Coquito

“Esta es una historia de amor? Sí, pero de amor a los ideales propios”, nos dice Zu Linares, al pensar en la historia de su personaje; una historia de amor (im)posible, descabellado y doloroso. Un amor que conmueve y que inspira; un amor considerado todavía “raro” y que desenmascara la doble moral de un personaje casi épico del país vecino.

Quizás nunca hubo una intención consciente de escribir esta historia, quizás simplemente la escuché, entrecortada, una, dos o tres veces en medio de alguna francachela de ambiente. ¿Cuál ambiente?, pues el de las “diferentes”, las raras, las locas, las rebeldes y desobedientes, aquellas mujeres que no hablan sobre feminismos, sino que los construyen sobre el talud que son sus vidas; que se representan a sí mismas y que, como cualquier otra, sueñan, aman y viven. Por ello, quizás justo ahora sea el tiempo preciso para pasar de la oralidad a la literalidad. Sea este, pues, un tiempo bueno para darles a conocer el camino que empedraron nuestras mayores, sendero por el cual ahora nosotras transitamos, aún no tan libremente como quisiéramos, sino solo con menos empellones que ellas. ¿Es esta una historia de amor? Sí, pero de amor a los ideales propios. Es, sobre todo, una historia de reivindicación, de lucha, de resistencia y sobrevivencia, que, considero, vale la pena compartirla, para conocer una realidad de antaño que insiste en perdurar hasta hoy, y que nosotras, las rebeldes, tenemos la labor de transformar, erradicando al patriarcado de nuestras sociedades y más esencialmente de nuestras cuerpas y de nuestras vidas. Quizás es una historia más entre miles que al ser contada persigue este mismo objetivo. No obstante, es un testimonio real, diáfano y contundente.

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Las luchas que se viven dejan todas cicatrices; estas, sin embargo, allanan el camino. /Foto: Álvaro Valero.

Salí del Instituto Americano en 1968. En ese entonces, yo sentía para mis adentros que me gustaba la profesora o las de mi curso, pero no había imaginado que era lesbiana, no sabía lo que era eso, no conocía la palabra “lesbiana” siquiera, nada. Yo vivía en un mundo de deportes y era buena alumna. En mi casa era muy tranquila. Mi familia era conservadora y antigua, pero el amor lo hace todo, ¿no? Perdí a mi madre a los siete años, entonces me crié con mi padre hasta mis quince. Cuando mi padre enfermó y murió yo ya tenía cuarenta años, pero no lo vi porque estaba lejos.

Sí me enamoraba, pero no captaba que era amor, sino que me gustaban las chicas. No me hacía lío, porque más andaba distraída en el deporte o en el estudio y, además, iba uniformada con mi faldita escocesa. En aquellas épocas en el Americano, un colegio mixto ya, yo era atleta pese a lo que se decía de las mujeres deportistas. Ahí era normal ser atleta. Pese a estas características, era por demás conservador, porque ahora veo el fruto de su formación, que son mis compañeras de curso. Cuando se reúnen, hablan de sus esposos, de sus empleadas, de sus suegras y demás cosas de las que yo me aburro. En cambio, por ahí yo les lanzo un poema y se rayan, ¡se rayan! Ese rato aplauden y todo, pero noto que se rayan. Por eso prefiero ir generalmente a los almuerzos, a las reuniones importantes de cada diez años de la promoción. Qué voy a hacer yo en sus fiestas, si todas tienen sus esposos. Ellos saben que soy lesbiana. Yo no se los he dicho nunca, pero a través de la comidilla, del chisme, uno de todo se entera. Sin embargo, tengo una amiga, muy amigas desde chiquititas, que me apoya, pese a estar casada y con hijos también.

