todas hay un basurero, papel higiénico y un ambientador. Algunos tienen una mesa que hace de velador. Las puertas se abren a medias, no hay mucho que se pueda ver. Una mujer le toca el miembro a un hombre mientras le habla, pero a él parece no convencerle, porque se va. En este lugar hay más luz y un intento de estilo a través del uso de polleras en el techo como decoración. También hay un altar con ofrendas al Tata Santiago, el dios andino del trueno. Un par de mujeres se asoman de adentro de sus piezas, teniendo al cliente sobre la cama, del que solo se ven las piernas cubiertas. No sé por qué la abren, tal vez en un afán de curiosidad. Hoy es una noche especial, pero, igual que en tantas se despedirán de quien pagó y entró con un abrazo y algo parecido a un “Chao, mi amor. Volvé pronto”.
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Según Lili Cortez, representante de las trabajadoras sexuales de Bolivia en 2017, hasta esa fecha existían alrededor de 4000 trabajadoras registradas en El Alto, lo que claramente significa que la cantidad es mucho mayor, si se considera a las mujeres que no cuentan con el carnet de sanidad y trabajan en la calle o donde pueden. Lo alarmante del caso es que esta cifra incierta se incrementó debido a la pandemia, de tal suerte que, según María Luisa Choque, representante de las trabajadoras sexuales de la zona 12 de octubre, actualmente se hablaría del doble de mujeres ejerciendo la prostitución; es decir que entre registradas y no, hoy en día existen más de 8000 mujeres viviendo de la venta de sus cuerpos en El Alto.
La mayoría de ellas llegan a los locales llevadas por alguna amiga que les sugiere entrar en el ambiente como una forma de ganar dinero en menor tiempo y paliar las deudas que a casi todas embargan y poder mantener a sus hijos, provenientes de hogares disfuncionales con padres ausentes y madres cabezas de hogar. Algunas de ellas llegan a los locales pensando que solo deben beber con los clientes y que el sexo pagado es algo de lo que podrán pasar, pero más pronto que tarde descubren que el negocio mayor está en ser elegidas por los hombres que los frecuentan para “hacer pieza” y los locales con este tipo de compañía no son propios de El Alto.
La actividad sexual no es algo que se practique todas las noches por un tiempo sostenido en todos los casos. La mayoría de las mujeres la ejerce hasta cumplir ciertos objetivos (compra de casas, pagos de deudas) y algunas luego se retiran para volver eventualmente a hacerlo cada que necesitan dinero con urgencia. Tampoco trabajan necesariamente todos los días, a riesgo de perder clientes fijos que “si no te ven en un local no van a salir a buscarte a otro”, a decir de Reina.
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El tercer local no se diferencia mucho de los otros; también tiene dos pisos que parecen compartir lo que sería un patio interno desde donde se ve todo. Lo que lo hace único en mi memoria de aquella noche es que una jovencita menuda con gorra, barbijo y ropa que usaría cualquier quinceañera en un día común se me acerca y me abraza. No sé qué decirle, no sé si está borracha, drogada, si quiere dinero o está pidiendo ayuda; solo deja su puerta, viene hacia mí con ímpetu y me abraza. Al lado de su pieza leo en neón “Aquí todo es con condón”. El lugar tiene algo más de luz, aunque la música está igual de fuerte. Es reguetón. Frente a ella, al otro lado de este tipo de patio techado, veo todo lo contrario: una mujer pantagruélica ofreciéndose en ropa interior. Su aparente desventaja XXL congrega a varios hombres a su alrededor. Pienso que no podré quitarme por un tiempo su imagen de la mente.
De repente, entre lo que parece una alucinación en medio de esta oscuridad, entra un grupo de gente con gorros de Papá Noel y saquillos y bolsas muy grandes, cantando, a gritos, villancicos. Se acomodan al centro del local, al lado de las gradas que llevan al segundo piso y que distribuye los cuartos tanto de arriba como de abajo. Se corta de golpe la película proyectada; se apaga la música y solo se escucha un Wachi Torito, como en estéreo, que cantan señores de la tercera edad y jovencitos, mientras se mueven, puerta por puerta, repartiendo panetones a las mujeres en los umbrales. No veo que las trabajadoras se sorprendan o se incomoden. Los hombres siguen dando vueltas, muchos salen, nuevos entran. Una que otra corre tras los repartidores, drogada o borracha, pero dispuestas a no perder el regalo, mientras los cantores pasan al Noche de Paz, con una letra que ni yo ni ellos parecen conocer bien, porque, aunque tienen papeles para leer, es inútil. Nada se ve y ellos por momentos solo balbucean, aprovechando la lentura de la canción. Algunas mujeres reciben el presente volteando la cara. No quieren que se las vea. Al concluir la repartija, los del gorro de Papá Noel comienzan la retirada y se van gritándoles: “Feliz Navidad, amigaaaaas. Dios las bendigaaa”. Las trabajadoras los saludan con la mano y también gritan ¡Graciaaaaaaas! La música y la película se reinician. Todo vuelve a la normalidad. La niña que me abrazaba corre tras el grupo, porque no recibió su panetón. A mis ojos, esto es casi surreal.
