Ante los ojos de Dios
Lo primero que me atrajo de él fue su sintaxis. Tenía la forma más sencilla y bonita del mundo de hilar palabras, bordándolas de acentos y entonaciones como imaginaba lo haría Cristo. Sí, amaba a este último, que encajaba bello en el cuerpo de este otro hombre. Y sus manos, ásperas, rudas, herencia de generaciones de sembradores de papa, me provocaban siempre un raz cuando me tocaban. Y ni qué decir de su inteligencia, que escapaba a raudales por sus pequeños ojos de lector. Los años luego confirmarían que él era mucho más listo que yo, que con sus delicadas palabras sabía cubrir de blando musgo los golpes que le rompían las costillas como palitos para avivar hogueras y que sus mezquinos ojos de rata me miraban con amor, mientras esas manos, como mazas, hacían añicos su vocación y mis muslos. "De todo se aprende".

Todo comenzó cuando decidí estar en el convento una temporada; sabía que no era mi vocación, pero, al parecer, por nacer en una familia católica, con una abuelita matriarca, muy entregada a todo lo religioso… uf, me fue sencillo también sentir curiosidad por conocer más allá de una simple espectadora eso del amor de Dios. Por supuesto, sentía miedo, porque tenía diecisiete años y me atemorizaba estar sola y fuera de casa. Era asustadiza.
Cuando me decidí entrar, me recibieron muy amables, casi como un reencuentro. Las hermanas eran muy estrictas, buenas y celosas de las nuevas chicas: “Las aspirantes”, así nos decían. Debíamos despertar muy temprano, seis de la mañana listas para el “Laudes”, la primera misa del día, que era solo para nosotras, sin gente externa. Era obligatorio estar, si no, no desayunabas. Yo despertaba temprano, así que no era necesario ayunar. Luego seguía el desayuno muy surtido, como en restaurantes (ni en casa comía así). Luego, se debía llamar a misa, esta vez para todos, y la oficiaba un sacerdote que venía de la iglesia cercana a nosotras. Este podía cambiar dependiendo de las ocupaciones que tuvieran, así que siempre veía a diversos padres dando misa. Terminaba todo y siempre subían a comer mientras hablaban con las monjas más viejas, y ellas eran curiosas de todo, como si estuvieran presas y preguntaran “cómo es afuera”. A veces reían por nimiedades; mira esta de la revista; ¿sabes del Papa?; esta mañana dijo esto… y así. Qué aburrido platicaban. Mientras yo, cerquita limpiaba las gradas o sacaba brillo a la mesa enorme que teníamos.
Un día, la hermana Sofía me dice que debo aprender a crear arreglos florales para misas, y ya que sabía de mi cuidado con las plantas del convento pensó que estaría encantada y feliz. Recuerdo bien la sensación de alegría, pero también sentía un presentimiento, un estar lumínica, una paz de corazón. Me deslicé abrazando el balde de agua que tenía para regar macetas, mientras me estallaba el pecho y me latían las sienes. Definitivamente estaba muy feliz.
Cuando me dijo que estuviese lista temprano para enseñarme el oficio de florista, toda esa noche no dormí y, obviamente, estuve puntual. Lo que no sabía era que no aprendería en el convento, sino que lo haría en la iglesia donde estaba la orden de los Agustinos (solo hombres); luego aprendería que de ellos salió Martín Lutero y, por eso, es la única orden que viste de luto, para todo, como si les pesara ese hecho, lo cual me parece exagerado e innecesario, pero el negro es elegante y yo amaba ese color.
La hermana Sofía me dijo muy seria que cuando hiciera mis trabajos florales, no debía hacer ruidos ni meter bulla, incluso no debía reír, que todo eso no se hace en una iglesia, pero yo, joven, vivaz y feliz, no iba a acatar esas burdas reglas. Solo decía sí a todo con la cabeza y hacía ojitos inocentes para que no me repitiera las cosas. En realidad, estaba distraída mirando a los santos, los tallados, los letreros, el altar y, de fondo, muy al fondo, un hombre vestido de negro viniendo hacia nosotras. Me temblaban las piernas, cuánta falta hizo un espejo para ver si estaba bien. Paró como en seco y nos dijo: “Bienvenidas, hermanas”, y nos dio la mano. Pensaba: hay que irse y cantar con las manos, comer con los ojos, ver en las sombras y escuchar con los pelos de punta... no creas nada, no lo des por sentado, no te conformes, no me escuches... Y claro que no me escuchó. Cuando salí de mi trance de segundos, ya la hermana se iba sin haberme dado más que un breve tiempo para escuchar lo que decía: “Hazle caso, él te va a enseñar, vuelvo en dos horas, voy cerquita a unas compras”.