Las felicito por haber tomado el papel, pues ¿qué pasa cuando una lesbiana es mayor como yo? ¿Qué te falta? Si ya tu pareja se ha muerto, tu mejor amiga se ha muerto, entonces te quedas sola. Cuando voy donde mi hermana y llegan sus nietos, sus bisnietos, sus hijos, veo cómo la casa se llena de alegría y cura los achaques y dolores de mi hermana, que se alimenta de ese amor para seguir adelante. En cambio yo, sola. Porque tienes que hacerte a la idea de que si eres lesbiana, soltera y no tienes hijos, vas a estar sola… A veces la soledad te come. Más bien yo ya me he acostumbrado a la vida tranquila en soledad. No soporto el ruido. No voy mucho a fiestas ahora, porque antes era de la fiesta, y era chupaca y todo eso. Sin embargo, sola he aprendido a atenderme, a ponerme mi termo en la mesa con todos mis alimentos y solo la llamo a mi empleada, que es mi comadre a la vez, para que me acompañe al hospital. Es curioso, yo nunca he pensado en ser mamá. Quizá porque me acobardaba sentir ese dolor, un dolor físico tan intenso, y más que todo porque es una responsabilidad para toda la vida.

A mí me gustaba viajar, por eso no me arrepiento de haber vendido mis casas y todo lo que tenía para conocer casi toda Europa, Estados Unidos y Latinoamérica. Gracias al patrimonio que me heredaron mis padres, he viajado por todo lado, y si no lo hubiese hecho en ese entonces, ahora tampoco lo haría. Estaría con mis casas, claro, pero aburrida, frustrada, sin haber viajado. Más bien que soy de la época de los hippies y viajaba con mochila al hombro. Así, una gran cantidad de plata que podría alcanzarnos para hacer dos viajes, mochila al hombro, nos alcanzó para veinte o treinta viajes.

Todos los domingos acompañaba a mi hermana a la casa de sus suegros, donde había otros changos y changas con los que jugábamos pesca-pesca y otros juegos. Ahí conocí a un amigo que un día me dijo: “Te voy a traer a una persona como tú”. Y yo pensé, ¿cómo alguien como yo?, y me quedé pensado, porque no sabía a lo que se refería. Fue así que el domingo siguiente decidí quedarme en mi casa y, para mi sorpresa, vino mi amigo a buscarme, y cuando salí a la puerta él estaba con Tamar. Ella tenía el pelo corto y usaba pantaloncito. Tenía pinta de chiquillo. Entonces caí en cuenta; −me dije− “¡claro!”, yo estaba igual, con mi pantalón y mi cabello corto, pues ya en esa época me lo hice cortar, después de que tuviese que mantenerlo largo en el colegio.

Tamar ya había ido a los Estados Unidos, ya había tenido chicas y todo con ellas, y cuando me contaba sus experiencias supe al fin que yo era lesbiana igual que ella, porque me sentí identificada con todo lo que me relataba. Además, a las dos nos gustaba una chica que vivía a la vuelta de su casa. “¡Qué linda que es!”, decíamos, e íbamos a chequearla. Yo ya la conocía, éramos amigas de los Scouts y, bueno, una se enamora, pero yo nunca me deschapé; nunca dije lo que sentía hasta que, en un viaje con los Scouts, donde estaba esta chica de Sucre que me encantaba ─yo ya tendría unos veinte años─, rumbo a Roboré, a un campamento, creo que ella vibraba también con lo mío y eso fue lo que me animó a decirle “me gustas”. Ella solo me miró dulcemente, no se atrevió a nada, porque siendo de Sucre era mucho más conservadora. Luego de muchos años me encontré con esta misma mujer, cuando yo ya vivía con mi pareja, un día que fui a comprar comida, y nos saludamos. Estaba con su esposo, a quien me presentó. Fue un encuentro lindo, porque aquel momento de mi primera confesión había pasado sin crisis. Ese primer momento de declaración ella tan solo se quedó callada, sin lastimarme por lo que yo sentía. Tampoco esperé que me dijera nada. Lo que me importó fue que era la primera vez que yo estaba expresando algo a alguien… y ese alguien se llamaba Estela.

