La rueda de la vida
Desde muy pequeña, Fernanda recorrió los aeropuertos de la mano de su mamá, la señora Gloria. Junto a sus dos hermanos, vivían entre Bolivia y Ecuador. En La Paz, sin embargo, ambas recorrieron la ciudad en un viaje que encontró jardines de juegos en cada barrio. Después, sin importar el país en el que se encuentre, Fernanda esperaba la llegada de la noche. Ese era el momento en que su madre entraba a su habitación, encendía la lámpara que tuvieran a la mano y le leía a su hija. Era un ritual compartido que había trascendido a todos los países en los que madre e hija estuvieron juntas.
En otras ocasiones, la noche buscaba a Fernanda y no le llevaba lámparas ni lecturas, sino sombras. En una oportunidad particularmente dolorosa, Fernanda entró a su cuarto e impuso el silencio, levantando un muro con el mundo de afuera. Las horas llegaron y pasaron. Cuando la puerta se abrió, detrás de ella estaba la señora Gloria. Llevaba un peluchito en las manos, sujeto de las patitas. Comenzó la función de baile del peluchito, seguido de una sesión de canto improvisada. Al final, la señora Gloria le hizo dar dos vueltas y terminó en las manos de Fernanda. Su madre nunca cesó en su afán de curar la realidad. Y era en ocasiones como esta, en las que su principal arma fue el cariño.
Al pasar los años, la señora Gloria le dijo a su hija que tenían que hablar. Aunque tenía alguna idea, la pequeña Fernanda nunca supo con claridad cuál era el tema que siempre se trataba en casa, por el que siempre buscaban a su mamá. Ella misma se lo dijo, ambas sentadas en la mesa y frente a frente. Le habló sobre la masacre de la calle Harrington. Al terminar su relato, Fernanda no tenía respuesta. Todos esos hechos horribles fueron reales y le sucedieron a su mamá. Descubrió que las calles de la ciudad de La Paz, que ambas recorrieron felices, fueron también testigos del horror al que llevó el odio de la dictadura militar.
Tras esta revelación, Fernanda entendió de otra manera las decisiones que tomaba su mamá para cuidarla a ella y a sus hermanos. El año 1993, luego de que los juicios de responsabilidades a los autores de la dictadura llegaran a sentencia, la señora Gloria recibió una noticia espeluznante. Luis García Meza, el militar que sumergió al país en el más cruento de los gobiernos dictatoriales, se ocultaba en una casa cercana al lugar donde ella habitaba con sus tres hijos. El país ya vivía en democracia, e incluso este hecho se celebraba cada año. Se suponía que su familia debía vivir tranquila en una nueva época de paz. No fue así. El artífice del terrorismo militar de Estado, que ordenó la masacre de un grupo de jóvenes estudiantes y dirigentes universitarios, seguía acechando en la oscuridad. Cerca, pero desde un punto que no conocían, aplicando el terror incluso desde el escondite donde esperaba evadir la justicia.
Fueron episodios como ese los que, con el tiempo, hicieron que Fernanda sintiera la necesidad de hablar nuevamente con su madre. Se sentó junto a ella en la misma mesa donde se sentaron cuando era una niña y se lo dijo directamente: “Qué pasó. Contame”. La señora Gloria se lo contó, esta vez sin omitir detalle. Parecía que le dio la explicación, siempre pendiente, de por qué su madre nunca se detuvo. De por qué ella, incluso en los momentos más duros, nunca se quebró ante las desgracias que le ocurrían a cualquier persona. Había sobrevivido a una de las peores dictaduras de Latinoamérica. El testimonio de esto estaba en el archivo periodístico que la misma señora Gloria guardaba. Cuando Fernanda lo encontró, con todos los periódicos ordenados por fecha, tuvo el presentimiento de que aún habían hechos sin contar. Entre los diferentes ejemplares con reportajes sobre la dictadura de Luis García Meza, Fernanda encontró uno con el testimonio del horror al que llegaba la violencia militar. Era la transcripción del juicio de responsabilidades, en el que la señora Gloria relató cómo emboscaron y masacraron a los estudiantes, y cómo la torturaron. No había otras palabras para contar esa historia. Tal vez lo más aterrador fue darse cuenta de que podría haber sido el azar lo que llevó a su mamá a buscar refugio bajo una cama durante la masacre de la calle Harrington. Que cualquier otra decisión, con los soldados a escasos metros y listos para disparar, podría haber terminado en tragedia. Pero al mismo tiempo, los testimonios, las transcripciones y la memoria son la evidencia de que, su mamá y los compañeros que murieron a su lado, hicieron frente a un gobierno terrorista.
Desde ese día, Fernanda entendió el silencio de la señora Gloria cada 15 de enero. Comprendió que los viajes que realizaron cuando eran más pequeños tenían como objetivo cuidar a sus hijos. Comprendió que su madre tuvo que dejar el país exiliada por una dictadura para la cual ella era un problema internacional. Comprendió que esas lecturas bajo la tenue luz de una lámpara y todo lo que hizo desde entonces fue para mantener a la rueda de la vida girando. Y desde entonces ambas la mantuvieron girando.