Camino con él

Cecilia Barja nos trae un texto con dos historias paralelas que convergen en una misma dirección, convirtiendo el recuerdo de un padre ya fallecido en un sentimiento de fortaleza bajo la reflexión espiritual. Y es que la religión deja ese mensaje: convertir los sentimientos negativos en positivos, la pena en alegría, la desilusión en esperanza.

Cecilia Barja Chamas

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El recuerdo y la nostalgia como forma de mantener la vida / Ilustración: Adrián Rodríguez.

21 de septiembre 2022

El Papa Francisco, vestido impecablemente con su sotana blanca, estaba cenando en una mesa pequeña con dos sacerdotes. Yo sola en mi mesa a pocos metros de él, tomé valor y saqué el regalo que llevé escondido entre dos libros. Estaba nerviosa y emocionada, había repetido varias veces lo que le quería decir: el cariño del pueblo boliviano y los migrantes en Buenos Aires. Saqué el regalo de la bolsa de papel: un par de medias hechas en Bolivia con dibujos de empanadas. ¡Qué mejor regalo que medias!, ¿cierto? Todos las necesitamos. Ya a pocos metros, extendí mi brazo con la ofrenda y él me miró.

Pero la primera pregunta es por qué estaba alojada en la Casa Santa Marta, donde el Papa reside. La respuesta es tan larga como mi vida de fe y espiritualidad, pero tan concreta como la muerte de mi amado papá, Roberto Barja Miranda, por COVID-19 en octubre del 2020. Su muerte es el evento más trágico de mi vida, produjo un dolor infinito que cubre todos los recuerdos y se extiende a todo aquello que ya no podremos vivir juntos. "De ti vengo y a ti volveré", fueron mis pocas palabras dolientes. La revelación para mí de esta pérdida fue que el sentimiento de amor y trascendencia es tan, si no más, fuerte como el de dolor. Fue noche de luna llena.

Volvamos a Ciudad del Vaticano. Cuando las medias bolivianas blandían en el aire ya dirigiéndose a su nuevo dueño, el personal de seguridad, que no los vi antes por ninguna parte, dijeron en italiano imperativo: "¡Signora! ¡Signora!" e inmediatamente pidieron que retorne a mi mesa. Yo, roja como tomate napolitano, comía mi pasta mientras pensaba en cómo tener una mejor estrategia de entrega del recuerdo boliviano. Al día siguiente, durante el desayuno, vi al Papa moverse con mucha lentitud, su espalda se doblaba dolorosamente a los lados cuando intentaba caminar. Se sujetaba de las mesas y las sillas, se apoyaba para dar descanso a su rodilla lastimada. Sin excusas, sin poner su dolor por encima de su amor a los creyentes, dirigió la misa en la Basílica de San Pedro, compartió el Ángelus, recibió a cientos en audiencias. Sentí compasión por él. Ya no pensé en mis medias, ni en lo que tenía que decirle. Sentí su dolor y fortaleza, y los hice míos. Pase de mi necesidad, mi plan, mi historia, a una conciencia más amplia, más grande.

Así también fue la toma de conciencia en el claro de luna de llorar a mi papá. Pasé de extrañarlo a sentirlo junto a mi cuando escucho Beethoven, cuando leo Dostoyevski, cuando rezo el Evangelio, cuando me siento debajo de la magnolia, y sobre todo cuando sirvo a mis hermanas y hermanos, en el proyecto de dignidad universal que Jesús nos encomendó, y que mi papá Roberto la hizo misión de su vida. Hoy recojo su cruz de vida y camino con él. "He venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia" (Juan 10:10).

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