Mi primer contacto con el mundo lésbico fue mi amiga Tamar, con ella ya éramos dos. Tamar estaba en el Anglo Americano, después de haber estudiado en el Calvert, donde no pudo continuar porque se había aplazado, además por su “condición”. Junto con Tamar, también tenía otra gran amiga, desde pequeña, que se llamaba Mónica. Sus papás me adoraban como a una hija, porque ella tenía polio y era solita y, claro, necesitaba una compañera. Entonces siempre me quedaba en su casa a dormir, porque chacoteábamos. Al fin, da la casualidad de que ella también había sido lesbiana; era obvio porque también andaba con su pelo cortito y con pantalón.

Al ‘Anglo’ llegaban todos los aplazados y chicos problemáticos. Allá también llegó María Esther C., que también era como nosotras, y así varias otras personas de las que me reservo el nombre porque son gente conocida que ya no lleva esta vida, pero que fueron a parar al ‘Anglo’. Allá nos hicimos un grupo como de seis chicas y cinco chicos, pero los chicos nada que ver: no eran gays. Ellos tienen ahora sus familias, sus hogares. Las únicas liosas éramos las mujeres y solo había una que era heterosexual y que ahora igual tiene su familia.

En este grupo éramos como hermanos y nos identificábamos como hippies, y un hippie que llegaba a La Paz en esa época era pues, ¡uuuff!, señalado por todo el mundo; mientras que por nosotros era más bien buscado para saber quién era, y luego lo invitábamos a nuestras reuniones. Para esto, los papás de mi amiga Mónica tenían una fábrica que debían atender desde muy temprano en la mañana, regresaban a casa tarde. Mónica tenía una empleada excelente, cómplice de nuestras travesuras, pues una vez que la casa estaba libre nosotros cerrábamos las cortinas, poníamos luces de neón, nos habíamos comprado posters y empezábamos la fiesta con los Rolling Stones, y todos a bailar y a cantar hasta las seis. Y ya llegando la hora, mi amiga decía “¡chau-chau!” y ya empezábamos a recoger. Abríamos las ventanas para que salga el humo, porque fumábamos como chimeneas, desmontábamos nuestra discoteca y ya todo quedaba como si nada hubiese pasado.

Era muy importante para nosotros identificarnos como hippies o conocer a un hippie porque era la época de Woodstock, y si no habíamos ido al festival, por lo menos habíamos visto la película y nos gustaba, porque el lema era “paz y amor”, y portábamos el símbolo de la paz como insignia y lo usábamos para saludarnos con las manos. Recuerdo que para mis quince años, llegó un tipo de las Islas Canarias a quien le decían “el Canario”. Tenía el pelo muy largo y paraba en la Plaza del Estudiante, que era también nuestro paradero. Después, otra era la Alejandra, una chilena de cabello cortito y ojos verdes, tan bella como rara; era hippie también. Estaban, además, los gringos amigos de la Tamar, que los había conocido en California y que llegaban a visitarnos. Ahí nos reuníamos todos los raros, todos éramos hippies. Luego llegaron Maximiliano y Fedra, y también a ellos los metimos al grupo, porque nos identificábamos con su música. Recuerdo que nuestra mayor diversión era irnos hasta Mallasa, que en esa época era un bosque y nada más, y corríamos a toda velocidad en un auto para hacer trompos y todos gritaban mientras nosotros girábamos. Era divertido porque,  a pesar de todo, éramos una juventud sana, no hacíamos daño a nadie.          

Cuando salí del colegio, formamos un grupo y nos hacíamos llamar “las satánicas”, pero no porque fuéramos unas malvadas, como creía la gente, sino por Su majestad satánica, de los Rolling Stones. Pero la gente qué iba a saber esa historia. Preferían creer lo peor. Además, como Tamar ya había tenido sus chicas y nos presentaba con ellas, al igual que María Esther, de la que entre sus novias estaban jugadoras de tenis, de quienes se sabía que una gran parte eran lesbianas, entonces nosotras enloquecidas íbamos siempre a los partidos, y de ahí las invitábamos a las chifas y luego a hacer travesuras. Fue ahí donde la sociedad entera empezó a reaccionar; primero las familias, diciendo cosas como: “qué va a decir el vecino”, “cómo sales con pantalones todo el día” o “qué es ese grupo de hippies”, y ya la gente empezó a rumorear, hasta que un día nos prohibieron pasar por los colegios de mujeres, como el Amor de Dios, en San Jorge, y más arriba el Loreto, donde había chicas muy lindas.

