Tener una hija

¿Es muy diferente criar a una niña que a un niño? En este texto, Fabiola Morales reflexiona acerca de los estigmas que tiene todavía la sociedad por el hecho de nacer mujer. Es sencillo encontrar en nuestra cotidianidad discursos (hechos adrede o que se repiten por la costumbre) que pretenden encasillar a los géneros con estereotipos, no obstante, estos pequeños momentos nos sirven para cuestionar, cuestionarnos y deconstruir aquellas ideas.

Por favor, considera a Chizalum como individuo. No como una nena
que debería ser de una manera determinada. Mide sus defectos
y sus virtudes desde un punto de vista individual. No valores a tu hija
según la escala de cómo debería ser una niña. Valórala según la escala
de cual podría ser su mejor versión como individuo”.
Chimamand Ngozi Àdichie

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/ Fotografía: Archivo depositphotos

Hace unos años una amiga de Chimamanda Ngozi Àdichie, le pidió consejos para educar a su pequeña hija en el feminismo, la carta que la autora escribió en respuesta a su amiga terminó publicándose como un pequeño libro titulado Manifiesto feminista en quince consejos.

Tiempo después de haber leído el libro de Àdichie, y habiendo sido recientemente yo misma madre de una niña, me encontré con unas amigas para tomar un café. Durante aquella larga noche de conversaciones, una de ellas —madre de dos niños varones— dijo que ansiaba un tercero; alguien le deseó que aquel tercero fuese una niña, a lo que ella rápidamente contestó con gesto de pavor: “No, no, no sabría cómo criar una niña”. Aquella frase me sorprendió mucho porque a mi parecer, ella era quien tenía más experiencia en esa mesa sobre cómo criar niños; de manera que no pude evitar contestar: “¿Qué cómo criarías una niña?, Como te hubiera gustado que te criaran a ti ¿no? Quiero decir, ¿es así como se crían a todos los hijos, verdad?”. Ella se me quedó mirando un rato y luego cambió de tema.

Me fui a casa pensando en que mi respuesta había sido poco empática con sus temores acerca de cómo educar a una hija; después de todo, yo llevaba meses escuchando comentarios sobre lo complicado que era tener una ¿Por qué me extrañaba entonces que mi amiga no deseara una niña? Si yo creyera, como creían (o siguen creyendo) muchos y muchas, que las niñas son poseedoras de un carácter difícil de gestionar, quizá yo también me sentiría temerosa ante el porvenir. El tema estribaba en que hasta aquella noche no me había cuestionado el hecho de que educar una hija debiera ser distinto al hecho de educar un hijo. Creía fervientemente en la premisa de que una o uno criaba a las niñas y los niños, al menos los primeros años, sin tener en cuenta su género; al fin y al cabo, eran niños y lo que los niños necesitan siempre es lo mismo: amor y paciencia, aunque la paciencia es parte del amor.

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A raíz de una salida con amistades que una o uno no ve desde hace tiempo, pueden surgir debates interesantes y productivos, como el que nos propone el presente texto. / Fotografía: Faby Sonrisas.

Más tarde, mientras iba de camino a casa, vinieron a mí las palabras del tercer consejo de Àdichie: “Enséñale a tu hija que los roles de género son una tontería. No le digas nunca que debería hacer o dejar de hacer alguna cosa porque es una niña”. Quizá esta era una de las primeras cosas que debíamos enseñarles a nuestras hijas, y aun así, si lo pensábamos bien, era algo que deberíamos enseñarles por igual a nuestras hijas y a nuestros hijos.

Regresando un poco atrás, aquella misma noche se hicieron presentes otras conversaciones encadenadas. Quizá a raíz de esa tan instantánea afirmación sobre el temor a tener hijas, el tema sobre las relaciones madre-hija y madre-hijo salió en más de una ocasión. De hecho, tengo que admitir que desde el momento en que hice público que el bebé que llevaba en el vientre era una niña, no dejaron de caerme mensaje sobre el reto que supondría tener una hija y los disgustos que aquel hecho me acarrearía; así como en las otras ocasiones, aquella noche no fue la excepción. “Ya verás” me decían, “las niñas son más retorcidas”, “las niñas son más rebeldes”, “las niñas son más arpías”. Evidentemente ese ‘más’ era en comparación a los niños, los cuales parecían nunca encajar con el tipo de adjetivos con los que las niñas sí obtenían.

La primera cosa que me llamó la atención con respecto de este tipo de mensajes era que a veces venían de las propias mujeres que, en muchos casos, eran mujeres que a su vez no habían tenido hijas mujeres y que por lo tanto hablaban desde una no experiencia, o más bien desde una experiencia de madre de niño varón que observa el comportamiento de otros niños y niñas que rodean a su/sus vástago(s). Los hombres no se quedan atrás, pues en toda conversación había un marido, novio o compañero que asentía en silencio a las palabras de su mujer, como aprobando las ideas. Todas sabemos que los hombres no suelen meterse en las conversaciones de mujeres, pero cuando están a solas, entre ellos, hay pocos que admitan que las mujeres seamos en la práctica tan buenas personas como cualquier otro varón. La segunda era que, en contraposición a lo malas personas que parecían ser las niñas, los adjetivos como ‘activos’, ‘competitivos’, ‘físicos’ y ‘simplones’ eran utilizados para definir a los niños. La tercera cosa que me llamaba la atención era que el ejemplo de maldad siempre estaba relacionado con la misma anécdota, viciada de ser un rumor extendido más que una verdad y que versaba en cómo resolvían los niños los problemas vs. cómo lo resolvían las niñas. Esta anécdota, contada una y otra vez, estaba siempre ligada a la biología, es decir a los caracteres que distinguen nuestro género. Al parecer los niños eran propensos a utilizar la violencia física de manera inmediata (gracias a sus altos niveles de testosterona) y su carácter impetuoso, otra característica que era adjudicada a ellos desde el nacimiento, los hacía presas de un impulso que los empujaba inevitablemente a darse de golpes con otros niños; mientras que, por el contrario, las niñas rara vez reaccionaban de esta manera (nuevamente la biología de por medio) y preferían guardarse el encono, para sacarlo de otra manera, digamos más velada y extendida, en el tiempo. Dicha acción tenía normalmente que ver con la utilización del lenguaje, haciendo uso de la palabra o el silencio para herir a su adversario, escarnio que duraba mucho más de lo que pueden durar dos niños dándose de golpes entre ellos.