Me puse nerviosa. Luego de unos minutos supe que él tenía diecinueve años, que amaba la poesía, pero también otros géneros; amaba la música vieja porque de niño su abuelo era bolerista; sabía cocinar por su madre, que vendía comida en agachaditos; qué tenía mano para las plantas y que por eso fue designado para ayudarme. Ese día aprendí mucho de cómo crear arreglos y cómo usar más hojas como truco para que se vean llenos. También otros secretos más que me los dijo para romper tensiones y verme sorprendida, como que algunos seminaristas tenían permitido tener novias y venían de noche a visitarlos, veían pelis o platicaban y se iban. Quizá eran prostitutas y quizá por amabilidad, delicadeza y discreción lo dijo así; los padrecitos deben cuidarse de los ojos de todos, yo lo sabía, eso del qué dirán, de su castidad falsa y demás cosas que siempre supe. Con los años sabría la verdad. Mientras me enseñaba, tocaba mis manos y decía que no permitiría que me lastimara, después supe que las palabras no son nada honorables en boca de un desconocido.
Tenía las manos roídas por la tierra, el viento, el clima agreste del campo, pero me quedé fija mirándolas, no eran manos lastimadas por flores. Pensé cómo puede haber una criatura así en un lugar tan horrible. Y es que sentía que sonreía por sonreír; yo siempre miro más allá de una pantomima, y vaya que la gente es nefasta en esos temas. Me doy cuenta fácil. Su sonrisa, aun así, fue como un puñado de hierbas fraganciosas.
La hermana regresó y nos devolvimos al convento. Al día siguiente debía ir a hacer arreglos y traer unos cuantos para nosotras. Los agustinos compraban las flores y nos obsequiaban también para nuestra parroquia, a cambio, decorábamos los domingos para misa; ah, y también hacíamos pan para ellos. Algo así como un trueque de favores.
Al día siguiente volví a la iglesia de los agustinos y él me esperaba. No supe qué nos sucedió, pero nos mirábamos distinto. Me dijo cosas dulces y muy tiernas. Con el paso de los días, ya no solo me miraba distinto, de hecho, nos besamos, y a partir de ahí sería todo un gusto poder ir a la iglesia para estar con él. Cada que lo tenía cerca, pasaba –como dicen algunos– que mi alma sobrevivía al cuerpo. Sí, nuestra conciencia no era una melodía intermitente de cuerdas que recaen entre los intervalos del silencio por saber lo que hacíamos, las imágenes de la belleza de esos besos eran muy oníricas, tanto, que al salir a los espacios habitados por la realidad teníamos con nosotros todo cuanto era necesario: una abundancia de sonidos y pautas para entretenernos en ese largo sueño, para sembrar nuestro camino hacia lo profundo. Nos amábamos, y era un amor inocente, pese a saber dónde y cómo podría acabar. Así, también, teníamos algo que esconder. Nos pusimos en peligro tantas veces. Los besos, luego de un tiempo, no colmaba la imperiosa necesidad de sabernos, de conocer las aristas, los sabores, los sonidos del otro. Un día confesó que ya me había visto antes del día ese con la hermana, que me había visto un año atrás en una actividad catequética, y que lo había mirado como se miran las heces, y que creyó que yo era una mujer adormecida por el ego. Nunca he tenido visión amorosa... alguien acaba de decirme que durante meses estuvo enamorado de mí. ¿Hacia dónde miraba yo todo ese tiempo? ¿Me he perdido más cosas? Un ojo miope, otro hipermétrope y ninguna intuición... Soy una joyita, pensé, pero no le dije nada. Solo reí avergonzada, lo besé muy dulce como para compensar. Aún recuerdo ese beso.
Cuando nos veíamos también me dedicaba poemas, cartas manuscritas, y me contaba muchas historias de los otros compañeros y de la gente de allí. Un día no quiso que tocara su espalda, le dolía. Siendo insistente, me la mostró; la tenía cortada, reventada y, encima, con unas gasas delgadas con algodones de cloro. Lo habían golpeado. Uno de sus amigos había ido con el chisme de lo nuestro y el padre a cargo le infundió golpes con un cable de televisor. Le decía que era Dios que usaba su mano para castigarlo y que no debía decir a nadie del pecado. Hasta ese entonces no hacíamos más que amarnos con besos y caricias miedosas y certeras. Lo vi tan adolorido, sollozante y con una mirada de disculpa –como si hubiese realizado el acto más ofensivo: amarme–, que me envalentoné y quise hablar con el padre infame que lastimó a mi amado. Pero él me frenó. Nunca había tenido tantas ganas de gritar en una iglesia como en ese día. Mis ojos vuelven a verse vidriosos como aquel día, creo que ese momento debí llevármelo lejos y no decir nada a nadie. Siempre fui, al fin y al cabo, una cobarde para asuntos de rescate.

Los días pasaron y quedó como anécdota el asunto de los golpes. Se venía su orden sacerdotal, donde ante todos recién tendría el título de “Padre” y podría dar misas, de modo que debía portarse bien (no faltar a las normas). Me citó para hablarme fuera de la iglesia, me mostró un cuaderno con poemas suyos, muy bonitos; me dijo que había decidido no volver a escribirle a ninguna otra mujer y que cada día escribiría uno nuevo hasta que dejara de existir. Lo vi alegre, pero no creía en una promesa tan especial y menos sabiendo cómo eran las cosas. Le dije sí a todo como lo hacía con las hermanas, y me regaló un rosario rosa muy viejito que él había guardado para mí. Aún lo guardo.
