Los perros están de moda
Pensé llamar a este texto: “Acaben de una vez con los perros”, siguiendo el estilo de mis ilustres antecesores que han tratado este mismo tema, pero he preferido ser un poco delicado. Y ya que voy por la tercera línea, confieso que a veces me gusta comenzar con una anécdota. Aquí va la primerita.

Hubo un tiempo —y lugar: un barrio de la ciudad de La Paz— en que yo tenía dos perros grandotes, hembra y macho, el uno era muy cariñoso y la otra no tanto —una hembra bien “fregada”—. Como dizque eran de la raza siberiana, al uno lo llamé Anton, por Anton Chejov, y la perra era tan bella que como Bella se quedó.
También tenía un hijo pequeño, digamos de cuatro a cinco años; el cariñoso Anton se le acercaba y el niño huía, asustado, lloroso, a refugiarse donde la gente, de manera que había que tener cuidado con el perro, pues mínimamente, de tanto amor podía tirar al suelo al niño. Así que este no podía salir al patio solo. Le tenía miedo y punto.
Un día de esos llegó a mi casa mi sobrina, desde la provincia, con su hijito de la misma edad del mío. Salió al patio, se le acercó el perro cariñoso, seguramente con la intención de olerlo y saludarlo. El muchachito agarró un palo de escoba y levantándolo amenazante hizo escapar al perro. Me quedé pensando: ¿cuál de los dos niños tenía mejores relaciones con el perro? ¿O los adultos éramos los culpables de estas extrañas reacciones infantiles y perrunas? Y solo concluí que somos producto de diferentes experiencias de vida.
Por ejemplo: yo vengo de los tiempos en que los perros eran útiles para cuidar la casa, para acompañarme en los viajes y buscar las vacas y los terneros, y después ayudarme a arrearlos. También para enfrentar a los animales salvajes que merodeaban, amenazando mi tranquilidad, o para hacer huir al zorro come-gallinas. Los perros eran para hacer bulla y cuidar mi seguridad en el campo. Punto.
Por supuesto que había que quererlos, pero arrojándoles un hueso. Haciéndolos chillar también, “para que se comporten”. (Con los niños también se hacía lo mismo: lea nomás usted unas cuantas novelas del siglo XIX y comienzos del XX). No es que ahora somos una maravilla de gente. Solo digo que los tiempos han cambiado, junto con los lugares y las condiciones de vida.
Ahora quiero acordarme, solo de paso, de algunos perros en la literatura. Se nos han metido demasiado en la memoria y añoramos tantas escenas… ¿Por qué motivo recurren los autores a estos bichos?, ¿es que están demasiado cerca de nosotros? ¿Por qué no un elefante, o una pulga?
Perros de verdad, perros de palabras, perros como símbolos, en fin, perros que traen diversas maneras de conocer mejor a los humanos. ¿Tal vez las moscas nos inspiran mejor?
Hablar con los perros es el título de la novela de Wilmer Urrelo. Hablaba consigo mismo. La ciudad y los perros escribió don Mario Vargas Llosa. Pobres perros, pobres humanos. “¿No oyes ladrar los perros?”, pregunta Juan Rulfo en su homónimo cuento. ¡Cuánto hablaban esos perros! Más y mejor que en El coloquio de los perros de don Miguel de Cervantes, que no he leído. En cambio, sobre la novela Flush —nombre de perro— de Virginia Woolf han dicho: “No es tanto un libro escrito por una amante de los perros como un libro escrito por alguien que quisiera ser un perro”.
Leí una vez Cecil de Manuel Mujica Laínes, pero no me acuerdo; solo por su nombre conozco Los galgos de Sara Gallardo. En cambio, bien me acuerdo de Habrá que matar los perros, el cuento del argentino Miguel Briante, que relata una matanza de 200 perros en las cercanías de La Plata. A estas alturas ya estamos metidos en el embrollo. (Me acuerdo que en los años 70 el humorista español Perich, tenía un “Refrán feminista” que les comparto: “La perra es la mejor amiga de la mujer”).
Y ahora los perros están de moda, no como perros sino como juguetitos, como compañeros y objetos de amor, o de miedo, ¿no ve?

