Los ojos de un minero enamorado

El trabajo sacrificado y el modo de pensar en algunas minas de Potosí son dos aspectos que parecen no haber cambiado desde los tiempos de los barones del estaño. Edson Hurtado nos confronta a esta realidad alarmante por medio de la historia de Sergio Choque, un trabajador minero que sufrió el rechazo de sus colegas y sus allegados; todo por enamorarse.

La boca del infierno

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¿Se puede pensar en una Bolivia que no tema ocultar lo que siente? / Fotografía: Jacqueline Siñani.

Juana Beltrán Bedoya murió a los 98 años de edad en Tupiza, el 8 de abril de 2012, después de caer de su cama al tratar de levantarse. Trabajó cincuenta años como palliri en una de las minas del que fuera uno de los barones del estaño a finales del siglo XIX. En medio del agreste paisaje de montañas rojas y arbustos entristecidos por el frío, dio a luz a Sergio Choque, el último de sus tres hijos. Sergio creció viendo cómo su madre martillaba piedras buscando pedazos brillantes, que más tarde se convertirían en dinero para comprar comida.

El marido de Juana los abandonó cuando Sergio apenas tenía cuatro años. Nunca más supieron de él. Algunos conocidos, años más tarde, les contaron que se había marchado con otra mujer al Chapare, a plantar coca. Juana se revistió de valor y guardó para sí misma todas sus penas y resentimientos. No podía perder el tiempo con eso pues tenía tres hijos que criar. Su sentido de responsabilidad y amor maternal eran más fuertes que su decepción sentimental.

Juana comenzó a trabajar en una de las minas de Avelino Aramayo cuando apenas tenía quince años. A los diecisiete, la casaron con el padre de sus hijos y siguió trabajando hasta que cumplió cincuenta. Después de eso se jubiló y se fue a vivir a las afueras de Tupiza, en una pequeña casa que compró con los ahorros de toda su vida. Sus hijos mayores se casaron y se fueron. Uno a Cochabamba, a buscar mejores días; otro, de vuelta a las minas, como comerciante de carbón. Juana quedó al cuidado de Sergio, quien administró hasta el final de sus días la pequeña pensión que adquirieron con su jubilación.

Si bien la vida dentro de las minas es difícil y ardua, fuera de ella no lo es menos. Por los caminitos de tierra que las circundan se esparcen las necesidades, enfermedades y desigualdades propias de un sistema injusto y esclavizador. A su alrededor, los pueblos donde sobreviven los mineros y sus familias son, aún hoy en día, una muestra clara de la mala distribución de la riqueza y del olvido en que se encuentran los más necesitados.

En su trabajo como palliri, Juana se sentaba desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde en la boca de la mina Chorolque y esperaba que llegasen los residuos para buscar entre todos ellos restos de plata, estaño, bismuto o wólfram, que luego reunía y trataba de vender en Atocha a los contrabandistas, que después los trasladaban a Chile o a Perú. La mina, que no ha cesado de producir mineral ni muertos desde los tiempos de Aramayo, sigue infundiendo hoy en día un efecto particular, sobre todo entre los quechuas, que la admiran y al mismo tiempo le temen.

Juana casi no hablaba. Sus oídos, con el paso de los años, fueron perdiendo agudeza hasta dejarla sorda casi por completo. Tenía que martillar muy fuerte para escuchar el crujir de la piedra que veía romperse en decenas de pedazos pequeños. Cuando faltaba dinero para la comida, porque no conseguía suficiente mineral para vender, ocupaba parte de la noche en lavar ropa para algunos mineros solteros de Quebrada Seca, el rancho donde vivía. Nunca permitió que a sus hijos les faltara alimento; prefería quedarse ella sin comer antes de dejarlos pasar hambre.

Cuando Sergio aún no caminaba, su mamá lo escondía debajo de su mesita o lo camuflaba con algunas piedras para que el capataz de la mina no pudiera verlo y no la amonestara por llevarlo al trabajo. Sergio nunca probó la leche materna; nunca la aceptó. Su madre lo alimentaba con sopa de papa y verduras, que era lo único que ella comía en todo el día. Flaca hasta los huesos, las arrugas de sus ojos se abrían hacia los costados como grietas dolorosas e inertes. El frío de la tarde le indicaba que era hora de volver a su casa y dormir. Así todos los días, todas las semanas y todos los años en los que trabajó incansablemente.

