Tatakau Seishin: El espíritu guerrero del kenpo en Bolivia
Sebastián mide la precisión de la trayectoria de su golpe con un par de amagues, y con el tercer movimiento de puño cerrado parte dos tejas juntas, soportadas en dos sillas. Esta vez fueron tejas. Hace unos meses, cuando acababa de cumplir 14, rompió una madera de 2.5 cm de espesor con un tetsui (golpe de martillo). Hoy, con el mismo puño cerrado y la rodilla derecha inclinada hasta casi el suelo, levanta un entusiasta “¡Muy bien!” de sus senséis. No es el único que romperá tejas, maderas o ladrillos, y soportará palazos y golpes en todo el cuerpo ─lo que en lenguaje técnico se llama “sanchín” (una prueba de resistencia física y mental)─, este sábado, en que los estudiantes del dojo Tatakau Seishin (Espíritu Guerrero) rinden examen para cambiar de cinto.
Pero esto no es como Karate Kid, Cobra Kai o alguna película en la que adolescentes furiosos rompen todo a su paso, sino un sábado especial en el que los practicantes de este arte se enfrentarán, una vez más, a dos temores bastante razonables: el dolor y no lograrlo.
El kosho-ryu, un estilo de kenpo, que traducido del japonés significa “método del puño”, pero que fue divulgado como “ley del puño”, lleva apenas 8 años en La Paz. No obstante, este arte marcial viene siendo practicado desde 1235 por el clan Yoshida, en Japón; una familia de samuráis que desarrolló, como los diferentes clanes, una técnica de combate para la guerra. La escuela llegó 800 años después a Hawái, en la década de los 40 del pasado siglo y, muchos años más tarde, a Bolivia, poco a poco, gracias a varios maestros.
Pese a su poca fama, si se lo compara con el karate, el taekwondo, el kung fu, el kick boxing o el mismo MMA, el kosho-ryu también tiene representación legal en Estados Unidos, México, Argentina, Chile, Paraguay, España y Portugal.
Mucha práctica para no tener que pelear
“¿Acaso hay alguna forma más sublime de verdadera defensa personal que la paz y la armonía?”, se lee en la solapa de la tapa del libro ¿Qué es la verdadera defensa personal?, de James Mitose, el maestro que trae el kosho-ryu a América, lo que para la mente occidental es cuando menos contradictorio: ¿cómo buscar paz interior y respeto a las leyes de las sociedades donde se vive mientras se entrena duramente el cuerpo para el combate? Esta es la razón por la que el kosho-ryu no es un arte marcial de competencia, ni siquiera un deporte, sino una práctica tradicional de guerra, cuyos golpes pueden ser letales, porque en aquel tiempo, quien no mataba, moría.
Sin embargo, también es una forma de vida desafiante para cada practicante, según Diego Bagur D’Andrea, argentino de nacimiento y radicado en Bolivia desde hace más de 20 años y representante de la MIKKA (Mitose International Kosho-Ryu Kenpo Asotiation) para Bolivia hasta hace algunos meses.
─¿Se enseñan golpes letales a los niños? ─es lo primero que pregunto tras conocer las particularidades de esta práctica.
─No, no se los enseña a nadie que no tenga la suficiente madurez en el arte marcial ─afirma Bagur.
─¿Qué vienen a aprender, entonces, niños y jovencitos tres veces por semana, incluso en formato virtual, como tocó durante la pandemia?
─A los niños se les enseña a mejorar sus reflejos, balance y estabilidad, ampliación de su visión periférica y el uso real de su fuerza. Aprenden a usar mejor su cabeza que su cuerpo, lo que, si va a pelear, le da una ventaja comparativa frente a los demás ─responde Gabriel Sánchez, otro de los senséis; un colombiano que también vive en Bolivia desde hace años.
─¿Y qué es lo que atrae a un adolescente a un espacio de entrenamiento tan duro, donde las contemplaciones son mínimas y donde la llamada “generación de cristal” podría romperse en su primer día de clase?
