Los Cachis ‘95

¿Qué es una ciudad sin periferia? Un cuerpo sin alma. Zambrana nos invita a dar una vuelta por un antiguo barrio que hace más de veinte años era el límite de Santa Cruz, pero hoy es una arteria principal de esa urbe que crece sin freno, y que muta de la misma manera. El testimonio de Andrés describe una parte del alma de ese espacio.

Vamos a ubicarnos en la Santa Cruz de la Sierra de 1995. Allá, un adolescente de 14 años decidió que empezaría a “cagarse en los hijitos-de-papá-creídos-de-mierda”; para hacerlo bien, tendría que vestir los Reeboks Clásicos que ellos vestían, los Nike Cortez, los pantalones Razzy y Fiorucci, las gorras ocho costuras… Decidió que no sería un nadie (un pelau’ sin importancia), un gil (tipo simple) o un careta (que equivale a decir falso o hipócrita). Estaba decidido a ser calle, de modo que tendría que robar las cosas que fuera a desear.

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Los Cachis, antiguo mercado negro ubicado en el primer anillo de Santa Cruz. / Ilustración: Pedro Leonardo Sánchez.

Se llama Andrés S. A., y en la actualidad tiene cuarenta años. Hombre de fe, empresario y marido, es también una ventana a un lugar peligroso, a un mercado negro que hace 27 años todavía era una jungla de alquitrán y losetas calientes, un monstruo urbano que excretaba delitos y crímenes.

“En esa época, toda la zona de Los Pozos era peligrosa”, me contó Andrés en la entrevista que le hice en agosto. “Tenías que cuidarte de los palomillos”, dijo. Pegó los labios a la bombilla de su vaso matero, dio un sorbo y después explicó que se refería a los drogadictos que dormían en la calle. “La Aroma, por ejemplo, era llena de choperías; a las ocho y media de la noche vos volabas, porque, si no eras conocido, te pelaban”; mate, otra vez.

Me quedó claro que la movida consistía básicamente en robar y asaltar, pero, por si las dudas, Andrés agregó: “Si yo te veía cachorro, con tu cadena o tus zapatos de marca, te dejaba Picapiedra”. Se veía cansado, pero conforme, como quien se respeta a sí mismo tras haber librado una batalla larga.

Me explicó que en aquel entonces la sociedad cruceña era ingenua, lo suficiente como para que muchos de sus miembros adinerados se metieran en la zona roja (calle Campero y alrededores) o fueran a los juegos electrónicos (a Deltalandia, más que a ningún otro) con su ropa fina y sus accesorios caros. “Yo apuntaba a los relojes con memoria y calculadora”, dijo. “Pero no eran pa’ mí. Yo quería plata, me hacía tres de esos relojes en un día y, después de venderlos, me compraba droga pa’ la mitad de la semana”.

Exacto, droga. Cocaína, pastillas ansiolíticas (llamadas “pilas”) y marihuana (la clásica yerba); todas ellas palpitaban en las sienes de Andrés durante los años de la movida. Bien calle el muchacho, pero una adolescencia como esa tiene sus consecuencias. “Casi todos con los que andaba en esa época están presos o muertos”, dijo. “De mi grupo solo quedamos dos. Yo me salvé por poco, no estaría aquí si hubiera entrado a (la cárcel de) Palmasola”.

Me habló de un asalto que habían planeado los de su grupo en 1995. Iban a entrar a la casa de una mujer mayor para robarle todo su dinero (les constaba, gracias a un informante, que había miles de dólares en una caja fuerte dentro del domicilio). A Andrés, un iniciado en la escuela de la calle, le habían detallado su parte del trabajo práctico.

TAREA PARA ANDRÉS: Reiniciarle el “windows” a un hombre que de día trabaja de zapatero, y de noche cuida la casa de la vieja.

INSTRUCCIONES: ¡Tequi!, uno bien dau’, en el tari (cabeza).

MATERIALES: Un martillo

REQUERIMIENTOS: 1. Tener cero respeto por la vida ajena. 2. Un par de huevos enormes y bien puestos, como para seguir con el plan a pesar del miedo. ¿Maricón quién?

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La vida de una persona puede tener más de un momento, los mismos pueden ser radicalmente diferentes si el individuo así lo decide. /Ilustración: Pedro Leonardo Sánchez.