Sergio, moreno y de ojos curiosos y tristes, a veces se adentraba un poco en la boca de la mina, pero salía inmediatamente, temeroso de la oscuridad y del eco hondo que provocaban las explosiones en el vientre de la montaña. Aprendió la jerga de los mineros, sus rituales, sus costumbres, y se convirtió poco a poco en el consentido del grupo de mujeres con las que su madre trabajaba. Creció como crecen casi todos los hijos de mineros quechuas en la región: buscando desesperadamente una oportunidad para ser feliz, un escondite para olvidar las penurias y las innumerables necesidades. Sabiendo muy en el fondo que, quizá, su futuro no sería tan distinto del de sus padres.

Algunas veces, en sus horas de descanso, los mineros se sentaban en grupo fuera de la mina y contaban historias. Mientras pijchaban y bebían alcohol, narraban anécdotas, historias y leyendas o comentaban los chismes que habían escuchado en el pueblo. Sergio siempre se acomodaba cerca de ellos, pero no lo suficiente como para incomodarlos. Escuchaba atentamente. Quedó impactado por la historia que una vez contó el capataz de la mina sobre unos gringos ladrones que murieron en las cercanías y que habían llegado al país huyendo de la justicia (los célebres bandoleros estadounidenses Butch Cassidy y Sundance Kid). Como esas, aprendió muchas historias que luego contaba exagerándolas a sus compañeros del tercer curso de su escuela. Siempre tuvo un don especial para contar historias. Su madre, que conversaba muy poco, se quedaba oyéndolo pacientemente por horas, mirándolo a los ojos y sonriendo cada vez que hacía una pirueta o un ademán que había aprendido por ahí.

Sentado fuera de la mina, un día vio cómo sacaban el cadáver de un minero al que le había caído una piedra en la cabeza. Lo miró fijamente y nunca más olvidó ese momento. Los ojos ensangrentados, la cabeza partida, los brazos rotos. Sergio no lloró ni se asustó. Había algo de ternura en aquella escena. Parecía querer acercársele, darle un abrazo, decirle “gracias por todo” y despedirlo con una muestra de cariño. Siempre había querido abrazar a su padre, pero no pudo. Los hombres más cercanos que conocía, incluso aquellos que pretendían a su madre, jamás le mostraron un ápice de afecto. Sergio tenía esas ideas en la cabeza, aunque no se las comentó a nadie. Quizás veía en ese minero a su padre ausente, a su padre muerto, a su padre fantasma. Llegó la noche y con ella la viuda, a quien escuchaba llorar desde lejos. No pronunció palabra alguna, y comenzó a llorar cuando vio a esa mujer abatida y compungida.

Las oportunidades de la vida

Sergio creció y se hizo hombre, como todos los niños se hacen hombres en el Altiplano boliviano. Luego abandonó la escuela y se dedicó a trabajar. Primero como carretillero, luego como cargador. A los veinte decidió partir dejando sola a su madre en Quebrada Seca, aunque pronto volvió porque se dio cuenta de que realmente no sabía hacer nada. Fue el menor y el más consentido y, por lo tanto, no había aprendido a trabajar. Años más tarde, antes de cumplir los treinta, lo intentaría una vez más y fracasaría nuevamente. Se quedó, pues, como cuidante de su cada vez más cansada y enferma madre.

Para entonces ya había aprendido a beber y solía volver a su casa muy ebrio los fines de semana. Jugaba cartas y apostaba. Algunas veces ganaba e invertía el poco dinero que tenía en algo de ropa y comida para él y para su madre. Su vida no parecía ir a ningún lado y él lo sabía.