─Tal vez llegan pensando que les enseñaremos un par de golpes para pelear mejor, pero pronto aprenden que el dojo es un lugar donde uno viene a vencer sus miedos, a conocerse, a probarse, a no rendirse, a llevarse al límite, a extenuarse, a quitar de su vocabulario la expresión “no puedo” o “me da miedo” y recibe lecciones de vida antes que de golpes a un supuesto enemigo ─afirma Sánchez.
Eso suena contradictorio ─comento─, y coinciden conmigo. En tanto, miro este espacio lleno de espejos, makiwaras, pesas y practicantes uniformados de negro. Estos trajes, como único ornamento, tienen monshos (parches con el escudo de armas del etilo del kosho) cosidos en su espalda.
Padres esperan detrás de la puerta a sus hijos y si algo se siente aquí es la disciplina: nadie habla. Todos miran atentos a sus senséis, que dan instrucciones que cada uno comprende, excepto yo, porque ignoro este lenguaje técnico.
Divididos en dos grupos, los niños y jóvenes repiten rutinas (katas), simulando golpear a un adversario con movimientos sincrónicamente hermosos, precisos, enérgicos que, para mí, ignorante en estas artes, son una especie de coreografía furiosa aprendida en semanas y perfeccionada en meses o años. Esos movimientos lentos, pero firmes, como si representasen el combate con un fantasma, son el producto de equilibrio, elasticidad, fuerza, control, memoria, sincronicidad y mucho coraje; “una lucha contra el ego”, comenta Bagur, para mi sorpresa, aumentando mi confusión.
El kenpo en Bolivia
El kosho-ryu es el kenpo más tradicional, si bien no el único que se practica en Bolivia. Por “tradicional” se entiende que no es un arte de torneo, donde lo que cuenta es hacer puntos sin dañar al contrincante. El kosho-ryu busca efectividad; es decir, reducir al contrincante. El kenpo, en una de sus formas, llegó a Bolivia con Carlos Gestri, quien aparentemente lo aprendió en Estados Unidos, pero con el tiempo se modificaron las técnicas que enseñó. Gustavo de Alarcón y sus sucesivos estudiantes (Ángel Ocampo y Juan Carlos Garrón) terminaron sin maestros reales, practicando un arte fusionado con otros estilos, hasta que Rodrigo Terán, toma, entre 2010 y 2015 contacto con Thomas Mitose, una leyenda viva y el soke (máxima autoridad) del estilo en el mundo y retoma la práctica, buscando la máxima pureza en los movimientos, según explica la revista española Cinturón Negro, en su número de febrero del 2013.
El soke Thomas Mitose, su hijo hanshi Mark Mitose, el shihan Ali López, representante de la MIKKA en México, y el shihan Darryl Dobashi, representante de la MIKKA en Estados Unidos, llegan a La Paz el 2015, año y lugar donde se celebra el Seminario Anual del estilo, a nivel internacional, lo que es un hito para el kenpo en Bolivia. Mitose reconoce al Te Sat Tao, cuyo maestro y practicantes son parte del encuentro, como un estilo originado en Bolivia, a la cabeza del ahora soke de su estilo, Ángel Ocampo, y la vinculación del dojo Tatakau Seishin a la MIKKA se hace más activa.
Junto con el kosho-ryu, en el país también se practica el kenpo 5.0, una evolución del kenpo americano, liderado en Bolivia por quien en vida fue el senséi Rodrigo Fernández, que sí se lleva a competencias. El kenpo-karate, a la cabeza de Arturo Flores Villaroel, es otra variante del kenpo, asentada especialmente en Santa Cruz y también presentada en torneos. Finalmente, el kenpo hawaiano, que es una mezcla de varios tipos de lucha y tiene por senséi a José Muñoz Bolívar.
El cambio de cinto
La ceremonia de ascenso de grado, a la cual asisto, se hace emotiva para instructores, padres y estudiantes. Los chicos que dieron el examen sonríen con su nuevo cinto, tras las palabras de sus maestros, quienes les quitan el que traían hasta hoy y les sujetan el nuevo, con movimientos precisos y significativos, como si de una investidura se tratase, de una prueba vencida, de un nuevo trecho del camino recorrido que oscurece un cinto, porque todo lo que pasa por el suelo, se ensucia y se oscurece. Mientras les anudan el nuevo cinto, los senséis dan palabras de aliento y reconocimiento a los practicantes. Son minutos en que el concepto de honor tiene lugar y cobra sentido.
