Liebestod
(Recomiendo previamente escuchar el “Liebestod” de la ópera “Tristán e Isolda”, dirigida por Georg Solti con la Chicago Symphony Orchestra, 1978).

Siempre me desesperaba Wagner. Tristán e Isolda era el epítome de la ansiedad, su seguidilla de tensiones armónicas me producía la sensación de caerme en un precipicio y nunca tocar fondo. Era la época en la que todavía no entendía que la belleza siempre se mira desde el borde del abismo y yo, simplemente, optaba por lanzarme sin tolerar las miradas, el tenso silencio de las miradas.
Y bueno, no nos quedaba otra cosa que llorar, cinco años acumularon cientos de emociones (y algunas desilusiones); darnos cuenta de que en realidad éramos un imposible no fue fácil de asimilar. Edades, trabajos, vidas… nunca terminaban de confluir, así siempre rememoraba el final de Tristán, el famoso Liebestod. Aquella muerte de amor en la transfiguración, cuando los dos se abrazan y se amalgaman sellando su amor imposible, la resolución final de Wagner, esperada por horas en una subida interminable de tensiones, nos brinda el alivio efectivo en la confluencia de las pasiones. Nuestros ojos llorosos nos transformaban, aunque no lo supiéramos ni queríamos.

En su época, los conservadores solían decir que Wagner estaba destrozando todo el gran legado musical alemán. No toleraban sus interminables repeticiones melódicas y sus constantes modulaciones eliminaban la sensación de estabilidad. La sociedad europea estaba ya en la vorágine cambiante que sería el siglo XX, Wagner lo anticipaba y muchos lo odiaban. Las estructuras sociales y políticas no serían nunca las mismas, los paradigmas morales cambiaron abruptamente revelando la fragilidad de las construcciones sociales.
El proceso musical es en apariencia simple, por eso es tan mañudo, inteligente y sensible. Un centro tonal es como un punto de gravedad, para moverse de ahí se necesita una fuerza equivalente que se mueva lo suficientemente rápido para salir de uno y entrar en el otro. Estas notas que ejercen “fuerzas suficientes” deben ser encontradas para cada uno de los cambios. Llegar a la luna toma días, Beethoven se movía en dos centros tonales por obra, el “Tristán” de Wagner tiene dos centros tonales distintos cada tres segundos. En este punto ya no existen certezas, en un momento estás flotando en el éter y en el siguiente la presión es tan grande que te comprime contra el piso. Al igual que nuestras emociones reales, la música de Wagner no pedía permiso; simplemente traspasaba nuestras convenciones o supuestas racionalidades. Adaptarnos el uno al otro fue tan cambiante como doloroso, tanto que la inestabilidad fue el statu quo eterno, tajante como el final, pero siempre repetitivo.

La repetición de un tema (específicamente un motivo en términos musicales) no era ninguna novedad, pero nunca había sido intentado de esa forma. Aprisionar la pieza a un solo motivo con transformaciones lentas y dolorosas producía una sensación tan repetitiva que parecía carecer de narrativa, más bien, de retórica. Así como los políticos cubrían el contexto con una pátina discursiva, la gente esperaba que la música cumpla una función anestesiante: “Ya tengo mucho drama en casa, el arte está para otra cosa”, parecían pensar. Primero, el motivo es presentado por el clarinete bajo, luego otro clarinete, después el corno, las cuerdas… cada uno en un centro tonal distinto. Uno diría que más bien eso amortigua la inestabilidad de la gravedad cambiante, pero, al contrario, la repetición inestable lleva al borde de la locura. Restregarse las cosas era nuestra defensa y, lo peor, era que muchas veces nuestra inocencia no nos dejaba ver la constante vuelta de las caricias y la dulzura.
Todo empezaba en el barco, Tristán llevaba a la secuestrada Isolda, lista para que se case con el rey. Entonces ella decidió envenenarlo con su copa de vino. Mientras él la alzaba, Isolda se arrepiente (no quiere ser igual que los malvados) y decide arrebatarle la copa y tomársela ella, sin saber que el veneno en realidad era un elixir del amor eterno. La toman los dos y en ese instante se miran a los ojos, la tensa mirada representada por el silencio en la música, esa mirada con la que ambos quedan enamorados instantáneamente y para siempre. No existe vuelta atrás, así son las modulaciones, cambios y giros de Wagner, sin vuelta atrás, nunca se vuelve al punto de partida; así, el momento más significativo se representa en la música con su ausencia, con un silencio arrebatador. Buscando aprender el idioma de Wagner nos encontramos en sus ojos miel; hablar no era una opción, y el silencio tenso predecía el final tajante que nos sumergió en una mudez constante. Pude contarle la historia de Tristán y así nos vimos realmente por primera vez, aprendiendo a no caer en el abismo, contemplando la belleza en el límite.