A los veinticinco se casó con Carmencita Huanca, la hija del vecino, con quien había mantenido ocasionalmente una relación sentimental desde que ella cumplió dieciséis años. Carmencita también trabajaba recogiendo restos de minerales, pero no dejó la escuela y salió bachiller. Los tres: Juana, Sergio y Carmencita se fueron a Tupiza al final del invierno de 1979, cuando el precio internacional del estaño cayó estrepitosamente, la producción de las minas mermó y comenzó a derrumbarse la economía nacional. No tenían más opción que abandonar las minas y migrar a la ciudad.

Sergio y Carmencita tuvieron una hija a la que llamaron Luz. Nació sana y fuerte, y tenía una mirada encantadora. No lloró de bebé y no dio muchos problemas cuando creció. Se adecuaba fácilmente a las incomodidades del hogar en que vivía, y hablaba poco. Quizás no quería ser otro problema para la familia y prefería quedarse callada.

Cuando llegaron a Tupiza no encontraron trabajo, pero de inmediato se inventaron uno. Con los pocos ahorros que tenía Juana, compraron una mesita y se dedicaron a vender dulces, caramelos, galletas y otras golosinas a las personas que llegaban en el tren de la Empresa Nacional de Ferrocarriles. El tren partía de Oruro, pasaba por Uyuni y Atocha, llegaba hasta Tupiza y seguía al sur, hasta Villazón. El negocio les funcionó por un tiempo. El sonido del tren que se escuchaba a lo lejos descendiendo del Altiplano a través de las montañas era para ellos una esperanza, un aliciente para luchar contra las adversidades. El tren les daba vida y los animaba a seguir batallando. Luego fueron quedándose sin dinero para invertir y Carmencita comenzó a trabajar como maestra en una escuelita de San Juan, otra población minera de Potosí. Ahí fue cuando empezaron los problemas, pues con su ausencia fue difícil conservar una relación que había emergido de la necesidad y el cariño.

Sergio seguía emborrachándose cada vez más y poco a poco iba descuidando su ya de por sí precaria forma de vida. Luz estaba al cuidado de su abuela y también comenzó a sentir la ausencia de su padre. La familia, que nunca estuvo unida del todo, de repente se terminaba de resquebrajar. Carmencita estaba ausente toda la semana, Juana vendía lo que podía en el último andén de la estación y Sergio se buscaba la vida y malgastaba el poco dinero que conseguía.

Cansada de tanto viajar a San Juan y esforzarse por mantener su hogar, una noche Carmencita le dio un ultimátum. Sergio debía conseguir trabajo y reformar su vida. Ella necesitaba un hombre que trajera dinero a casa, que le diera bienestar a la familia y que fuera un buen padre para su hija. No aceptaría menos. La vida le había enseñado que solo con esfuerzo y dedicación podrían salir adelante. Sus palabras fueron precisas y definitivas. Hablaba muy en serio.

Sorprendentemente, Sergio así lo hizo. Sobrio por más de un mes, comenzó a reemplazar a los trabajadores que se enfermaban o se faltaban en la Asunción, una de las minas del Chorolque. Ahí conoció a Santiago, un joven minero huérfano y buen mozo. Juntos completaban las cuadrillas que entraban por turnos a colocar dinamita y, luego de la explosión, sacaban los escombros a la bocamina. Era un trabajo relativamente sencillo, pero ciertamente agotador y desgastante. Pronto se hicieron amigos y juntos se iban a emborrachar los fines de semana. Santiago, soltero y veinteañero; y Sergio, casado y con treinta y cinco años, amanecían bebiendo en una pequeña casita frente al mercado.

Desde un inicio, su relación estuvo regida por los códigos que la vida y su cultura les habían impuesto. Pero había algo más. Fueron convirtiéndose, el uno para el otro, en un refugio; una especie de oasis en medio del sufrimiento y el cansancio. Se contaban sus penas y compartían lo poco que ganaban. Por momentos, Sergio era el padre que Santiago nunca tuvo y Santiago el hermano con el que Sergio nunca compartió. A esas dos almas perdidas, abandonadas, despechadas, las reunieron las vicisitudes de la vida, los designios del malvivir.