Algunas madres lloran, acaso incomodando a sus hijos, y filman las katas y los golpes dados y recibidos para el registro familiar, que en los siguientes años los llenará de orgullo en privado, pues saben que ese material no pueden subirlo a las redes sociales.
─Pero, ¿por qué llora? ─pregunto a una madre, si, pese a lo emotivo del examen no veo que los chicos estén tan lastimados.
─Es que Carlitos, cuando entró al dojo, era un niño que no tenía confianza en sí mismo, pero gracias al kosho-ryu y a sus senséis, porque yo les debo mucho a ellos, él es un joven totalmente diferente ─me dice Gina.
Por su lado, Mitsuro Hada vive un día especial en sus 20 años de existencia. Acaba de aprobar su examen para Shodan (cinturón negro). Ha venido su familia a verlo y la emoción les brota en forma de lágrimas. Le toman fotos y las piden a los senséis, entre abrazos y felicitaciones. Han sufrido con él cada minuto de esta prueba, como yo. No es común ver lo que se ha visto: el resumen de años de práctica.
─Antes no me gustaban las artes marciales ─me cuenta─. Mi mamá me metió porque me hacían bullying de pequeño. Hasta me escondía para no ir a mis clases. Durante los primeros dos años practicando kosho-ryu me daba miedo la curtisión (golpear el músculo y el hueso hasta que ya no duela o duela menos), porque me dolía harto, pero decidí seguir, porque quiero ver mis capacidades y hasta dónde llego. Obviamente, me sigue doliendo, pero practico y entreno mi mente para controlar este dolor. Cuando di mi examen para cinturón amarillo y vi el examen de un cinturón café, me asusté. Los senséis, además, me enseñaron valores, su filosofía de vida, a ser una persona más crítica, a no hablar por los demás ni a juzgarlos, sino que me vea a mí mismo y mis propios defectos antes que a los demás. Me hicieron ver que el arte marcial es un estilo de vida; no termina con el cinturón negro, sino que empieza.
─Si no hubiera descubierto el kosho-ryu sería más tímido, porque yo no soy muy sociable ─me dice Carlos Vera, de 15 años. ─El kosho-ryu te ayuda a que tu mente se ponga más fuerte y no seas tan miedoso.
Luana Villalta con 7 años me cuenta que en su primer examen combatió con un niño y no le dio miedo. Sus padres, Raúl y Pamela, afirman que su pequeña hija era 10 veces más tímida cuando empezó a practicar. Hoy se sienten orgullosos porque Luana sí puede usar el traje de practicante.
A los estudiantes, de todas las edades, les gusta sentir que usan un traje que se han ganado. El gi que visten es un privilegio y no un mero uniforme, por eso no lo compran apenas comienzan con la práctica. Entre sus funciones, además de las obvias, está la de confirmar la potencia del movimiento a través del sonido que el traje emite.
Sin embargo, los cinturones negros del kosho-ryu no tienen líneas, que es la forma de marcar los danes. Nuevamente, me explica Bagur, se trata de no promover el ego. Tampoco llevan distintivos o banderas del país que representen. Representan a una sola familia: la MIKKA.
Una práctica que no discrimina
Gabriel Montaño tiene 15 y practica kosho-ryu desde hace más de dos años. Su primera clase fue presencial, pero durante meses, debido a la pandemia, pasó como todos los estudiantes entrenamientos en formato virtual. Es sin duda un practicante especial porque él no ve con los ojos; “él ve de otra manera, con todos los sentidos”, dice su mamá. Ella también cuenta que, cuando lo vio entrar, el senséi Diego le dijo: “Yo te voy a tratar como a los demás. Tú no eres diferente”.
Gabriel, como todos, se ha ganado el derecho de usar el gi, tras su primer examen, día que recuerda como uno de los momentos más importantes de su vida. Oír su nombre para que le entreguen el cinto amarillo, fue la confirmación de que él puede y no debe tener miedo, como me lo dice varias veces, en este encuentro que tenemos junto con su madre. Él se ha demostrado en estas clases que él puede. Ya no se bajonea, dice, cuando está en otro tipo de clase, solamente se propone llegar más lejos.
