Tres locuras la locura

Tres ciudades, tres momentos, tres personas que quedaron grabadas en la memoria del escritor Guillermo Ruiz y que rememora cada vez que se habla de la locura. En este texto nos cuenta la historia de esos encuentros y qué es lo que genera esa especie de demencia en los entornos, en la sociedad y, sobre todo, en nosotros mismos.

Albino, de pelo claro y lechosa piel herida por el sol cáustico de La Paz, solía moverse con algo de duende gruñón por las calles de San Miguel, especialmente la 21, acechando a los transeúntes y a los conductores distraídos con un ramito de flores tristes en la mano.

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“Si el paseante tenía el mal tino de resistirse a la generosa oferta, entonces el Gringo cambiaba los ojos afligidos por una mirada fiera y obsesiva donde se concentraba toda su ira”. / Ilustración: Christian Rojas.

Conocido como el Gringo o el Loquito de las Flores, este hombre de edad indefinible vestía pantalones de tela, una gorra arrugada y un rompevientos deportivo de colores, típico de los ochenta, y ofrecía a quien se cruzara en su camino flores ordinarias –por lo general, margaritas arrancadas, sin duda, de los arriates de San Miguel o de Los Pinos– que con el tiempo reemplazó por simples tallos de retama.

Al principio tendía su tesoro con ojos lánguidos y un gesto melancólico y extraviado, como si la cosa no fuera con él. Y también con una especie de jum que subía desde su garganta, como si pujase, y si el paseante tenía el mal tino de resistirse a la generosa oferta, entonces el Gringo cambiaba los ojos afligidos por una mirada fiera y obsesiva donde se concentraba toda su ira. Sin dar tiempo de reaccionar, tendía de nuevo las flores en un gesto inapelable. Con frases guturales e ininteligibles, exigía que sus flores fueran adquiridas en el acto y alargaba la otra mano para recibir las monedas que se le debía. Guay del que no lo entendiera.

A lo largo de los años, el Loquito de las Flores llegó a golpear a varios de los paseantes que, por algún motivo, rechazaban su extraño comercio; también, en más de una ocasión, fue perseguido a través de las calles frenéticas de San Miguel por transeúntes vengativos. Tan pronto inspiraba lástima como temor. Eran las dos caras de una conducta fiel y sin fisuras, porque nunca, en tantos años, cambió de costumbres ni de lugar.

La última vez que lo vi fue durante el invierno de 2016. La misma gorra arrugada, la misma cara de viruela cubierta de costras rojizas, la misma expresión ausente con una nota de dormida violencia: ahí venía otra vez el Gringo, apretando en su puño pálido el eterno ramito de flores tristes. Su obsesión incomprensible lo había preservado de los ácidos del tiempo.

***

Barcelona, septiembre de 2002. A esa hora temprana, Las Ramblas estaban casi desiertas. Los barrenderos trabajaban, soñolientos, sin levantar la vista del suelo recién regado por los camiones de la limpieza que, lentos y ruidosos, recorrían las calles del Casco Antiguo. Unos pocos trasnochadores se recogían titubeantes y una prostituta negra pasó dejando en el aire un trazo matinal de rímel corrido, tacones altos y medias de malla, y desapareció en la boca del metro. De pronto, de una calle lateral, surgió una figura extraña. El pelo cenizo recogido en un moño, vestía una falda oscura, medias rayadas y una rebeca gris de punto a la que faltaba el botón superior. Parecía una abuela de cuento, pero calzaba unas chancletas color rosa, como de niña, y con mirada alucinada, escudriñaba los gastados adoquines de Las Ramblas, como si hubiera perdido algo.

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“Ella me miró sin verme y avanzó hacia mí con un gesto amenazante y entonces, con una voz estentórea, raída y terrible, se puso a gritar al suelo, a la vez que señalaba un punto preciso a mis pies con un dedo acusador”. / Ilustración: Christian Rojas.

Creyendo que estaba hambrienta, fui hasta una tienda cercana, volví con una bolsa de pan de molde y se la tendí. Ella me miró sin verme y avanzó hacia mí con un gesto amenazante y entonces, con una voz estentórea, raída y terrible, se puso a gritar al suelo –esos viejos adoquines llenos de historia de Las Ramblas–, a la vez que señalaba un punto preciso a mis pies con un dedo acusador.