Cuando llegó la fiesta del pueblo fueron juntos a emborracharse. Como siempre, Sergio acompañó a Santiago hasta su casa, que quedaba camino de la suya, pero esta vez tuvo que llevarlo hasta su cama, pues este estaba demasiado ebrio. Al acostarlo, casi por instinto, Sergio le hizo una caricia en la frente, provocando una reacción de Santiago, que de inmediato lo tomó por el cuello y acercó su rostro al suyo. Enturbiados por el alcohol y el cansancio, dejaron que sus bocas adormecidas, aún con restos de coca masticada, se acercaran la una a la otra con una naturalidad que hasta entonces no habían experimentado. Las manos de Santiago se hundieron en la espalda de Sergio y él se metió en la cama, quitándose torpemente el pantalón para luego cubrirse con un par de colchas, y hacer el amor con ese amigo que le ofrecía nuevas experiencias y nuevas posibilidades de aquello que entendía por placer y, quizá, amor.

A la mañana siguiente ninguno recordaba lo que había sucedido. Se levantaron, se vistieron y volvieron a la mina. Cada uno por su lado ataba cabos, recreaba la escena, trataba de entender lo ocurrido. Se cuestionaron rígidamente y se autocastigaron por haber cometido ese “pecado”. Santiago fue a confesarse a la iglesia. Fue criado por sacerdotes en una institución de Potosí y sabía que lo que había hecho estaba mal. Sergio, en cambio, se limitó a seguir emborrachándose.

No se hablaron por una semana, salvo para saludarse y preguntar por el siguiente turno que les tocaría cubrir. Negando lo que sentían, o lo que creyeron sentir, pasaban las noches meditando sobre el hecho. Sergio acostado al lado de Carmencita, mirando fijamente el techo de calamina y paja, y Santiago solo en su cuartito, hundido en su pequeño camastro de madera.

Pasaron los días y con ellos volvió la normalidad. Sergio comenzó a prestarle más atención a Carmencita y a su hija Luz, y se dio cuenta de que había descuidado bastante a Juana, esa abnegada madre que en algún momento fue todo para él. Dejó de beber un poco y algunos fines de semana se quedaba en casa o salía a caminar por los alrededores.

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“Dos mineros ebrios que se escapan de una fiesta, hacen ‘sus cosas’ y luego siguen sus vidas como si nada. Eso está permitido si es bajo la influencia del alcohol”. / Fotografía: Jacqueline Siñani.

Santiago se encerró en su cuarto por un par de días y luego siguió con su rutina en la mina. Comenzó a frecuentar a otros mineros, pero siempre volvía solo a casa.

Ambos sabían, sin duda, que nunca más serían los mismos. Entrenados desde pequeños para afrontar dificultades y sobrellevar cargas pesadas, retomaron aquella amistad que ahora se confundía en una mezcla de ambigüedades sentimentales. Se miraban, primero con recelo y, luego, con una confianza que superaba aquella relación que los había unido y por la que aún estaban juntos.

Meditabundos, una tarde de verano se encontraron mientras caminaban sin rumbo. No estaban seguros, pero cuando cruzaron sus miradas, cuando las pupilas del uno detectaron el brillo en los ojos del otro, todo lo que ocurrió aquella fría noche volvió de inmediato al presente y tuvo sentido.

Los ojos de un minero enamorado

Luz había crecido y a sus ocho años era la niña más bonita e inteligente de su curso. Carmencita se había convertido en maestra titulada y parecía estar feliz con la actitud de su marido y esa aparente calma familiar que por esos días reinaba en su hogar. Su economía se había estabilizado con el trabajo de Sergio en la mina. La familia parecía estar en su mejor momento, y todos sus integrantes se sentían más o menos tranquilos, aunque Juana se enfermaba todo el tiempo, cada vez la acosaban más achaques y su salud comenzaba a deteriorarse irreversiblemente.

Pero es cierto que la calma siempre antecede a la tormenta. Y en este caso, con los antecedentes ya expuestos, la historia tiene, o más bien debe terminar dramáticamente. Quizás fue la manera en que Sergio y Santiago se encontraron de nuevo una tarde calurosa, frente a frente, atraídos por esa inconcebible fuerza llamada “pasión” por muchos; “amor”, por otros; “pecado”, por unos pocos. Cerca del mediodía, la sombra de Sergio se hundía bajo sus pies, en esas melancólicas montañas rojizas desde las que se podía ver cómo se perdían los rieles del tren en el horizonte. No lo planearon, claro, y sin embargo, ahí estaban. Solos en medio de la nada, conteniendo la respiración, sintiendo el viento en sus cabezas aún confundidas. Era verano y el calor comenzaba a sentirse.