Ya era de noche y no queríamos despedirnos. Los agustinos habían salido a un retiro espiritual y pocos se quedaron; esos estaban en sus cosas y así pudimos irnos a la iglesia, donde todo estaba oscuro y las figuras parecían mirarme fijo. Entramos descalzos para no hacer ruido y, detrás del altar, con el cuerpo de Cristo en forma de hostia como decorado, nos comenzamos a tomar uno al otro. Y allí, en cuclillas, nos mirábamos, nos reíamos tapándonos la boca para que nadie nos oyera, como niños jugando. No nos quedaba ni siquiera el parpadeo, cerrábamos los ojos y yo pensaba que era una delicia escondida besarlo así. Una rozadura en la ingle con mi torpe mano desató una tertulia jugosa, y comenzamos a despojarnos de algunas prendas, muy lentamente, como si hubiéramos perdido la velocidad del tiempo. Nuestros cuerpos ondeando al otro quizá fue lo más cercano a oleajes marinos, controlando nuestro entorno. Nunca quise habitar otro cuerpo.
Me llamó la atención su acento, ese propio de gente aymara hablando español; qué bonito se oían las palabras en él. Amé su cara, sus dientes, su torso cicatrizado… Y de pronto, por nada aparente, no paró de llorar, como si supiera algo que yo no. Nada detuvo la entrega. Ese detalle fluvial no cortó el momento, empero lo hicieron los sonidos de gente que parecía entrar. Mientras aún me palpitaba el cuerpo y sus heridas secas, tuvimos que parar. Yo me fui discreta y comencé a fantasear con él como mi marido, un matrimonio, una familia.
Ya se acercaba el día de decir a los padres que él se retiraba de la orden porque había decidido otra vida. Yo estaba ansiosa y las hermanas notaron mis nervios. Recuerdo que me hicieron limpiar todo el convento para calmarme. Necesitaba saber de él, ya que en dos días sería el acto de su orden sacerdotal y me daba cólera escuchar que ya sería de Dios, que debíamos ir porque nos invitaron, que luego vendrían al convento a visitarnos y así, cosas que no necesitaba saber. Lo raro fue que en esos días él no me buscó como había dicho, y yo había ya decidido irme del convento porque no estaba bien ahí, y además quería tener libertad de amar a ese hombre. Pensaba que de seguro le estaba costando dejar su orden y que me buscaría en el evento ese. Recuerdo que fue un sábado, había creado muchos arreglos de flores con muchas hermanas y ya todo listo empezó la misa parte del acto de presentación de los nuevos sacerdotes. Yo lo buscaba y nada. Hasta que lo vi de espaldas, vestido de negro con una túnica de monje, mirando el altar y escuchando todo lo que decía el obispo. Empecé a llorar y, como un acto de masoquismo, me quedé hasta que terminó todo. Me acerqué y lo abracé, le dije que ya no estaba en el convento, y él me miró triste y, casi lagrimeando, me dijo que lo perdonase, que debía estar acá, ahora más que nunca. En ese momento no entendí su falta de palabra, de honor, me dio rabia y no lo vi durante años.
Un día lo vi por simple coincidencia en El Prado y lo saludé normal; me dijo que venía de visita y que era párroco en Quillacollo. Él fue quien trajo el tema, el motivo por el que siguió su vida sin mí.

Lo había violado el mismo padre que lo golpeó unos días antes de entregarnos bajo ese altar aquella noche. Lo tenía amenazado, y todo porque no paraba de decirle que estaba en pecado y que solo un cuerpo sacro como el del padre podía limpiar la ofensa de haber tenido amoríos conmigo. Entonces, él se sintió sucio y no pensó que era digno de vivir conmigo sabiendo que su cuerpo no había sido mío únicamente. Ahora todo tenía sentido. Lloró ese día porque guardaba ese secreto y porque sabía que me iba a dejar. Lo abracé y no paramos de llorar. Lo había odiado sin motivo. Me dijo que aún escribe y que amaría mostrarme todo lo que había escrito durante tantos años. Yo no podía quedarme, porque mi novio esperaba en la universidad y ya estaba retrasada. Lo dejé y prometimos vernos cada que yo visitara Cochabamba, y así fue.
Llevo años llamándolo y él también me llama para saber de mí. No somos amantes, ni un amor retomado, pero nos hemos vuelto un amor bonito para contar. Él es mi padre espiritual, quien me escucha sin decirme “hija” ni esperar que yo le diga “padre”. Tomamos café con masitas y, para ruborizarlo, le recuerdo algunos encuentros pasados; claro que no me da pie, porque dice que no son cosas de Dios. Nunca quiso revelarme el nombre del vil que lo tomó, ni quiere recordarlo conversando, solo desea ayudar a la gente de donde vive y me encanta verlo feliz. Y sí, me mostró sus escritos ya empastados y sigue escribiendo. Pará mí son tesoros.
Como últimamente estoy sensible, me puse a recordarlo, con la ciudad completamente adormecida o inconsciente, a mirar mi yo de cuando lo conocí. Son las fotos de lo que fuimos...