Justo frente al Loreto, nosotras teníamos una amiga que tenía una lavandería, donde las chicas del colegio, que tanto les hablaban sobre no meterse con nosotras y peor les hacían dar curiosidad, cruzaban para saber quiénes éramos. Un día, una de ellas se me acercó y me pidió que le invitara un helado y, claro, yo le compré el helado. Ni me acuerdo quién era, pues no le pregunté ni su nombre ni nada, pero a causa de aquello se armó un gran lío. Incluso nos acusaron de invitar helados con droga.

Por otra parte, estaba la madre de Tamar, que era una fregada y, como tenía harta plata, contrataba a uno que era como su perro: un oficial de la Interpol, a quien le pagaba para que nos persiga. A veces la Tamar decía: “Entraremos a mi casa, mis papas no están”, pero a los cinco minutos llegaba su mamá y nosotras teníamos que quedarnos en un balconcillo, a veces hasta las doce de la medianoche, muriéndonos de frío a escondidas. Recuerdo que la situación era tan grave que inclusive nos cortaron el paso, no podíamos cruzar la calle, y la Tamar vivía al frente, a metros del colegio, y era una cuestión absurda de la sociedad tener que conminarnos a ir a dar toda una vuelta para entrar a tu casa. Pero bueno, ahí estábamos, resistiendo. Fue la primera vez que sentí una discriminación tan fuerte.

Posteriormente, cuando entré a estudiar Psicología a la Universidad Católica, me enamoré de una de mis compañeras y ella, que ahora tiene sus hijas y que se ha casado, en esa época, también se enamoró de mí. Entonces hubo un tiempo que ya no íbamos mucho a clases y estuvimos así, tranquilas, por meses, porque a mí ya me habían heredado una casa en la Rosendo Gutiérrez. Esa casa era mi patrimonio y yo vivía ahí con mi mayordomo, el Pancho, que nos mimaba comprándonos salteñas o nos servía el almuerzo mientras nosotras pasábamos todo el día juntas. Hasta que ella, pasando los meses, no pudo aguantar las ganas de contarle a su mejor amiga y el próximo lunes que yo llegué a la universidad, cuando ya se había propagado el famoso chisme, entré a mi curso y directamente me llamaron a Rectoría. En ese tiempo, el rector era un cura de apellido Prat, que además era psicólogo. Al entrar, me dijo: “Ustedes dos no pueden seguir en esta universidad y menos estudiar Psicología”. Me botaron. Y como mi enamorada era de una esfera social más alta, cuando sus padres supieron lo de nosotras, por la misma amiga, pusieron como un muro entre ella y yo. La vigilaban y perseguían cada vez que nos escapábamos a mi casa y ella sufría entre dos mundos, y yo me decía que no podía hacerle eso, porque finalmente la que sufría más era ella, pues yo era libre, vivía sola en mi casa.

Así fue que terminamos, pese a que yo la amaba. A los quince días ella se casó, porque la familia tenía que hacer algo rápido antes de que la gente siga hablando. Yo me siento feliz por ella, porque hasta ahora sigue casada con el mismo hombre y tienen unos hijos muy lindos. Recuerdo que un día la volví a ver, cuando ya vivía con mi pareja, justo por Obrajes, cerca de la universidad, y allí estaba ella con una wawita de unos dos o tres meses entre sus brazos.

“¡Coquito!”, me dijo, “¡de tantos años!”, y nos abrazamos. “Mirá mi bebé”, y yo le dije: “¡Qué bella tu wawa!”

Ella preguntó por mi situación actual y le conté que estaba viviendo con Pat, quien casualmente era su amiga del colegio. Ella se alegró diciéndome: “Pat es muy buena gente y qué linda que es, ¿no?”. Confirmé con la cabeza y nos despedimos. No la volví a ver. Cuando la vi, no sentí nada por ella porque ya amaba a otra persona, pero durante nuestra separación yo sufrí al punto de querer morir. Recuerdo que le decía a Tamar y a Esther: “ya no quiero pensar”, y ellas me consiguieron una pastilla para no pensar que se llamaba Norpolake (nortiptilina, antidepresivo). Me la tomé y me puse verde, muy mal. Pero lo que yo en realidad quería era matarme, incluso alisté la tina y todo para, después de irme a cenar, resbalarme y caer.