Probablemente hoy el romanticismo de aquel encuentro haya desaparecido. Ese particular momento, esa yuxtaposición de vidas y destinos quizás no sea posible de entender hoy en su verdadera dimensión, con toda su intensidad y con todas sus consecuencias. Toca especular.

Se miraron fijamente a los ojos por algunos minutos. Tenían en la boca muchas palabras para decirse, pero no pronunciaron ninguna. Dieron por sentado muchas cosas y decidieron callar. Un huracán de sentimientos, imágenes y recuerdos les sacudió la cabeza y les acongojó el corazón. Siguieron callados, y comenzaron a acercarse lentamente. Sería difícil describir las expresiones de sus rostros. Una mezcla de rabia, impotencia, deseo, esperanza, culpa y hasta odio. Casi rozando la punta de sus narices, dejó de soplar el viento y se besaron decididamente, torpemente, como si a través de la fuerza, de la violencia de sus labios, mandíbulas y dientes, pudieran generar una escena cuya reacción fuese exactamente opuesta a lo que estaban viviendo. Ese beso fue su manera de aceptar las cosas, de decirse que sí en silencio.

¿Quién en su sano juicio podría juzgarlos? Mineros pobres, obligados a sobrevivir, desamparados por la sociedad y olvidados por Dios. Tuvieron que buscar silenciosamente un suspiro, una grieta que les permitiera ver la luz. En el fondo de la mina, en la oscuridad, en las tinieblas, en el callejón sin salida de la miseria, encontraron en esa relación un motivo para intentar alcanzar aquello que entendían por felicidad. Y por el mismo hecho de ser prohibida, esa relación les daba fuerzas para seguir creyendo que era posible alcanzarla.

Comenzaron a encontrarse furtivamente en el mismo lugar un par de veces al mes. Cada uno iba por un camino distinto desde el pueblo, algunas veces tomando atajos o rutas más largas para comprobar que nadie los siguiera. En esas tardes de sol, de brisa tibia que bajaba del altiplano, se sentaban de espaldas a la montaña y se besaban. No hablaban mucho. Como en el fondo de la mina, sus cuerpos estaban acostumbrados a cierta oscuridad, a cierto silencio que los contenía y los mantenía tranquilos, casi adormecidos. Compartían coca, algunas veces un poco de alcohol, y planeaban el siguiente encuentro. En lo posible trataban de no tocar el tema familiar. La culpa los distraía y los alejaba de aquello que estaban construyendo. Sergio le tomaba la mano casi con compasión, como si se tratara de un niño perdido y huérfano. En cambio, Santiago jugaba, le hacía bromas, algunas veces contaba chistes y siempre tenía una sonrisa en los labios.

Sergio lo miraba con mucha atención. Capturaba en su retina cada movimiento, cada gesto, cada ademán. Frente a él, Santiago se desenvolvía, se desestructuraba, se convertía en un hombre cándido y aparentemente feliz. Algunas veces sus ojos se estremecían y la vida parecía írsele en lágrimas. Brotaban espontáneamente pequeñas esferas calientes y saladas, pero se las secaba rápidamente. No permitía que Santiago las viera y trataba de controlarse. Pero seguía mirándolo. Mirando su boca cuando hablaba, cuando le contaba alguna historia del orfanato. Observaba la nariz gruesa, las cejas desproporcionadamente pobladas, las orejas redondas. Fijaba su mirada en una especie de aura que su imaginación creaba alrededor de Santiago. A veces no quería parpadear para no perderse ni por una milésima de segundo ningún detalle de ese ser humano que lo hacía tan feliz.