También salgo tras ellos, que seguirán calle arriba, aunque según yo todo El Alto es plano. No sé si encontraré algo que supere lo que acabo de ver y así entro en el último local que me llama la atención esta noche. Dudo encontrar algo distinto en términos de mercadeo sexual y no me equivoco, aunque tal vez sí: este, cuyo nombre ignoro ─como muchos, clandestinos y reconocidos solo entre asiduos (“Casa Verde”, “Casa Amarilla”, “La Lambada”, “Puerta Roja”, “Tú y yo” y un largo etcétera)─ tiene un letrero, apenas se cruza la puerta, que dice “Guarde un metro y medio de distancia”, digno de una foto que no puedo tomar. El local está lleno de cholitas y ninguna está desnuda ni descubierta y tal vez por eso no es el lugar más concurrido, aunque sí hay algunos transeúntes dando vueltas. También hay un sapo en su altar y olor a k’oa, un ritual o sahumerio que debieron realizar antes de abrir. El sapo está sobre una vitrina que hace de quiosco al centro del patio, donde se venden desde dulces, hasta trago, pasando por preservativos y, desde luego, papel higiénico. “Cada sala tiene su diablo”, me dijo Reina. Tal vez por lo medio desolado del lugar, recién percibo eso que pensé podía encontrar: dolor, aburrimiento, resignación... Aquí no pasa nada, para bien y para mal: nada.
La calle helada una vez más. Los cantores, algo más abajo, reciben instrucciones del que parece el líder, para entrar a un lugar y, sin dudar, se introducen con impulso a un nuevo local. Tampoco les debe ser fácil. Nadie sabe lo que pueda pasar. Como a los 15 minutos salen y una mujer de unos 55 años, vestida de chola, con blusa escotada y visiblemente maquillada, se les acerca y les habla. Luego sabré que es una dirigente a la que llaman Bertha y les pedirá panetones para las trabajadoras de la calle. Las señala y dice “A ellas, a ellas no les han dado”. Seis mujeres vestidas de cholitas se aproximan al grupo. Todas llevan barbijo. Algunas no pronuncian palabra, en actitud de quien espera la dádiva; un par refuerza lo que acaban de oír: “Sí, no nos han dado”, convencidas de que se lo merecen y de que, si hay para una, debe haber para todas. Ellas, no obstante, así como aguerridas, son las que hacen pieza en los alojamientos circundantes y, por eso, las más expuestas. Una es claramente un hombre, otra está drogada, se ve en sus ojos. Todas reciben su panetón, que no irán a olvidar en la silla donde el cliente probablemente deje su pantalón, si lo deja. Lo que mantendrán cerca es, seguramente, la navaja o el chuchillo con el que tal vez se defiendan esta noche de algún enfermo que las contrate para matarlas. Puede que sus gritos, a diferencia de los de las mujeres de los locales, sí se escuchen, pero ¿quién en su sano juicio entraría a la pieza para ayudarlas?
Bertha supervisa la entrega y la agradece, más porque, escucho, que esta gente de los gorros de Papá Noel irá hasta Oruro para regalar más panetones. Finalmente, pregunto quiénes son los cantores y me responden que voluntarios de una fundación cristiana, llamada Word Made Flesh, y pienso si el desplazamiento hasta otra ciudad valdrá el esfuerzo, mientras inevitablemente recuerdo a estas mujeres saliendo en calzones de una pieza, persiguiendo a los cantores para no perder un pan dulce de algo más de 20 pesos.
Alrededor, hombres y más hombres van y vienen; los que no, están parados contra las paredes, comiendo, esperando, riendo y disfrutando de lo que parecen considerar el plan perfecto para un sábado. Muchos de ellos están borrachos. Al lado de la vendedora de maca, un chico abre una botella de Powerade (otra generación, otras creencias, otro presupuesto). Adentro, las mujeres, al menos hoy, saben que pueden irse cuando quieran, pero trabajarán más que de costumbre. El resto del año, solo pueden dejar los locales si logran el mínimo de 10 clientes, lo que significa 150 bs para el administrador, si tienen suerte; si no, tendrán que estar con 15 hombres antes de poder salir, siempre y cuando tengan la fortuna de terminar la jornada vivas, sin golpes, violaciones, puñaladas o completamente drogadas. Eso sí, hoy llegarán a su casa con un panetón.