Entonces, en el restaurante donde estaba cenando, de pronto me tocaron la ventana y me pusieron un cartel que decía: “Y entonces vendré como un ladrón en la noche”, al lado, una dirección y la hora de una reunión. Para no quedarme con la incógnita, fui a ver de qué se trataba aquello. Cuando entré a ese lugar, era como si hubiera entrado a mi propia casa. Sentí mucha paz, pues había gente que meditaba en silencio y que además vivía allí. Ese lugar era un Azram (monasterio de tipo hindú), donde vivían los llamados Renunciantes. Ese día yo había sentido el llamado de mi voz interior y cuando llegué a mi hogar me olvidé de la tina y de mi intento de suicidio, y seguí yendo hasta que un día me escogieron para poder obtener la meditación. Para llegar a ella, me acuerdo, un maestro hindú me hizo Renunciante y después de un tiempo me fui a vivir ahí. Nuestra forma de vida consistía en recolectar cosas para ir a vender o hacíamos pan, queques, tortas o títeres, en la época de navidad, para ganarnos el sustento.

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El testimonio es un género que nos ayuda a ponernos en la piel del que habla, a entender su lucha, a respirar su aire. / Foto: Álvaro Valero.

No obstante, allí conocí a una amiga que para un Año Nuevo me invitó a una fiesta a la que accedí a ir luego de mucha insistencia, pues yo ya había cambiado de vida. Me había ido al otro extremo, por lo de mi rompimiento con aquella chica que me pegó tan duro. En aquella fiesta vi entrar a una mujer muy bella, acompañada por su chico. No me acerqué a hablarle ni nada porque consideraba que ya estaba algo así como vacunada de amores, después de lo que me había tocado pasar. Solo buscaba una especie de purificación, de paz y sosiego. Ya había conocido otro mundo mejor, pese a que ya me había reconocido como lesbiana y ya sabía quién era y sabía también que había fracasado con mi primer amor; por lo cual creía que, tal vez, siempre iba a ser así. Entonces, yo no intentaba ya nada, pero esta chica hermosa que vi en aquella fiesta, que coincidentemente era muy amiga de la compañera con quien yo vivía en el Azram, comenzó a frecuentarnos. Ella venía a escuchar las charlas del Azram y uno de esos días yo me atreví a invitarla a salir, y nos fuimos a pasear. Cuando llegamos al Montículo nos dimos nuestro primer beso. Fue muy lindo y yo estaba muy nerviosa. Desde ese día empezamos a salir hasta que sucedió de nuevo.

Una tarde que la esperaba en el monasterio, a través de la ventana, la vi llegar  de la mano de mi mejor amiga Tamar y me rayé totalmente, pero igual la recibí como si no pasara nada porque, además, estábamos en el Azram, donde yo era “renunciante” y no podía hacer ningún tipo de lío. Sin embargo, ese día, sin decir nada, decidí irme al Azram de Colombia, en Bogotá, que tiempo antes ya me habían ofrecido como destino. Yo solo quería cortar con todo. Antes de irme, recibí una llamada de la Tamar, preguntándome si quería a Pat, pero como ya las había visto de la mano, le respondí que no la quería, que si deseaban estar juntas, lo hicieran. Mi ego fue tan grande que le dije: “Te la regalo”, sin saber que Pat estaba escuchando la misma llamada por el derivado.