Aunque trabajaban en distintos niveles de la misma mina, varias veces se reunían después del almuerzo con otros mineros alrededor del “Tío” para el ritual de costumbre. En frente de esa figura, mitad tenebrosa y mitad divina, encomendaban en silencio su vida y su futuro. Compartían miradas cómplices y deseos silenciosos. Luego seguían trabajando, pensando, quizás, en su siguiente encuentro.

Pero cuando la relación comenzó a consolidarse llegó el fatídico momento que los obligó a decidir entre la vida que llevaban y aquella que debían ejercer a los ojos de la sociedad. Por esos días se casaba el hijo de uno de los capataces y ambos fueron invitados al matrimonio. No es difícil imaginar lo que allí ocurrió: se emborracharon como todos los invitados y bailaron con las primas de la novia, que habían llegado desde el interior del país como invitadas especiales al evento. Santiago comenzó a coquetear con una de ellas y por un momento estuvieron a punto de besarse. Sergio lo miraba atentamente desde el otro extremo de la sala, atento, curioso, celoso, apasionado. En medio del frenesí causado por las bebidas y la algarabía que en plena madrugada aún perduraba, Sergio se acercó a Santiago, lo tomó por el brazo y lo llevó hasta la puerta. No pudieron evitar que los vieran besarse, irse juntos y perderse por un callejón oscuro. Ahí comenzó a desmoronarse todo.

Sergio y Santiago no se dieron cuenta. No fue tan grave. Ya había pasado antes: dos mineros ebrios que se escapan de una fiesta, hacen “sus cosas” y luego siguen sus vidas como si nada. Eso está permitido si es bajo la influencia del alcohol. Únicamente en ese estado los quechuas lo consienten. “Cosas de la borrachera”, “cosas que pasan”, dicen. Al otro día todo sigue igual. Pero a lo largo del invierno, y creyendo haber logrado cierta tolerancia, siguieron en el mismo afán de emborracharse e irse juntos cada vez que asistían a una fiesta o se iban de una chichería.

Los rumores pronto comenzaron a correr. Se comentaba que Sergio había dejado a su mujer por ese joven. Que Santiago lo estaba usando para sacarle plata. Comentarios maliciosos se esparcían en su grupo de amigos y pronto llegaron a oídos de las viejas chismosas del pueblo, y hasta en Potosí se sabía de dos mineros maricones que trabajaban en una mina del Chorolque.

El lunes luego de una fiesta, llegando a la mina, Sergio percibió que algunas personas lo miraron de manera sospechosa. Cuchichearon y rieron y una de las mujeres hasta se persignó cuando lo vio en la entrada. Algo no andaba bien. Sergio siguió con su rutina. Entró en la mina, agarró su picota y comenzó a hacer su trabajo. Mientras calculaba la densidad de la piedra que esa mañana le tocaba derruir, iba metiendo hojas de coca a su boca, tratando de no darle mucha importancia a esa angustia que de pronto lo invadía todo. Con el rabillo del ojo miraba a su alrededor, como hacen algunos animales antes de huir de sus depredadores. Estaba intranquilo. Sentía que el peligro estaba cerca y, como nunca antes, sintió miedo.

Al salir de la mina, ya con el sol ocultándose detrás de las montañas, bajó al pueblo a buscar algo de comer. Esa noche tenía que encontrarse con Santiago para hablar de lo que estaba pasando. Estaba convencido de que algo no andaba bien y quería compartir su preocupación con él para saber qué es lo que podían hacer. Se sentó en la plaza a esperar a Santiago hasta que el frío lo obligó a marcharse. Esa noche no pudo dormir. A la mañana siguiente, antes de ir a la mina, con los primeros rayos del sol despuntando en el horizonte, fue corriendo a la casa de Santiago. Tocó. Volvió a tocar. Nadie abrió. Entró por una ventana y descubrió que Santiago no estaba, que se había marchado para siempre.

Huir para escribir

A Sergio Choque lo encuentro confundido y malherido en el hospital de Tupiza. Según el informe policial, fue “atacado por un grupo de jóvenes en estado de ebriedad que quisieron robarle sus pertenencias” la noche anterior.

