El Osito del amor

¿Qué es la bolivianidad? Es la pregunta que ronda en esta crónica, donde Oscar Coaquira narra cómo el 6 de agosto de 2017 halla una posible respuesta en las calles de El Alto, compartiendo un singani con el cantante Magdaleno Zeballos, el Osito del amor.

Desde chango siempre odié los desfiles cívicos, esas absurdas puestas en escena que terminaban en monótonos saludos a la bandera. Nunca entendí el sentido de aquellas largas procesiones patrióticas, quizás porque no me consideraba parte de ese grupo de personas que se sentía hondamente boliviana.

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“En cada festejo patrio desfilaba con orgullo, junto a los integrantes de su grupo, portando su saxofón y los colores de la tricolor estampados en la cara posterior de su chaleco”. / Fotografía: Santiago Restrepo (Flickr).

Recuerdo que en la escuela practicábamos las marchas durante días y con  antelación, como si se tratara de un asunto de vital importancia, suspendiendo, incluso, las mismas clases para realizar una encomiable participación en los desfiles. Sin embargo, las cosas no siempre salían como se esperaba. En fin, que más daba, éramos unos changos que apenas entendíamos de civismo; no nos importaba estar disfrazados de soldados independistas o vestidos con los trajes típicos de los demás departamentos o cargando esas patéticas banderas, porque prácticamente, después de acabar el desfile, corríamos a los juegos electrónicos a gastar el dinero que nos daban nuestros padres, que solía ser una modesta fortuna.

Años después, cuando finalmente pasamos de la escuela a la secundaria, los desfiles se convirtieron en cosa pasada, sencillamente porque nos chachábamos de los mismos para entregarnos a la contemplación del tiempo –por no decir que nos íbamos a beber–, cerca de las orillas de un río donde terminábamos enfrascados en tensas y amenas discusiones: ¿qué era la bolivianidad?, ¿por qué nos sentíamos alejados de ese espectro nacional? o ¿acaso éramos malos ciudadanos o patriotas? Desde luego, no todo acababa en esas beodas chácharas juveniles, también había momentos locos y divertidos en que solo nos importaba pasar el tiempo entre nosotros.

Sin embargo, con el tiempo, busqué responderme esas preguntas que me hacían sentir forastero en mi propio país... Y así llegamos al 2017, año en que trabajaba como profesor de colegio en una institución educativa cerca de La Ceja y, desde luego, los desfiles eran parte de mis obligaciones, por lo que debía asistir de mala gana, usando un ridículo uniforme, a cumplir con esa tediosa procesión cívica. Pero cómo son las cosas, aquella sería la última vez que participaría de una de esas marchas, aunque esta vez sería una experiencia inolvidable porque pude ser parte de un inusual festejo.

Normalmente, después de pasar por el palco y firmar la hoja de asistencia, algunos colegas y yo, entre ellos el papá Oso, el Ticona y el Segas –el clan Osorio porque todos éramos gorditos y nos llamaban así–, nos íbamos a compartir unas cervezas al local de nuestra casera. La interna resultaba pintoresca y escandalosa porque el salón se llenaba por completo. Y cómo no podía estarlo, las calles estaban repletas de puestos de bebida, lo mismo que los bares y restaurantes, donde la gente acudía a montones para celebrar el mes patrio. “Somos unos borrachos inconscientes –decía el papá Oso– todo lo arreglamos chupando hasta las patas”. Y no estaba del todo equivocado, no se bebía para olvidar (la tan mentada consigna chupística), sino para recordar, porque quien decía que tomaba para olvidar mentía. El Segas era un buen ejemplo de ello, se había mareado rápido por culpa de su ex, a quien llamaba insistentemente para decirle que la perdonaba de todas sus infidelidades; cosa chistosa, porque días antes nos había jurado que nunca más hablaría con ella.

“Hay dos cosas que nos saca lo boliviano –decía el Ticona– el fútbol y el 6 de agosto. En ambos, la tricolor nos infla el pecho de orgullo porque, como indicas, si de algo sirve el alcohol es para recordar la patria y nuestra vapuleada selección que brilló como nunca en el Mundial del 94”. “En parte –le dije– lo del fútbol te lo permito, pero lo otro es una exageración, tanto como decir que en cada farra hacemos un brindis por el libertador Bolívar o el mariscal Sucre, nuestros valerosos emancipadores, y que con ello realizamos un acto de conmemoración sagrada...”. “Hablas huevadas, Coaquira, mejor recógete”, me respondió bastante alterado. “No sé de dónde seas, pero aquí estamos los de la patria grande”. “Es que yo soy más iraquí que boliviano”, le respondí sarcásticamente y acto seguido se armó una trifulca de aquellas.

Aún era mediatarde, el papá Oso me había pedido irme, que él iba a encargarse del Ticona y que me llevara al Segas conmigo. “Yo me encargo de todo, osito, no seas mala copa y ándate nomás”. Recuerdo que salimos en silencio, sin responder más a las provocaciones que nos lanzaban. El Segas se había puesto de mi parte y por ello nos echaban a los dos. Las calles seguían llenas y tratamos de abrirnos paso con mucha dificultad; a duras penas caminamos un par de cuadras más hasta que nos encontramos con un enorme grupo que nos impedía avanzar. Renegamos un poco, queríamos llegar lo antes posible a mi casa para continuar con la farra. Traté de ver lo que pasaba empujando a las personas con vehemencia y al rato empezó a sonar un saxo inconfundible. Entonces lo reconocí en medio de aquel gentío, era el Osito del amor que interpretaba con efusión un huayño que mi padre escuchaba y cantaba cuando era wawa: “La orquesta que me va acompañar cuando yo muera, ya está contratado, cancelado y bien pagado...”.