Entonces me fui a Bogotá y llegué hasta Miami con mi maestro de meditación. Luego me establecí en Barranquilla;  allí, un día, estando en la “sesión del conocimiento” −que es lo más puro que podemos tener en un Azram porque están todos sumidos en un silencio profundo, meditando por más de cuatro horas−, de pronto me llamaron para decirme que me llegó una tarjeta de Bolivia. Cuando leí la tarjeta decía: “Coco” y mil cosas selladas con un beso como firma que me estremeció. Era Pat. A los quince días yo ya estaba de vuelta en mi tierra. Ahí empezó todo con ella.  Pero era curioso, porque era como un trio, pues Pat se había arreglado con Tamar durante el tiempo que me fui y entonces todas las tardes venían a mi casa y yo pasaba de amiga. Pero, apenas llegaban, la bella Pat decía que se había olvidado cualquier cosa y la mandaba a Tamar a buscar lo que supuestamente se había olvidado, mientras nosotras, hasta que volviera, hacíamos troya en mi casa. Después de muchos años, Tamar se dio cuenta, pero de muchos, muchos años, porque incluso viajábamos juntas. Recuerdo que un día en París (yo vivía en un hotel con una bella jazzista afro y un piso más abajo habían desocupado una habitación, donde pasamos toda una mañana con la Pat mientras Tamar había salido) cuando llegó, nos pescó y pelearon. Pat se fue del hotel y yo salí detrás de ella. Tamar también se había ido hacia el lado del Sena, llorando furiosa seguramente, pero yo fui detrás de Pat.

Sin embargo, este deschape no pasó a mayores entre yo y mi mejor amiga. Resguardamos nuestra amistad, no hubo más drama, ni siquiera le reclamamos nada a Pat. Desde ese día empezamos a viajar juntas las tres a todo lado, y bueno, así pasaron muchos años. Cuando ya nos establecimos otra vez en Bolivia, Pat le confesó a Tamar que me amaba y que quería quedarse conmigo a vivir, las dos solas. Tamar hizo un gran berrinche, pero no lloró ni nada. Solo recogió sus cosas y se fue. En esa época estábamos atravesando la dictadura de García Meza y todo era muy difícil. Con el amor de mi vida, alquilamos un lugar. A la Tamar nunca más la volví a ver ni a hablar, por más de diez años. Luego con la Pat nos fuimos a vivir a Cochabamba y seguimos con nuestras cosas hasta que un día terminamos. Y terminamos porque en realidad la ella no era lesbiana, era ‘hetero’; yo la conocí teniendo chico. Ella siempre salía con chicos y yo no me hacía problema, hasta que ella se enamoró otra vez de un chico que venía mucho a la casa y, como vivíamos juntas, ya no pude soportar y dije ¡basta!, ya no quiero sufrir, porque yo sufría al verlos juntos y sabía que la Pat estaba enamorada de él. Lo nuestro duró veinticinco años. Ahora ella también descansa en paz.

La discriminación más fuerte que viví fue cuando me botaron de la universidad, eso es como mutilar a un ser humano, negarle el derecho al estudio. Ahora veo que los chicos y las chicas caminan de la mano en la universidad y entiendo que para esa libertad nosotros hemos tenido que luchar. La hemos pasado muy mal, hemos tenido que resistir. Durante la dictadura de Banzer, fue muy duro. Había una especie de persecución a todo el colectivo TLGB en Bolivia.

Por ejemplo,  había locales donde nos reuníamos, uno de ellos era el Bolivianísimo,  todos los domingos a partir de las tres de la tarde estábamos todos los “raros” de La Paz: hombres gays, mujeres lesbianas, trans y todos, bailando con orquesta hasta las diez, once de la noche, hora en la que cerraba el local que habíamos tomado entre todos como propio. Entonces empezaron a ocurrir muertes. Mataron a dos gays y, encima, nos culparon a nosotros mismos de que nos estábamos matando. Era una estrategia de la Policía para invadir nuestros espacios, y nos llevaban presos a todos. A las trans, que son la población más sufrida para mí, les regaban las celdas y ahí las metían. Una vez llegamos a la fiesta, y no había tal.  Las dulceras nos dijeron que la Policía se los acababa de llevar a todos. Era la coronación de la Barbarella, y ella también fue muy valiente, porque todos fueron saliendo menos ella. Ella dijo: “Yo voy a salir mañana cuando me traigan un camión con banda”.