Sergio duerme en una cama con vista al jardín, aunque las cortinas están cerradas. Comparte la habitación con un muchacho que tiene el brazo fracturado. No me saluda cuando entro; está demasiado concentrado en el chat de su teléfono móvil. A ratos se le escapa una que otra carcajada que trata de aplacar al sentirse observado. Sergio tiene vendas en la cabeza y en el ojo derecho; su nariz está hinchada y sus manos y brazos raspados. El pijama verde que le dieron en el hospital es muy grande para él. Huele a alcohol.

Hace quince días que salió de La Colmena, un centro de rehabilitación para alcohólicos y drogodependientes en Tarija, donde estuvo internado por casi seis meses. Volvió a Tupiza para reclamar como herencia la casa de su mamá que, según él, le pertenece por derecho. Años antes peleó con Jerónimo, su hermano mayor, quien se quedó con el inmueble. Él tuvo que partir, una vez más, a buscarse la vida. Esa vida que se le escapó de las manos, que se diluyó en el tiempo y que nunca supo cómo amarrarla.

–Yo la atendía a ella. Le preparaba su comida, le lavaba su ropa y limpiaba la casa. Como una empleada hace en la casa –dice. Habla con dificultad. Las palabras se le atoran en la boca. Por un momento se queda en silencio, con una mirada perdida, tratando de recordar algo.

Aquella mañana, cuando descubrió que Santiago se había marchado, sintió que su vida terminaba. O al menos una parte de su vida. Trabajó arduamente toda la jornada sin hablar con nadie. Ni siquiera almorzó. Salió sin despedirse y caminó como si lo persiguieran. Sentía que la montaña le caía encima. Cuando llegó a su casa vio cómo su mujer terminaba de cerrar una vieja maleta en donde había metido toda su ropa y la de su hija. Lo estaba abandonando. Sergio, aturdido y sin saber qué hacer, se sentó a escuchar la sarta de insultos y agravios que Carmencita vociferaba, completamente fuera de sí. Le habían contado todo. Su aventura con ese jovenzuelo, esa relación pecaminosa que estaba en boca de todo el pueblo. Se habían burlado de su matrimonio, de su hija y de su honor como mujer. Lloraba desconsoladamente. Sergio también lloraba, pero en silencio, impotente y confundido. Carmencita golpeó la puerta al salir y Sergio no la volvió a ver, ni a su hija, de la cual no pudo despedirse.

–Nunca más vi a mi hijita –narra entre lágrimas que le impiden articular correctamente sus palabras–. Me quedé solo con mi mamá, como cuando era niño y llegué al mundo. No volvieron nunca más.

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Debido a las creencias en algunas regiones, los trabajadores de algunos pueblos se ven obligados a ocultarse en las sombras. / Fotografía: Jacqueline Siñani.

Días después se enteró de lo que había pasado. Un grupo de mineros había atrapado a Santiago en una gruta. Allí lo golpearon y amenazaron con matarlo. “Los maricones, así como las mujeres, no entran a la mina. Es de mala suerte. Tienes que irte”, le dijeron y lo dejaron sangrando en el piso. Santiago huyó del pueblo, arrepentido y lleno de miedo. Nunca más se volvió a saber de él.

–Yo me quedé solo. Mi mamá me ayudó con la comida, pero nunca más volví a trabajar en la mina. Por eso me convertí en su empleado –cuenta un poco avergonzado.

Sergio comenzó a beber en serio. Perdió a su familia, a su más grande amor y renunció a su trabajo. Si no se mató fue porque nunca encontró fuerzas para abandonar a su madre, que por eso años ya caía enferma frecuentemente. A menudo le cruzaban ideas suicidas por la cabeza, pero nunca las tomó en serio. Siguió viviendo por la inercia de una existencia vacía. Era un hombre que esperaba el último de sus días para dejar de sufrir.

Cuando su madre murió, él estaba ebrio, durmiendo en la habitación contigua. Su hermano lo acusó de haberla golpeado hasta matarla, pero Sergio afirma que fue un accidente.

–Se cayó de la cama. Ya se había caído antes y yo siempre la ayudaba. Pero esa noche no la escuché y al otro día la encontré muerta. Mi hermano me echó la culpa, pero yo no tuve nada que ver –se defiende como si alguien lo estuviera acusando. Luego calla.

