La democracia que me parió
Nací en junio de 1983. Eso quiere decir que pertenezco a la generación de los “hijos de la democracia”. Sin embargo, con un cálculo elemental descubrí que fui concebido unos días antes de que Hernán Siles Zuazo asumiera su segundo mandato como presidente de Bolivia, el 10 de octubre de 1982. En resumen: me hicieron en dictadura, pero nací en democracia.
Así que, más que “hijo de la democracia”, soy un producto de ese periodo fronterizo en que los militares menos bestias, con Guido Vildoso a la cabeza, entregaron el poder a los parlamentarios, los cuales reconocieron como presidente al candidato que había ganado las fallidas elecciones de 1980. Soy un hijo de la frontera; de la frontera entre dictadura y democracia.
Lo cierto es que no padecí las dictaduras militares. Nací con la democracia ya reconquistada. Quisiera decir que mis padres lucharon por recuperarla, pero faltaría a la verdad. Ellos eran niños cuando Banzer se enquistó en el Palacio Quemado; adolescentes cuando el retacón se bañó en sangre en Epizana y Tolata y jóvenes cuando García Meza golpeó a su prima Lidia. Sus luchas eran otras, menos “épicas” que recuperar la democracia.
Estaban distraídos en sobrevivir. Ella era una migrante del campo que se había venido a Cochabamba para acabar el colegio que no había en su pueblo. Él era un hijo de migrantes del campo que había perdido un año de universidad por cumplir el servicio militar obligatorio. Se conocieron a finales de agosto de 1981, unos días después de que García Meza renunciara, en la fiesta del pueblo de ella, Sicaya. Él estaba camino del pueblo paterno, Santiago, donde esperaba encontrar a un hermano mayor que se había escapado. Ella visitaba a su mamá. Se conocieron y él abandonó la búsqueda de su hermano, ella le prestó más atención de la aconsejable y se volvieron juntos a Cochabamba.
Así relatado, hasta suena un poco romántico. Y puede que haya sido el caso, o no. No estoy seguro. Mejor me remito a los hechos. A los que ellos me cuentan. Ella salió bachiller en 1981. Él volvió a la universidad que cada dos por tres clausuraban los militares. A los pocos meses, ella se embarazó. Huérfana de padre, sola en la ciudad, con 19 años y un trabajo como vendedora de zapatos, tener un hijo no era una opción. Tampoco lo era para él, quien ni siquiera trabajaba, solo estudiaba. Decidieron que lo mejor sería buscar un aborto, una práctica que para entonces ya estaba regulada, pero solo para casos de violación o en los que la salud de la mujer corriera riesgo. Entonces recurrieron a un servicio médico clandestino. El procedimiento no tuvo mayores complicaciones hasta unos días después, cuando ella empezó a desangrarse. Se sentía tan mal, que creyó que no sobreviviría.
El consultorio donde abortó estaba en la avenida República, entre el mercado de La Pampa y una escuela católica en la que unos años más tarde yo pasaría clases de Religión. El médico la recibió siquiera dos veces más para contener las secuelas de su primera intervención. Fueron encuentros clandestinos, como el inicial, gobernados por el miedo y el silencio. Ella le temía a no salir más de ese escondrijo; el médico, a tener que escapar del lugar. Afuera reinaba la incertidumbre impuesta por un gobierno militar atolondrado, comandado por Celso Torrelio, que se aferraba al poder a plan de desaciertos: la promesa de una Asamblea Constituyente, la flotación del peso boliviano que encarrilaría la inflación…
Ella se marchó por última vez del consultorio y, domando los dolores remanentes, caminó apurada hasta la tienda de zapatos que estaba unas cuadras más al centro de la ciudad, aún en la zona de los mercados. No podía arriesgarse a que la echaran del trabajo, sobre todo con las cosas haciéndose cada vez más caras. Me cuenta que nunca más volvió a ver al “doctor”. No le guarda resentimiento ni nada parecido. Aún se acuerda de su apellido. Cómo no. Fue el apellido con el que en adelante reconocería el miedo a la muerte.