Como contraparte salen en la prensa boliviana historias de las matanzas de ovejas y llamas por perros vagabundos, perros hambrientos —me olvidaba de Los perros hambrientos de Ciro Alegría—, perros salvajes, abandonados, porque nuestra sociedad es así de dispar. Estamos demasiado unidos e interrelacionados hombres y animales. Y como nunca —como siempre— estamos demasiado emparentados con los perros.
¿Cómo era eso de que ahora los perros están de moda? Depende de por dónde nos movemos. En las casas de las ciudades, en los departamentos, en las calles. ¡Qué manera de amar a los perros! Pobrecitos también, sus ojitos, su mirada, su colita.
¡No! No quiero.
Tener un perro es buena onda, es cariño y enfrentamiento de la soledad, es mejor que tener un amante que nos regaña, que nos engaña, que nos enfrenta. Un perro, en cambio, da amor y cariño…
Cuidando a mi perro me siento bueno, me siento útil, me siento amoroso. ¡Encontré la razón de mi existencia! ¿Para qué la vida?
Por otra parte, sueño lo imposible: ¿cómo sería el mundo si un poquito de ese amor a los perros fuera para nuestros semejantes humanos? No, señor: para estos, envidia, menosprecio, maltrato, miradas chuecas.
Todo esto parece una venganza contra la maldad de los humanos entre sí. Nos odiamos y nos mordemos en todos los niveles: políticos, familiares, sociales. Todo el tiempo andamos mostrándonos los dientes. Y entonces recurrimos a los pobres perritos para salvarnos del naufragio… Como si solo fuera una pesadilla o un invento de “la derecha” que, en el altiplano boliviano, hace pocos años se mataron perros impune y oficialmente, bajo el barniz cultural-religioso-ceremonial.
En las modernas ciudades de mi país, las casas y los departamentos se están llenando de perros. Cada uno tiene su perrito, o un par o una tropita de perros. Varios tienen su jauría y la tal jauría se queda “cuidando la casa” hambreando, encerrada, sola, rabiosa hasta el desespero. Como en los mejores tiempos salvajes.
Y los dueños, las dueñas, de los perros, eso sí, tienen que hacer pasear a la mascota: es un decir, tienen que sacarlos a la calle para que hagan sus necesidades. Cientos y cientos de perros haciendo caquita en la calle. ¿Y hay alguien que recoja las caquitas? No, las caquitas de los perros son para que tropecemos los pobres humanos que andamos a pie, sin perro que nos ladre.
Todo normal. ¡Tan lindos son los perritos! No, no quiero hablar de los perros que sobreviven en la calle. Los otros me bastan y me sobran.

Este no es un problema boliviano. Es un problema universal: la moda de los perros. En muchas ciudades del mundo, la gente saca a sus perros y levanta en una bolsita sus caquitas y las echa al basurero. En Bolivia debe haber un 0,1 % de gente que hace eso. En Francia, no sé. En Alemania, tampoco sé. Creo que están algo mejor que nosotros.
Mientras tanto puedo asegurar y decir: pobres perros, pobres humanos. ¿Hay algo más “domesticado” que un perro? Antes los maltratábamos con un palo. Ahora los maltratamos y los utilizamos queriendo hacerlos vivir encerrados, o encadenados, como humanos. Y no hay vuelta. O viven en nuestras faldas o viven matando ovejas.
En nuestra sociedad, el “ser humano” no ha dejado de ser violento y desubicado. No basta con “amar a los perros”. El amor a los perros es un falso amor: es un desquite porque somos incapaces de entendernos y soportarnos a nosotros mismos.
Ya, dejaré de quejarme. Esta es la anécdota de cierre:
Viajaba yo, bastante tiempo atrás, en los trenes de Alemania, de esos que parecen un avión. Resulté cómodamente sentado en una especie de suite como si estuviéramos por iniciar una reunión entre “ejecutivos”. Cuatro pasajeras nativas y de cierta edad me miraron apenas, tan serias, tan correctas y envaradas. Qué frías y calladas las señoras alemanas. Yo también. Y ya nos estábamos aburriendo. Cuando de repente apareció una nueva señora, pero esta era joven y sonriente y se dirigió a ocupar el último asiento vacío. Cargaba un canasto, que asentó en medio de las demás viajeras. Adentro había un perrito precioso.
Y el mundo cambió.
¡Sí! ¡Había que ver cómo se iluminaron los rostros de las aburridas señoras, acariciando con los ojos, preguntando, comentando con ternura la aparición de ese portento en el canasto! Todas tenían algo que decir y rieron y charlaron, preguntando más detalles sobre la vida del perrito. Así aprendí a conocer un poco más a la gente, ignorante de las misteriosas cualidades y los seguros atractivos del perrito: el centro del mundo.