Al cumplir mis cuarenta años, cuando estaba en Chile, había grupos de la resistencia hacia la dictadura de Pinochet: los Muralistas. Yo no era política, pero me gustaba estar en el movimiento. El día de Año Nuevo hubo una redada mientras estábamos pintando un mural en Arica. Nosotros no éramos violentos, pero esa noche la Policía mató a Salvador Cautivo, que era uno de los muralistas. Ellos estaban armados, nosotros no. Esa noche me metieron presa en la cárcel de mujeres de Baquedano, en Arica. Yo entré presa por falsificación de documentos y me encantó, porque ahí empecé a conocer otro tipo de mujeres, aguerridas, con vocación de lucha social, con ideales políticos, feministas de vanguardia y comunistas, además. Empecé a admirarlas y me enamoré de una de ellas que era viuda, y que, además, nunca había estado con otra mujer. Nos enamoramos, pasamos casi dos años juntas ahí dentro, hasta que un día se me ocurrió fugarme de la cárcel de donde nunca nadie antes ni siquiera había intentado fugarse, pero peinaron la ciudad y me atraparon. Me llevaron a la cárcel otra vez, no sin antes yo haber dado pelea, pues me puse a correr y había que ver las patrullas persiguiéndome por toda la calle.

Cuando volví me castigaron, creo que fueron tres semanas o un mes, pero a mí me pareció una eternidad. Te meten a un cuarto solita, donde solo te abren a las cinco de la mañana para sacar una colchoneta pequeña y delgadita que te dan por las noches para dormir, y ese es el único momento que tienes para salir e ir al baño por la mañana. Y esta persona que yo llegué a querer mucho recuerdo que me pasaba hot dogs, que era lo único que podía pasar por entre los barrotes. Cuando ya terminé mi castigo y entré a los patios −yo no sabía la ley de la cárcel−, me sorprendí al ver a todas en fila esperándome para rendirme sus respetos. Desde ese día todas me ofrecían todo y ahí empecé a realizar trabajo social al interior de la cárcel, por ellas.

Una amiga mía de afuera instaló dos talleres de tejido, uno a crochet y otro a palillo, y se producían prendas de vestir muy lindas de hilo de colores. Entonces, a aquellas mujeres que querían estar en el taller y trabajar, se les pagaba un sueldo y yo, a amanera de apoyarlas, me apoyaba a mí misma, pues con el taller andando fue cuando me atreví a escribir una carta pidiendo mi indulto.

La mujer que amaba en la cárcel era Gladys Marín, profesora, política y llegó a ser también presidenta y secretaria general del Partido Comunista de Chile. Una mujer sensata, clara, lúcida, con quien compartimos muchos sentimientos e ideales y, pues, nos enamoramos. Hasta que un día me dijo que la querían mandar al Congreso: “Comprenderás que yo no puedo tener una sola tacha en mi vida para que la gente no hable, no diga nada”, me dijo, y yo era una tacha.

Gladys era una perseguida de la dictadura de Pinochet, una comunista, y así como ella, todas las presas eran chicas maravillosas con las que hacíamos música, incluso montamos una obra de teatro que se llama la Pérgola de las flores, en la que participamos todas las detenidas. Nosotras transformamos la cárcel en algo bello, donde había talleres y todo ese lugar de encierro empezó a cambiar.

Mi familia me mandaba a terapias de electroshock, porque creían que lo mío era una enfermedad mental y que tenían que arreglarme el cerebro. Me mandaban cada tres meses y en esa época no había esos electrodos que son como cuponcitos, que es la modernidad de ahora. En esa época era fatal, te abrían una venita y te metían una aguja gigante y eso en toda la cabeza y yo salía deshecha, hecha bolsa. Me acuerdo que, cuando salía de esas terapias, me iba donde mi tía Aida, ella me daba café con leche porque el dolor era horrible. Era aguantar otra vez a los tres meses, otra vuelta la misma tortura. Es lo más fuerte que puede hacer un ser humano contra otro ser humano: fregarle la cabeza, meterle agujas a los centros nerviosos para que cambie su orientación sexual. Eso me parece lo más irrespetuoso que se le puede hacer a un ser humano. Eso me duele hasta ahora, no puedo olvidarlo y yo tenía como mis catorce o quince años, y no sabía nada de nada. Y eran esos psicólogos, los psiquiatras, que al ver mi apariencia, mi postura, mi comportamiento y conducta les hacía pensar que yo estaba enferma, que tenía esquizofrenia, y que parte de esa enfermedad era hacerme pasar por lesbiana porque no sabía quién era.

