Galo rector

Asistimos a una reunión del Consejo Universitario en la que se lee la orden del día: la proclamación de Galo como rector es un hecho. Sin duda, las cualidades del personaje en cuestión son características que hoy muchos funcionarios públicos no tienen. Zu Linares nos cuenta sobre el equipo de trabajo que acompañó durante años a Galo y que cumplió sus funciones ad honorem en el viejo edificio principal de la universidad estatal, en La Paz. Conforme avanza la lectura, descubrir detalles sobre el origen y el presente de todos los protagonistas se vuelve algo imperativo. ¡Qué viva la autonomía universitaria!

Son cuatro los reunidos.

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El protagonista de esta historia y la fachada de la Casa Montes, facultad de Humanidades. / Foto: Mau C.

—Hermano Galo, he escuchado que te están postulando como rector de la universidad.

—Sí, correcto, Choquita. Las bases han hablado, hermana, y ahora depende de nosotros hacer prevalecer sus derechos, nuestros derechos. Negro, por favor, la orden del día.

—¡Claro! Es la siguiente, mi comandante:

1. Seguridad de los predios universitarios del monoblock.

2. Seguridad de estudiantes, docentes y administrativos.

3. Becas académicas y auxiliaturas de docencia.

4. Comedor y distribución diaria de desayunos, almuerzos y cenas estudiantiles.

5. Salud integral y prevención.

Luego de más o menos una hora, los cuatro dirigentes culminan su reunión bajo la siguiente proclama: “Compañeros… ¡Viiiiva la autonomía universitaria! ¡Qué vivaaaa!”.

El compañero Galo ha sido postulado como rector de la Universidad Mayor de San Andrés en varias gestiones. Junto a su compañera de lucha, la Choca, como vicerrectora, han vencido todas y cada una de estas elecciones casi por unanimidad de votos. Lamentablemente para toda la comunidad universitaria, hoy ha llegado el tiempo de su jubilación.

Galo Blanco Buenvivir llegó a la UMSA allá por 2010, y es probable que una de sus mayores preocupaciones haya sido la falta de seguridad, que en aquel tiempo aquejaba a esta casa superior de estudios. Inmediatamente comenzó a trabajar en temas de concientización sobre el consumo de bebidas alcohólicas y otras sustancias que trastornan la conducta humana, instalando una serie de estrategias de seguridad en los alrededores del monoblock central, donde los delincuentes operaban a plena luz del día, abriendo las mochilas de los estudiantes o descuidando a docentes y administrativos para robarles sus pertenencias. Además de entablar una relación académica, y ante todo muy cordial con la sección de Becas Académicas del departamento de Bienestar Social, firmó un par de acuerdos con la encargada de la Biblioteca y con los guardias de los predios del monoblock y, ganándose inmediatamente su total apoyo y confianza, se quedó por más de una década como miembro distinguido, ad honorem, de la UMSA.

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Un miembro del equipo que durante años acompañó lealmente a la gente que trabaja en el monoblock de la Universidad Mayor de San Andrés. / Foto: Zulma Linares.

“Galo llegó el 14 de marzo de 2010, lo recuerdo muy bien. Un día lo vi entrar al garaje. Yo le decía ‘lobo’. Estaba asustado y se metió debajo de los autos. Su patita estaba rasmillada, tenía un collar negro sujeto con alambres, tenía mucho miedo. Recuerdo que luego se fue a esconder debajo de las gradas del Tesoro Universitario, y yo le llevaba comida. Al principio no tenía confianza en casi nadie, solo yo me acercaba a él. Pedí ayuda a uno de los doctores que hay en el consultorio del edificio viejo, y él me ayudó a curarle la patita. Así fueron pasando las semanas y poco a poco fue empezando a confiar en mis otros compañeros; se juntaba con nosotros o nos esperaba, a mí me esperaba en la mañana y me llevaba a donde nos cambiábamos. En aquel tiempo había un policía que se llamaba Lalo o Galo ―creo― y, como él estaba de guardia y se quedaban rondas completas, se han ido acostumbrando, se hacían compañía todo el día; luego, cuando el policía se fue, él se quedó con su nombre”, recuerda, Miroshlav Orellana, o “Grillo” para sus compañeros, que, junto con otros administrativos, pudo gozar de una estrecha y cariñosa amistad con Galo.   