Me contó que a sus siete compinches les cayó la Policía frente a la casa de la anciana, justo antes de que se dispusieran a entrar, y que al día siguiente los medios de comunicación propagaron la noticia refiriéndola como “El caso siete machos”.

Esta es la secuencia que Andrés me detalló: una patrulla de Policía pasó por la casa de la mujer, los patrulleros sospecharon del auto en el que estaban los asaltantes, bajaron con las pistolas desenfundadas y descubrieron que los “siete machos” portaban un par de armas de fuego; les ganaron la moral a los asaltantes y los hicieron bajar del vehículo. Andrés lo vio todo desde una banca de la plazuela de esa misma calle (ahí esperaba la señal para tocar la puerta de la caseta del zapatero guardián); se dejó caer al suelo y se arrastró hacia la oscuridad por debajo de la banca, dobló la esquina todavía convertido en gusano de calucha y, recién entonces, se levantó y echó a andar como si nada.

Zafó, pero la movida no quedó en pausa por mucho tiempo. Andrés siguió yendo a Los Cachis, en los siguientes dos años conoció a varios monrreros (o saqueadores de casas), auteros (o ladrones de autos), al descuidista (un peruano que les preguntaba cualquier cosa a los joyeros y, en lo que le respondían, ya les estaba fajando un tablero de anillos entero), a los que hacían cortinazos (que son estos tipos que levantan las cortinas metálicas de los negocios y los vacían) y a muchos asaltantes comunes. Tenía 14 años cuando su hermana le encontró un revólver calibre 38 debajo de la almohada.

“Ya me dedicaba a eso”, me explicó, se refería a los asaltos. Pero hay que decirlo: Andrés no era el marginal que no tiene dónde caerse muerto, había una familia al margen de sus actividades. Estaba su madre, Anita, quien atormentada por sensaciones horribles se quedaba esperando a Andrés todas las noches, mientras que la diabetes la dejaba ciega. Estaba su padre, un hombre trabajador que echaba humo por la nariz cuando veía al hijo con ropa de marca. Y estaban las tías precavidas, quienes, al ver que Andrés llegaba a las fiestas familiares, procedían a ponerle llave a las puertas de las habitaciones, haciendo ruido. “¡Es que era amargo de pícaro!”, me confesó.

La gente consume drogas duras porque producen un intenso placer. “Además”, dijo Andrés, “uno se fumaba una yerba para pertenecer a algo, ¿sabés?, a la calle, a una vida de adrenalina. Pero todo es con plata y, cuando no hay, uno empieza a robarles las chamarras a los familiares, las vajillas, los cubiertos… Llegó un punto en el que mis padres discutían a cada rato por mi culpa”.

Andrés empezó a pasar más tiempo en la calle, había días (a veces varios seguidos) en los que no regresaba a su casa; todo apuntaba a que iba a graduarse de delincuente para ejercer de por vida. Justo eso fue lo que me movió a preguntar qué pasó, qué lo hizo dejar el modo de vida que tenía en Los Cachis. “Me di cuenta de que estaba enfermo”, dijo. “La delincuencia y la drogadicción son enfermedades, y joden como el dolor de muelas. Hay personas que ya están adormecidas de tanto drogarse, pero todos los demás drogadictos sufren, tienen que aguantar bajones jodidos, unas depre bien pesadas, y ahí es cuando a uno le entran ganas de madurar. Dios fue importante para que yo logre lo que me propuse”.

Mi reloj marcó el final de la entrevista. Solo atiné a decirle gracias a aquel empresario y esposo que ya tenía muertos a padre y madre; al hombre tranquilo y de movimientos lentos que, vaya uno a saber con cuánta fe, cuánta ayuda y cuánto esfuerzo, consiguió dejar las drogas y la vida de delincuente; a esa persona que nunca va a poder arrancarse la calle de los ojos, de la piel y la voz; a ese hombre que, para acabar con el círculo vicioso de la soberbia y el pago que les juran a los soberbios, aprendió a comer guiso de 2 pesos o cena de 350 sin tentarse jamás a humillar a alguien.

Actualmente, las cosas han cambiado mucho en Los Cachis y sus alrededores, “la sociedad se hizo sapa”, dijo Andrés, “se cuida, se defiende; el que asalta puede morir en el intento”. Ese mercado negro todavía reviste cierta monstruosidad, pero ha replegado sus tentáculos al pasillo Oyola y poco más. Allí palpita. Unos piensan que agoniza. Otros, que está dormido y que no tarda en despertar.

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