Mientras ella seguía vendiendo mocasines, mi padre había hecho de la universidad un sitio de encuentro con sus amigos para hacer música y peregrinar de fiesta en fiesta. No pasó mucho tiempo para que volviera a embarazarse.
Fue a finales de septiembre de 1982, cuando el país ya tenía otro presidente: el general Guido Vildoso, que quiso lavarle la cara a los militares ofreciendo elecciones para el año siguiente. Los trabajadores no se tragaron el anzuelo y asumieron una huelga general durante la segunda quincena de aquel mes. Fui concebido con una temeridad parecida a la que en esos días llevó a la COB a plantarle cara a la dictadura hasta que entregase el poder al Congreso de 1980. El miedo tras la experiencia anterior desestimó un nuevo aborto: ella no quiso saber más de visitas a consultorios clandestinos. Nada de médicos mudos con olor a sangre. Si iba a volver a arriesgar su cuerpo, sería como madre. Quería al hijo. Me quería y me querría. Él la escuchó y decidieron ser padres.
Mi imaginación fabula con los vaivenes emocionales de esos días, sobre los que no tengo más que imágenes políticas salidas de los archivos oficiales. Veo a los parlamentarios votando por Siles Zuazo como presidente en una Cámara de Diputados que respira tabaco y me imagino a mis padres, recostados en un cuarto diminuto cerca de la avenida 9 de Abril, votando por los posibles nombres para bautizarme. Veo a don Hernán prometer, ante la multitud congregada en la Pérez Velasco, que la crisis económica “comenzará a aliviarse” en 100 días e imagino a mi padre ofrecer el apoyo de su familia para mantenernos con vida mientras él siga estudiando. Veo al ya posesionado mandatario titubeando al ordenar su discurso traspapelado en el Congreso e imagino a mi madre sugiriendo con timidez si no sería conveniente casarse antes del parto. Veo a la cúpula del gobierno gritando, puños en alto desde el balcón del Palacio Quemado, “¡UDP, UDP, UDP!” y me imagino a mis padres repitiendo con alegría el nombre ganador: “¡San-tia-go, San-tia-go, San-tia-go!”. La fabulación es la respuesta a la falta de datos ciertos sobre las cosas que hicieron y sintieron ambos en los días en que Bolivia recuperó la democracia.
Entiendo que ella no recuerde casi nada del 10 de octubre de 1982, cuando Siles juró a la presidencia. No sabe si transmitieron el acto de posesión por tele. Si fue el caso, no lo vio. Tampoco se acuerda de si en las calles hubo muestras de efervescencia por el fin de los gobiernos militares. Su cabeza estaba en otra parte. Tenía 20 años e iba a ser madre. Y su pareja, un chico cuatro años mayor, pasaba más tiempo cantando que estudiando. Creyó que lo mejor sería que se casasen para tener algo más de seguridad. Así lo hicieron a principios de noviembre del mismo año, en una ceremonia civil que nada de especial tuvo, salvo la borrachera posterior de él con uno de sus amigos.
Me divierte la desmemoria de él. No es que se haya olvidado de esos días en que decidió ser padre. Lo gracioso es que no se acuerda que por esas mismas fechas estaba a punto de grabar un disco; o bueno, sí se acuerda, pero confunde los años. Cree que lo grabó en 1980 o 1981, cuando Bolivia aún vivía bajo gobiernos militares, pero ella lo desmiente y la contratapa del vinilo le da la razón: fue en diciembre de 1982, cuando Siles Zuazo ya sufría las presiones internas de la coalición con el MIR y el PCB, capeaba el complot de la mayoría legislativa opositora (emenerista y adenista) y se inmolaba ante el asedio de los trabajadores liderados por Lechín. La confusión en torno al disco nos hace reír. A ella y a mí, claro. Él debe seguir creyendo que su grupo hizo ese disco, La fiesta de los quechuas, en plena dictadura.