“Hay tantas cosas bonitas de Galo, tantas anécdotas, que la verdad me pongo triste cuando hablo de él”, dice Viviana Calderón, mientras sus ojos amenazan con una lluvia de lágrimas cuando recuerda a su entrañable compañero. Vivi es también trabajadora administrativa de la UMSA y en su memoria atesora cómo Galo la acompañaba a su casa, en la zona de Sopocachi: “Le hacía la gallinita ciega para ir a mi casa, pero igual me perseguía; entonces, tenía que llegar, ponerme tenis y acompañarlo de vuelta otra vez a la U. Otros días, mi hermana salía a pasear a mis perritos y luego llegaba con el Galo más a casa. También, las veces que sacaba a los estudiantes, cuando ya era tarde, salían en grupo, obedientes, y el Galo detrás de ellos, ladrándoles. Era un poco discriminador —sonríe avergonzada—, no le gustaba la gente que andaba mal vestida o los indigentes. Un día entró un hombre vestido así, estaba tranquilo, echadito. Lo vio y le empezó a ladrar hasta que se saliera y no le quedó otra que desalojar los predios. Es muy inteligente, con los policías pensábamos que hasta había pasado cursos de instrucción, porque incluso detectaba droga, no le gustaba el olor a cigarrillo, a trago. A la universidad entra todo tipo de gente, y a los que estaban con tufo o tal vez con drogas les ladraba y no los dejaba entrar. ¡Las veces que con Sulma nos ha hecho pagar pantalones porque hacía travesuras!”.

Luego fueron llegando los demás integrantes de su equipo. La Choca llegó casi al mismo tiempo. Dicen por ahí que fue expulsada de una universidad privada por sus pensamientos liberales y su rebeldía innata, otros dicen que en realidad fue un caso de maltrato que como secuela le dejó un temblor constante de la cabeza. El Negro, a quien también llaman Betún, vino después y se unió al frente por sus convicciones sobre la fidelidad y la lucha constante contra la inseguridad. Don Fulo fue el último, aún se encuentra de servicio al interior de la U, pero siempre es posible que se unan más.

“A la Choca vicerrectora realmente la mandó un ángel para que se quede en la universidad. Se convirtió en la fiel compañera del Galo, se besaban, lo cuidaba, se ponía sobre él para que no haga macanas y no lo lastimaran. ¡Tan linda mi chueca! Cuando llegó, tenía un tic nervioso muy fuerte, pero se le fue pasando porque aquí encontró cariño y amor. Me esperaba, subía conmigo hasta mi oficina. Lo que más me dolió fue cuando tuve que cambiarme de unidad. La Choquita seguía subiendo y ya no me la aceptaban…, yo me moría de rabia y de dolor”, cuenta Vivi nostálgica y con profunda melancolía, como añorando aquellas jornadas en las que pasaba largas horas ordenando los bastos estantes de libros, después de dispensárselos a los estudiantes, y junto a ella, la noble Choca, cariñosa, aún con ese temblor, pero ya casi imperceptible.

Hoy, luego de más de diez años de labor continua, Galo fue jubilado. La artrosis y problemas por sobrepeso difíciles de controlar le impedían cumplir con sus obligaciones de manera tan eficiente como cuando llegó. De pelo blanco y mirada dulce, con las patas algo torcidas y cansadas, soporta pesadamente su cuerpo; lo veo bostezar de rato en rato, mostrando su larga lengua enroscada, aburrido, lánguido, resignado. Haciendo para atrás sus hermosas orejas paradas, observa el profundo vacío del cielo azul paceño, desde la terraza de una sencilla vivienda ubicada por la cancha Zapata. Juana Apaza vive allí. Ella es otra de las trabajadoras administrativas de la UMSA que, acariciando suavemente aquel lomo tan querido, cuenta que desde su retiro, Galito pudo perder muchos kilos. Aquellos kilos que había acumulado en las frías mañanas cuando recibía con gran displicencia a los estudiantes, quienes adulados por su fino carácter y su cariñoso saludo le entregaban una empanada de queso, como quien le trae una fruta al profesor. Por las noches, los pollitos a la broaster del chino, o las hamburguesas de la lateral. No faltaba quien a media mañana le invitaba un rellenito, una salteña o una tucumana, mientras un par de administrativas se turnaban día por medio para almorzar con él. ¡Cómo no iba a engordar!, dice Juanita, al tiempo que asegura que no hay un mejor lugar para Galo que su hogar.

“A Galito lo recogí cuando el país estaba atravesando problemas sociales, en 2020, porque corría riesgo su vida, pues estaba enfermo. Tenía obesidad y casi no podía caminar, temíamos que la gente tomara el monoblock durante los conflictos y lo golpeara, lo lastimara. Igual con la Choca, el Betún y el Fulito, temíamos por sus vidas. Entonces, nos organizamos entre las compañeras para acogerlos y me lo llevé a casa”, cuenta la administrativa, quien con amoroso semblante afirma contenta que su esposo y sus hijas quieren mucho el exrector, pues es muy limpio y siempre avisa para ir al baño. “Lo he traído para que descanse, le hemos adecuado un pequeño cuartito en la terraza, donde le llega el sol y hace calorcito, tiene un colchón grande y suavecito, los llevamos al médico constantemente. Él se levanta temprano, desayuna croquetas remojadas y ahora ya come sopita de verduras, después de que el veterinario indicó solo croquetas para que baje de peso. Por su edad, cada vez se le dificulta más pararse y caminar, por eso hace pis en un baldecito, me imagino que le duelen sus patitas por la artrosis. Yo le doy vitaminas todas las mañanas para que no le falte nada y, aunque la mayor parte del tiempo se la pasa acostado, sabemos que es feliz”.  