Fue el Everto, un amigo de la universidad, quien me contó que el Magdaleno Zeballos, más conocido como el Osito del amor, era un intérprete de huayños y tonadas memorables, que era más conocido en el sur peruano que en la misma ciudad, pero que en cada festejo patrio desfilaba con orgullo, junto a los integrantes de su grupo, portando su saxofón y los colores de la tricolor estampados en la cara posterior de su chaleco; que después, apostado en una de las calles aledañas, se ponía a tocar sus huayños; y que las personas lo admiraban y trataban como a una celebridad, incluso más que a un alcalde o un servidor público de alto rango, porque era más noble y sano que la marraqueta.

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El 6 de agosto las calles de Bolivia se tiñen de rojo amarillo y verde, pero ¿cómo siente la población estos símbolos?. / Fotografía: Ray Edson Hurtado Romero (Flickr).

Aquella tarde-noche, las cajas de cervezas se alzaban como muros alrededor del Magdaleno; la gente que se acercaba a él le ponía docenas de chelas, tal como lo harían en un preste o una fiesta. El Osito brillaba en medio de esa marea cósmica que bailaba al ritmo de sus contagiosas melodías y su inconfundible voz, pues cantaba con fuerza, desde las entrañas de su ser, como si su boca fuera una gruta antigua de la que emanaban tonadas dolorosas pero alegres, que sacaban lo más íntimo de las personas. Entonces me arrimé al Osito después de que acabó una de sus interpretaciones; le ofrecí una lata de cerveza que cargaba conmigo y le dije: “¡Salud, don Magdaleno!”

Me miró medio sonriendo y al rato gritó: “¡6 de agosto!” y todos respondieron al unísono, alzando sus vasos al cielo, con otro “¡Salud!”; menos yo, que me había quedado mudo en mi sitio. “¿Por qué no brindas con nosotros, papitoy, o es que no eres boliviano?”, me preguntó confundido. “No es eso –le dije– sin ánimos de ofenderlo, pero a veces me siento más iraquí que boliviano”. “Haber, ¿cómo es eso, waway, explicate biencito, sinos...?”, empezaba a molestarse. “Por eso, soy más de ir aquí o allá...”. “¡A la macana!, te estás haciendo al pendejo conmigo y no me gusta”, me dijo, mientras la gente le insistía en que vuelva a tocar sus mentados huayños. “Si me permite arreglar las cosas, me gustaría explicarme un poco mejor...”. “Ya, ya... pero te va a costar una etiqueta negra y conste que te vuelvas a hacer al capo conmigo, porque te arrojo a la gente para que te huayqueen”. Y volvió a tocar un tema: “Mi chiquitín”.

Y así volvimos a hablar entre las pausas que nos regalaban los demás, era difícil seguir una charla fluida y sin interrupciones: el Osito era el centro de atracción de aquel festejo y la gente se arremolinaba a él para sacarse una foto o para pedirle una canción. La noche había caído y la ciudad parecía un enjambre ruidoso de cánticos y lucecitas multicolores. El Segas bailaba solito, agarrado de la botella de singani, de la cual nos servía cada vez que nuestros vasos se vaciaban. Bebíamos el trago sin mezclar, o sea puro y en pequeñas cantidades, para que el Osito refresque sus labios que le ardían de tanto emboquillar su saxo, mientras yo lo hacía para comprender aquello que no podía: mi bolivianidad.

“La patria es como el amor de tu vida –me dijo– caprichosa, tóxica, orgullosa y hasta incomprensible, pero nunca la puedes negar y dejar. Está en todo lado, por eso cuando te acuerdas de ella te cantas como un desgraciado: lloras, sonríes, sueñas, planificas y te sientes infeliz por toda esa webada”. “¿Es una relación de amor-odio a la patria grande?”, le respondí. “Patria chica o grande, vos sabrás, waway, pero ahí está, metida en todo”. “Mejor escúchate estito”, dijo con voz melosa y comenzó a tocar: “Dile a tu nuevo amor que, en mi diccionario no existe la palabra odio; dile a tu nuevo querer que en mi diccionario no existe la palabra odio; porque yo sí se perder...”. Y en un momento de la canción me dijo que mirara con más atención a mi alrededor.

Lo hice, vi con más atención las calles, las gentes, la algarabía que despertaba el mes patrio y finalmente pude entender que todo ese festejo no me hacía sentir aquello que no entendía, pero sí camuflar mis ganas de ser parte de algo en una honda y particular conmoción: la consagrada borrachera. Y entonces le pedí al Osito que se tocara ese tema donde hablaba de la madrecita: “Hoy he vuelto madre mía al lugar de la casita, donde juntos soportamos los dolores de la vida...”.  Y bueno, si existe esa patria chica, le dije al Osito, que sea como un regreso futuro y después grité con todas mis fuerzas, quizás por la borrachera o por una extraña sensación: “¡6 de agosto!”. Y donde todos gritaron “¡Salud!”.

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