Ella siguió trabajando hasta solo un par de meses antes de dar a luz. Dejó el trabajo cuando él denunció a los dueños del negocio, por pagarle menos del salario mínimo, que en 1983 era de 55,4 bolivianos. La retiraron con un arreglo de 360 bolivianos. Una suma que, para mi indisimulado asombro, ella asegura que era generosa en los días previos a la escalada inflacionaria. Con parte de ese dinero se compró una cama de fierro de plaza y media para cuando yo naciera. El saldo le sirvió para mantenerse algunos meses. Pudo haber durado algo más, de no ser que, entre 1983 y 1984, sus billetes se volverían prácticamente inútiles. La inflación pasó del 275,58% al 1.281,34%. Y lo peor aún estaba por llegar: en 1985 se dispararía hasta un histórico 8.256%.
Nací el primer día de junio de 1983, alrededor de las 03:00 de la madrugada. Del miedo paralizante que sintió ese día, aún se acuerda ella. Nunca antes había sentido algo parecido. Apenas podía compararlo con el miedo que había bautizado con el apellido de un médico innombrable. Ya no temía tanto por su vida como por la de otra persona. De golpe y porrazo había desembarcado en una adultez que no estaba buscando. Sin asomo alguno de cinismo, me confiesa que el terror de las dictaduras militares no fue capaz de meterle tanto miedo como sí lo hizo convertirse en madre. Ni siquiera ir a piropear a los soldados que custodiaban la estación de trenes en San Antonio, durante alguno de los golpes militares que atestiguó, le había resultado tan temerario como traer a alguien al mundo.
Su relato me hace sospechar que las dictaduras se habían naturalizado a un extremo espantoso. Cuando ella conoció la ciudad, Banzer ya estaba en el poder. Completó la escuela bajo la sombra de los Pereda Asbún, los Natusch Busch, los García Meza y los Torrelio Villa. Los intervalos civiles fueron fugaces y brutalmente interrumpidos. No pensó que podrían reemplazar a los militares en el poder. Creía que los soldados en las calles, las tanquetas patrullando y los toques de queda eran la norma, no la excepción. No tenía mayor experiencia en democracia. No había votado en las elecciones de 1980 que ganó Siles y lo llevaron al gobierno dos años después. Era menor edad. No era una ciudadana plena.
Él, en cambio, ya era mayor de edad en 1980. Pero, aun así, no está seguro de haber votado ese año. Su (falta de) memoria le juega otra mala pasada. Sí recuerda que en una de las elecciones organizadas entre 1979 y 1980, ganadas por Siles y escamoteadas por los militares, ayudó a llevar material electoral hasta el pueblo de su padre para evitar un fraude como el maquinado en 1978 por Pereda. En la universidad pública, una de las trincheras más aguerridas contra las dictaduras, se hizo más políticamente activo, pero no al nivel de otros compañeros, como los que le precedieron y combatieron al banzerismo. Su proyecto de vida estaba en otra parte, en el mundo rural andino con el que aspiraba a reencontrarse a través de la música. No podía estar quieto en la ciudad. Viajaba a los pueblos, iba tras sus fiestas como un cazador de experiencias vernaculares. Y de sonidos. Del campo volvía con nuevas melodías aprendidas, con letras cifradas en un quechua amoroso, con el bullicio emborrachado de los campesinos. De vuelta en la ciudad, no era muy dado a sumarse a las frecuentes huelgas con las que los sectores populares protestaban contra los represores. Tampoco militaba en las organizaciones políticas que iban atomizando cada vez más al bloque de izquierda, por más que compartiera sus visiones de mundo. Creía en la revolución proletaria, pero no tanto como en la fiesta popular.