Pero ¿cómo hace un no vidente para aprender movimientos, golpes, defensas, técnicas? ¿Cómo hace para saber dónde está el contrincante o cómo moverse?
─Yo me guío por la temperatura de la gente. No puedo saber cuánto mide o cuánto pesa, pero sí sé si está lejos o cerca. Al no ver, he tenido que centrarme en mi oído, mi sensibilidad y esas cosas. A mí me sirve hasta el eco de una pared o una persona, porque mi voz rebota ─afirma.
─Para una persona con discapacidad visual ─dice su mamá─ soltar el suelo es terrible, pero él lo ha hecho y eso ha sido un momento muy especial para todos nosotros. Cuando él me dijo “Quiero hacer esto”, agarré mi corazoncito, lo guardé y dije bueno, si tú quieres, está bien. Si eres feliz, yo soy feliz. Pero también vi que, al volver de cada clase, él regresaba con una sonrisa en su cara y en su corazón con todo lo que le decían los senséis.
─Él no pone su ceguera como una barrera mental ─dice Sánchez, que considera que su disciplina y su motivación son superiores a la de muchos de sus compañeros. Concuerdan, sin embargo, que enseñarle fue y sigue siendo un desafío.
Las mujeres y las artes marciales
─¿Por qué no hay tantas chicas practicando?
─Porque la sociedad mete en la cabeza a las chicas que las artes marciales no son para señoritas. Cuando te quieran violar en las calles, vamos a ver qué tan señorita sos ─asegura Bagur.
─Pero, además, tal vez es muy duro.
─Es duro. Es duro para todos.
Y necesario. Así lo han entendido incluso un grupo de mujeres de pollera que, independientemente de que estén adquiriendo una buena técnica o no, con los entrenamientos que reciben en la escuela Warmi Power, por ejemplo, están transformando sus mentes y entendiendo que aprender da poder.
El dojo Tatakau Seishin ha ofrecido hasta la fecha 7 talleres de defensa personal para mujeres. Talleres donde no se enseña kenpo, sino técnicas útiles para dar golpes certeros a un agresor que, casi siempre, tiene más tamaño y fuerza que una. Con todo, los senséis son claros al enfatizar que un taller o las técnicas aprendidas no son garantía de nada, si no se las practica constantemente.
─Lo interesante ─afirma Sánchez─ es que las mujeres no solo aprenden los movimientos y los golpes, sino que logran desbloquearse, pues muchas veces ya han sufrido agresiones físicas o sexuales y se quedaron traumatizadas. Ponerlas en contexto real y utilizar una fuerza masculina también real logra sacar la fiera que tienen dentro. Esa fuerza, con inteligencia y técnica, es lo que descubren que puede salvarlas de una violación y, muchas veces, de la muerte. Lo que deben entender es que, si su golpe no es efectivo, lo único que conseguirán es enfurecer más al atacante.
La responsabilidad de ser un senséi
Bagur, Sánchez y Joaquín Roncal, el actual representante de la MIKKA en Bolivia practican kosho-ryu desde hace más de 20 años; básicamente han crecido entrenando y lo llevan incorporado en su ser. Cuando hablan del kosho-ryu se levantan y muestran posiciones para graficar lo que están explicando. Irremediablemente hablan de los estudiantes, sus progresos, sus falencias, cómo trabajarle tal o cual problema; luego, se sientan para pararse otra vez, porque las palabras no les alcanzan y tienen que hacerlo con el cuerpo. Es difícil no sucumbir a su emoción cuando hablan de su práctica.
Los senséis no dejan de perfeccionar la técnica, corrigiéndose todo el tiempo, como si fuese un tic, viajando a seminarios internacionales donde Thomas Barro Mitose, el ya mencionado soke, el maestro de maestros, aún vivo y con 81 años, aglutina a los practicantes una vez al año, toma exámenes a los cintos negros, corrige o cambia técnicas y comparte alguno que otro movimiento reservado para los cintos negros.