Sulma Castaños es otra de las trabajadoras administrativas que, desde que llegó Galo a la U, además de coordinar sus actividades, se encargaba de la salud y bienestar del can. Ella cuenta que, por la artrosis, Galo tomaba pastillas una o dos veces por día, y como él no tiene seguro médico —dice con una sonrisa ocurrente— , “entre todos nos acuotamos para llevarlo al veterinario y comprar sus medicinas”. Al verlo ahora viejo y cansado, ella rememora sus mejores días. Recuerda que algunas veces, en sus extenuantes rondas de seguridad, confundió con delincuentes o indigentes a alguno que otro marchante, y en consecuencia fue cruelmente juzgado. Notas de reclamo por aquí y demandas de atención médica por allá, “por un rasguño”, dice Sulma, que tuvo que contestar sagazmente a cada hoja de ruta de rectoría en su contra, pagar las demandas médicas y uno que otro pantalón rasgado, desviar la atención del caso o, si la cosa iba pintando color hormiga, ponerla en conocimiento público para que, siempre y sin duda, las bases salgan en total defensa de su rector. “Parece que no le gustaba la gente con gorra o sombrero, por eso atacaba. Tuvimos muchos problemas. Pero ahora es más difícil hacerles daño, la gente ha ido adoptando una mentalidad de protección férrea hacia ellos y eso es bueno”, dice sonriendo, mientras los ojos se le inundan vidriosos, casi cristalinos, por la ternura que siente por el, actualmente, manso veterano.

La Choca, vicerrectora, tiene una discapacidad, quizás nerviosa o congénita, tal vez por algún golpe del pasado. De pelo dorado y contextura delgada, soporta el incesante tambaleo de su cabeza. Una especie de temblor que ningún especialista supo tratar. Por lo demás, está muy sana, también se le nota el paso de los años con cada cana que va poblando su pelaje criollo. Se unió a la jubilación hace poco y ahora descansa en la idílica terracita de Juanita, al lado de su mentor, mejor amigo y compinche. Ellos se miran, se huelen, se cuidan, probablemente por ese innato instinto de protección de la manada, mediante el cual, además, intercambian un lenguaje mudo, pero diáfano y sencillo, inteligible solo para quienes lo podemos entender. El Negro (o Betún) también se jubiló; las constantes labores de seguridad trastocaron su carácter tornándolo muy agresivo y terminó amenazado de muerte. Ahora, Betún disfruta de su retiro en casa de Sulma, una especie de santuario allá por el Plan Autopista, donde, según cuenta ella, llegaron muchos como él, casos muy especiales, difíciles, que “cayeron en las manos indicadas”, como dicen quienes la conocen.

La oficina de Sulma es pequeña, frente a su escritorio, bajo un inmenso arcoíris de empastados, don Fulo, otro gigante bueno color café, toma su receso recostado sobre un mullido colchoncillo. Cual dos tintas canicas de ébano, sus enormes ojos brillan al ver entrar a su compañera y amiga. Ella saca amorosamente de su cartera un gran tupper con sopa de arrocillo con verduras, hueso rojo y menudencias de pollo. Está tibia. Con ella alimentará a cuanto fiel compañero peludo se le cruce. Al momento de servir un poco, descarga sobre otro plato una porción de croquetas y aumenta agua en otro más, todo lo hace como si de atender al hijo mismo se tratase; en tanto, conversa con su compañero de trabajo. Él le cuenta sobre sus exhaustivas rondas de seguridad al lado de los guardias y ella sobre algún trámite pendiente con el Internado de Medicina. “Ya hay que pagar a los internos y a los auxiliares, ¡hay que apresurarse, Fulito!”, le dice ajetreada, y, volviendo al mudo idioma, él mueve la cola y se dispone a almorzar. Don Fulo es el único que queda del valeroso equipo de cuatro que, aunque algunas veces tenía sus propias disputas, siempre supo velar por la Autonomía Universitaria y defender sus bases a la cabeza de Galo, rector emérito de la Universidad Mayor de San Andrés, para muchos el mejor perro universitario de todos los tiempos.

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