Su voz cascada se hacía cada vez más desgarradora. Estúpidamente le tendí otra vez la bolsa de pan y uno de los barrenderos, testigo de la escena, me miró con lástima. Comprendí que no era la primera vez que este veía a la mujer hacer lo que estaba haciendo; también supe que, aunque lo hubiera querido, ella no podía verme. En cambio, enfurecida y aterrorizada, presenciaba una cosa atroz que el barrendero y yo no veríamos nunca. Parecía gritarle al mundo y a su horror, o tal vez ajustaba cuentas con una figura surgida de su pasado más oscuro.

Al adentrarme en las calles del Barrio Gótico, los gritos dolorosos de la mujer herían aún el aire fresco del nuevo día.

***

Solo un año después, en una larga galería subterránea que comunicaba dos alas de la enorme estación de Denfert-Rochereau, en París, vi desde lejos a un hombre sentado, a un metro del suelo, sobre una papelera de hierro empotrada en la pared. A medida que, escéptico primero y luego asombrado, me acercaba a la escena, me di cuenta de que el hombre tenía el pantalón y el calzoncillo bajados hasta las rodillas. Rubio, cuarentón, con sus tenis viejos colgando en el vacío como los de un muñeco de ventrílocuo, tenía las nalgas desnudas dentro de la papelera.

Cuando me encontré a unos pasos de él no pude eludir la evidencia: el hombre estaba cagando. Estaba cagando y en su cara de angelote rubio mal afeitado temblaba una risita traviesa, sigilosa, sin dientes. Miré a mi alrededor. El gentío, fluyendo con una indiferencia implacable, pasaba por ambos lados del hombre como si no lo viera. Temí, por un momento, que fuera una alucinación, pero entonces el hombre me miró a los ojos, supo que yo sabía y su risita traviesa se acentuó aún más hasta formar una mueca de triunfo.

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“Estaba cagando y en su cara de angelote rubio mal afeitado temblaba una risita traviesa, sigilosa, sin dientes”. / Ilustración: Christian Rojas.

¿Cómo es que nadie se asquea o se indigna o por lo menos se ríe?, me pregunté. Quizás, en una ciudad como París, donde la gente está acostumbrada a energúmenos violentos, la conducta de ese hombre debía resultar no solo inofensiva, sino de veras invisible. Entonces, imitando a los demás, dejé de mirarlo –lo hice desaparecer– y seguí caminando entre la muchedumbre apagada, acarreado por esa locura silenciosa que, lo que dure la vida, nos lleva sin tregua por calles fatigosas y galerías subterráneas y ciudades turbulentas en busca de algo que nadie, aparte de nosotros mismos, puede ver ni soñar, pues día tras día nos mueve la búsqueda de algo solo visible para nosotros y ese es el precio de la cordura.

***

Tantos años después, la memoria obstinada de esos tres marginales sigue alumbrando para mí nuestra locura sin nombre: la del rebaño inconmovible y la rutina déspota, este reino de grisura sin asombro, los largos barrotes de hierro de la razón que rechaza lo desconocido o lo etiqueta, dejándose invadir por un sedante espejismo de conocimiento y de control.

Si le tenemos miedo a la locura es porque nos pone cara a cara frente a nosotros mismos. No la máscara social, la que finge que entiende como, en el teatro antiguo, las máscaras fingían la risa o el llanto; hablo de la carne detrás de la máscara: la pregunta inmóvil, la herida que late como solo puede latir lo vivo frente a la inmensidad del desierto.

Cuando decimos “locura” no estamos nombrando nada en realidad, salvo la superficie de algo entrevisto desde el ámbito de la razón. No, lo que buscamos, lo que quisiéramos entender se mueve debajo, como el hervor de un hormiguero bajo una piedra: más acá de esas tres sílabas, en la grieta que se abre al pronunciarlas, en los ecos y recuerdos inquietantes que caen en nosotros como un goteo nocturno y cavernoso que sí sabe quiénes somos. 

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