Antes de ser un cinturón negro, el practicante debe pasar por 10 grados o kyus, que se representan por cintos de colores: blanco, amarillo, naranja, morado, azul, verde, marrón, marrón banda dorada, marrón dos bandas doradas y marrón tres bandas doradas. Luego, vienen otros 10 grados, conocidos como danes, pero solo el soke o maestro máximo de un arte, puede tener el grado máximo, así como solo un hanshi, puede tener un 9no dan. Ambos grados se obtienen por herencia de linaje. Actualmente, los Mitose viven en Estados Unidos.
─¿Qué es lo más desafiante de enseñar a un niño?
─Que se divierta y que aprendan. La clase no puede ser aburrida, pero tampoco divertidamente inútil. Ellos deben tener objetivos y saber que los están cumpliendo ─ afirma Roncal, físico de formación, y guía scout por muchos años.
Sin embargo, cuando se les pregunta por lo que esperan de un practicante, todos contestan, cada cual en su momento, que “formar a una buena persona”. De la técnica, que tanto exigen, ni hablan. De hecho, ese crecimiento personal, según Roncal, es condición necesaria para pensar en acceder a un examen de grado. Quien está mal en el colegio, quien no obedece a sus padres, quien no cumple labores en su casa, no puede aspirar a ser examinado. Lo más importante para Roncal es medir el yo actual con el yo que dio el anterior examen, porque solo ahí se ve el verdadero crecimiento.
Hay padres que traen a sus hijos para que se los eduque, afirma Bagur, algo resignado. Algunos chicos se quedan meses o años, otros se van a las pocas semanas. Los que se quedan ven a sus senséis como verdaderos maestros, personas influyentes en sus vidas. Una relación igual la he visto entre ciertos músicos con sus pupilos. Seguramente es la admiración y el haber recorrido un camino compartido por el esfuerzo, el dolor y el sacrificio el que fortalece la lealtad del que da y recibe.
¿Cuántos de los estudiantes llegarán a esos seminarios internacionales, como shodanes?, me pregunto. Bagur es consciente de que el tiempo que los chicos se queden en el dojo nadie lo sabe, y no es algo que le interese. La idea suya es que del tiempo que estén, se vayan con el mejor de los cambios.
─Si logramos que ellos sean luchadores el resto de su vida ─afirma─ para practicar ballet, para sus estudios o para trabajar; si podemos ver que ellos generan seguridad en ellos mismos, ya hemos puesto un granito de arena” ─o un edificio, para algunos.
El Shihan Ali López, mexicano y mano derecha del soke, me dice via Zoom que el trabajo que se hace en Bolivia los tiene muy contentos y lo reconocen como una pieza fundamental en la unificación de criterios y programas de todos los países donde está la MIKKA. Los senséis no ocultan el orgullo ante las buenas noticias para un país invisibilizado deportivamente por la calidad de su fútbol.
Uno en mil
Diego Bagur, el exrepresentante de la MIKKA para Bolivia, es un tercer dan. Gabriel Sánchez y Joaquín Roncal tienen un segundo dan. Pregunto inocentemente, cuánto darán otro examen para subir de grado. Bagur me dice que mínimo en 3 años, tiempo que cada vez es más extenso en la medida que uno asciende en esta carrera. “Pero eso no es importante”, afirma. “Hay practicantes, que son referencias mundiales, que tienen mi mismo grado, y gente que compra grados solo por ostentarlos. Lo importante es ser un buen practicante”.
Para Bagur los campeonatos no son importantes, porque, como manifiesta en una entrevista hecha por La razón digital, “uno va a un campeonato para ganar y eso alimenta el ego, no a la persona”. Ganar una pelea en la calle que pudo evitarse, también alimenta al ego y, si un estudiante lo hace, es inmediatamente retirado del dojo y del estilo. Son realmente pocos los que pagan el precio de ver al dolor físico o mental como un escaño necesario.
Necesario para el crecimiento y la satisfacción personal; pocos los que entrenan meses para soportar que les rompan palos en el cuerpo o para romper ladrillos y tejas que, lo más seguro, es que la vida cotidiana nunca les ponga en frente. Sin embargo, en la vida de los practicantes del dojo Tatakau Seishin habrá en un futuro otro tipo de piedras, no como las que usan para curtirse las manos a golpes, pero que sí les recordará que su mente, el esfuerzo y todas las palabras que han oído en sus entrenamientos pueden acabar con ellas.