En ese momento entra a la habitación una enfermera. Me pregunta por qué estoy aquí. Le digo que soy periodista y que lo estoy entrevistando. Me responde que no es horario de visita y que debo irme. Le digo que termino enseguida, que quiero ayudar al paciente con el pago de algunos medicamentos. Se retira a regañadientes. Yo sigo escuchando a Sergio.

–En La Colmena me van a ayudar. Me dijeron que me pueden operar. Me van a sacar la maldad que tengo en la cabeza. Esos doctores son muy buenos. Quieren que sea una mejor persona –dice y comienza a llorar de nuevo–. Yo ya estoy arrepentido, quiero cambiar, ser un hombre bueno –dice.

Pero ya no me mira. Tiene los ojos clavados en el techo. Desvaría. Habla despacio.

–Luz, Luz.

Parece que llama a su hija. Solloza.

–Y ahora, ¿qué va a hacer? –le pregunto.

–Voy a seguir estudiando. Quiero terminar la escuela. Me toca quinto básico –responde con una sonrisa triste.

Domienza a cerrar los ojos. No le pregunto nada más. Me quedo mirándolo, pensando en su historia, en su vida, en Santiago, en su hija Luz. Duerme. El sol se oculta tras las cortinas cerradas.

Al salir, por un instinto de solidaridad y agradecimiento, pago una de sus recetas médicas y algunos medicamentos. Me voy en silencio. Las enfermeras se quedan mirándome.

Es jueves. Contrato un taxi y le pido que me lleve a Quebrada Seca. Quiero hacer algunas entrevistas y encuestas en el pueblo donde vivieron Juana y Sergio. Tardamos unas tres horas en llegar. Es mediodía y no encuentro nada para comer. Enciendo un cigarro y comienzo a caminar por las callecitas de tierra. Parece un pueblo fantasma. Llego a una casa en donde hay tres mujeres sentadas y les digo si puedo hacerles algunas preguntas. Ninguna me responde. Hablan en quechua y yo me quedo en silencio. Luego una de ellas me dice en un español entrecortado que no tienen tiempo. Le digo que soy periodista y que solo quiero hacerles algunas preguntas. Nuevamente hablan en quechua y luego la misma mujer me dice que pregunte rápido porque tienen que volver a la mina.

Saco mi grabadora y mis encuestas. La mujer que habla español comienza a traducir mis preguntas sobre homosexuales, lesbianas y transexuales. Me mira con curiosidad. Parece enojada. Otra de ellas, de unos cincuenta años, termina de responder las siete preguntas, se levanta y se va. Yo le hago las mismas preguntas a la tercera, una joven de unos veinticinco. Sonríe y le pregunta algo en quechua a la otra mujer. Esta le responde enojada. Creo que le dice que se apure en responder. Una vez terminados los cuestionarios me siento a su lado. Les pregunto por la gente del pueblo, por los niños (que no he visto por ningún lado), por el clima. Conversación banal para entrar en confianza.

A los pocos minutos llega la señora que se había marchado primero. Está acompañada por un hombre mayor que tiene un lazo en la mano y un bolo de coca en la boca. Me pregunta que qué hago aquí. Le respondo que hago una investigación y algunas encuestas.

–Aquí no hay esas cosas –me dice enojado.

Le respondo que solo estoy preguntando y le repito que hago una investigación.

–Aquí no hay esa clase de personas –insiste–. Mejor váyase a preguntar a otro lado, aquí no hay esas cosas –sentencia con los ojos encendidos.

Una vez más intento explicarle que no busco “cosas”, sino que simplemente hago preguntas para una investigación.

–Le digo que es mejor que se vaya –me grita mientras levanta el lazo y amenaza con golpearme.

Las mujeres se van juntas sin decir nada. Otros hombres comienzan a aparecer desde atrás. Pienso rápido. Agacho la cabeza y comienzo a caminar alejándome del jilakata. Me digo que es preferible callar y escapar. Huir para poder escribir esta historia. Subo al taxi y vuelvo a Tupiza. Anochece.

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