A mis dieciséis no aguanté más y me tuve que ir de mi casa. Me fui al hogar Villegas para hacer quedar mal a mi familia. Era demasiada ignorancia, demasiada indolencia del ser humano hacia el “otro”, al “diferente”. Así fue también como lograron separar a las Satánicas. A varias las metieron a centros de rehabilitación; a otras a clínicas pagadas, todas por motivos psiquiátricos. Una de ellas, al abandonar este tipo de lugares, salió muy mal; ella era lesbiana también y sus terapias de cura de la homosexualidad eran más fuertes y mucho más frecuentes que las mías. Entonces salió con una fuerte depresión y se dedicó a beber. Al verla así, sus padres la mandaron a vivir a Achocalla, donde la violaron entre nueve tipos hasta matarla. Se ensañaron con ella porque vestía como hombre y se cortó el pelo como de hombre, como ahora los trans masculinos, y nadie dijo nada, ni su padre, que era juez. Nunca dijo: “Esta es mi hija”. Nadie movió un dedo, nadie se manifestó por ella. Siento mucha pena y dolor cuando recuerdo estas cosas, porque son cosas que se te quedan grabadas en el alma. Por eso es que siempre que hablo y doy discursos en público, les digo a los padres que no echen a sus hijos de sus casas, porque en la calle los hijos solo encuentran alcohol, drogas y prostitución. Encuentran la muerte. Gracias a la vida, que todo eso ya pasó. 

Ahora no es mejor que antes, porque igual nos siguen matando a nosotras, las mujeres, y mujeres que no necesitan ser lesbianas, ni feministas, ni nada. Y últimamente hasta las descuartizan ―¡mujeres que son madres!― Entonces, me parece que este mundo está enfermo y que esos que matan, y la Justicia que lo tolera, sí deberían ir a las terapias de electroshock toda su vida. Nosotras, por último, hemos salido de todo eso, y yo estoy aquí entera, bien, lúcida, narrando una historia coherente a mis setenta y dos años. Una historia que hubiera querido borrar de mi memoria, pero que borrándola no quiere decir que no existió. Este es un testimonio de que existimos los “diferentes” y que no somos una aberración del demonio, que no somos los hijos del mal y que no somos los sobrinos de Dios. ¡Somos los hijos de Dios también!, y merecemos el amor que nos da la vida a todos por igual. Merecemos disfrutarla.

Y así de viejos hemos hecho la Asociación de Adultos Mayores TLGB, donde al interior encuentras historias aún más desgarradoras, porque este mundo quiere acabar con uno por ser diferente. Sin darnos cuenta, nosotras hemos construido el camino por el que ustedes caminan ahora más libremente. Yo no soy feliz del todo, pero tampoco vivo triste ni amargada; más bien, trato de encontrar el equilibrio a partir del aprendizaje, volviendo a lo que me salvó de mi “automuerte”, volviendo a mi centro, a mi respiración. Ahí me encuentro en paz, me encuentro sola, pero ahí me recojo. Yo soy Consuelo Torrico Alaiza; los que me quieren me dicen “Coco”, y esta es mi lección; la que he aprendido en todo el trajín de mi vida.

Pocos meses después de haber recogido este testimonio, Consuelo buscó refugio en el asilo de ancianos "San Ramón", de la ciudad de La Paz, luego de haber sufrido una caída en la que se fracturó la cadera. Tras haber sido sometida a dos cirugías, ya no podía cuidarse por sí sola. Al lado de quienes llama sus "nuevos amigos", otras personas de la tercera edad, ella transita una nueva etapa en el ocaso de su vida, feliz, siempre al amparo emocional y fiel acompañamiento de sus hermanas de lucha.

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