No voy a mentir: quisiera encontrar en los testimonios de mis padres un signo de época, una historia secreta de los primeros días de la democracia recuperada, alguna imagen reveladora de la libertad que se respiraba tras el fin de las dictaduras en Bolivia. Pero, por más que me esfuerzo, no encuentro nada de eso. Lo que encuentro es lo que ya advertía al inicio de este recuento: un retrato fronterizo. Fronterizo no solo por las circunstancias de mi llegada a este mundo, siendo concebido en los estertores de los regímenes militares y dando mis primeras bocanadas de aire en la naciente democracia. Fronterizo por la historia de mi madre, que se embarazó siendo menor de edad y fue madre con la adultez recién estrenada. Fronterizo por el itinerario de mi padre, quien, mientras aún se buscaba a sí mismo en el campo, engendró a otra persona en la ciudad.
A ratos pienso que, por su naturaleza fronteriza, mis padres fueron invisibles para las dictaduras. Y en alguna medida, pudieron serlo también para la democracia en ciernes. Llegaron tarde a la repartición de relatos heroicos de resistencia a los gobiernos militares y la era democrática los agarró con urgencias más silvestres que la celebración de las libertades recuperadas. Se ocuparon de sobrevivir en los no-lugares de la épica oficial. Ella se hizo adulta no por el paso de la edad ni por una concesión democrática, sino porque, con más miedo que convicción, quiso ser madre. Él se tardó algunos años más en madurar y capitular a la adultez, como suele pasarnos a los hombres.
Ella no tuvo chance de elegir a Hernán Siles. Él, de haber votado en 1980, es más probable que lo hiciera por Marcelo Quiroga. Aun así, a ambos los abrigó un país que sería gobernado por alguien salido de las urnas y no de las botas. En 1982, el año del retorno a la democracia, si alguna cosa eligieron, sobre todo ella, fue, primero, no tener un hijo y, después, tenerlo. En ningún caso fue una decisión libre y plenamente informada. En uno ni siquiera fue legal, pero fue su decisión. La decisión con la que hizo frente al miedo que le descubrió la indefensión de su cuerpo ante la muerte.
Cuarenta años después, ese miedo no se ha extinguido. Aún la asalta de vez en cuando. Como seguro asalta a otras que, como ella, han sobrevivido. Porque, con democracia y todo, el aborto sigue siendo ilegal en Bolivia, salvo que la eventual madre esté por morir o haya sido violada. De hecho, es la tercera causa de muertes de mujeres en Bolivia. En este país, al día se interrumpen 200 embarazos y al menos dos mujeres mueren a causa de procedimientos realizados de forma clandestina.
Cuesta creer que un país que se proclama democrático desde hace cuatro décadas, no reconozca hasta ahora el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo y a respetar su voluntad de tener (o no) hijos. No sería exagerado decir que, de 1982 a 2022, poco o nada ha cambiado en Bolivia para las mujeres que cargan con un Estado que, lejos de cuidarlas, las reprime cuando de sus cuerpos se trata. Ella, que lo ha vivido, lo sabe, pero sabe también que no todo se reduce a los fracasos institucionales. Sabe que, de espaldas al Estado, se producen a diario revoluciones íntimas que piden respeto sin avergonzarse. Sabe de mujeres que no reprimen sus libertades sexuales ni esconden sus decisiones aún ilegales. Sabe de esa insolencia. Sabe porque ha probado de ella. Porque la ha liberado del miedo que la acecha desde hace 40 años. No de todo el miedo, pero sí de una parte de él. De esa porción de miedo que la llevó a guardarse algunas cosas que creía inconfesables y que finalmente se ha atrevido a contarme.
Reza un viejo adagio periodístico que un reportero no debería creerle a nadie, ni siquiera a su madre cuando dice que le quiere. Antes de dar por cierta la declaración de amor, un periodista de raza tendría que pedirle pruebas. Ella no necesita decirme que me quiere. Tampoco pienso pedirle pruebas. Lo que acaba de contarme lo dice mejor y lo prueba de sobra. Es el testimonio definitivo de la democracia a la que me trajo. La elección por mayoría absoluta de la palabra frente al oscurantismo. El triunfo abrumador en segunda vuelta de la libertad sobre el miedo.