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El comportamiento de las personas, hombres y mujeres, se da por las circunstancias o el contexto que permitieron formar aquella conducta. Evidentemente, no se puede culpar al contexto y ya; está en nuestras manos trabajar día a día en ser mejores individuos. / Fotografía: Faby Sonrisas.

Increíblemente, la utilización de la violencia física seguida de una bajada de adrenalina se convertía a los ojos de estos adultos en una virtud si se la comparaba con el autocontrol que podían ejercer las niñas sobre sus reacciones ante un evento que las contrariara. Estos adultos afirmaban, sin recelo, que la manera en la que los niños resolvían sus problemas era necesariamente más sana que la forma en la que lo hacían las niñas, recibiendo el apelativo de “más retorcidas”. El hecho de que los niños utilizaran la violencia física y la inmediatez en las reacciones, no los llevaba a ser vistos en el futuro como posibles hombres violentos, sino que aquella violencia quedaba como un asunto de niños inocentes que evolucionaban con el tiempo en seres incapaces de albergar rencor alguno. Tristemente esta indulgencia no era extensible a las niñas, en ellas se preveía siempre el futuro de una adolescente rencorosa, ocupada en planear venganzas, o de una mujer adulta poseedora una peligrosidad latente.

“A menudo”, dice Àdichie en la carta a su amiga “hacemos uso de la biología para explicar los privilegios que tienen los hombres y el motivo principal es su superioridad física”. La conversación que acabo de describir le daba toda la razón. Pero se puso peor. Una vez que la explicación biológica entre la maldad de los niños y de las niñas acabó, las frases siguientes recayeron en cuan buenos amigos eran los hombres, adultos o no, entre ellos y cuán poco amigas fiables eran las mujeres; para terminar con el consabido: “por eso mis mejores amigos son hombres”.

De toda esta larga lista de consecuencias que devienen del hecho de nacer mujer, tengo claro que lo que más me horrorizaba, mientras duró mi embarazo, era el hecho de que se hablara de una niña —que en ese instante eran todas las niñas del mundo, no Nata—. Mi hija aún no había salido del vientre y la sociedad ya le endilgaba con los títulos de: retorcida, ser poco confiable o ser víctima de sus hormonas, sin importar la edad que tuviera, que viviría en eterna discordia conmigo.

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Existen ciertas frases o dichos que tienden a encasillar o estereotipar a los géneros. Como adultos, nos damos cuenta de que repetirlos es eternizar esa mirada y arrastrar tradicionalismos erróneos. / Fotografía: Faby Sonrisas.

Pensé nuevamente en mi amiga y entendí todavía más su temor, ¿quién quiere ser madre de un ser, de un pequeño ser, que va a odiarte y hacerle la vida de a cuadros a los que la rodeen? Me di cuenta, entonces, de que en aquella mesa éramos todas mujeres y, por ende, éramos nosotras mismas esos seres malignos que habían hecho la vida infeliz a sus madres y que si seguíamos la receta dedicábamos nuestro tiempo a esparcir el incordio entre nosotras mismas o en todo aquel que no nos cayese bien. Cuánta razón tenía Adichie con el siguiente consejo: “Enséñale a tu hija a cuestionarse el lenguaje, el lenguaje es un depósito de nuestros prejuicios, creencias y aspiraciones, pero antes de enseñárselo te habrás de cuestionar tu propio lenguaje”.

Desde entonces, cada vez que la conversación lleva al hecho de que mi hija es mujer (porque siempre lleva al mismo punto), tengo ganas de preguntarle a todos los presentes si esos defectos aplican a todas las mujeres adultas, incluidas nosotras. Pero me quedo callada, porque me temo que la respuesta será que ‘sí’. De alguna manera estoy segura de que mi mesa de amigas o no amigas terminará aceptando, sin mayor dificultad y sin que ningún hombre las apremie, que las mujeres, todas, somos unas arpías; y yo, lo siento mucho, pero aún no estoy preparada para tener esa conversación. Quizá algún día sea capaz de verbalizar y explicar de manera asertiva el siguiente comentario de Àdichie “(…) si criticas X en una mujer, pero no criticas X en un hombre, entonces no tienes un problema con X, tienes un problema con las mujeres. Sustituye X con palabras como, rabia, inquina, rencor, crueldad, etc.”.

Lo que sí puedo hacer es pensar en mi hija, o en todas las hijas, incluso en la hija improbable y no concebida de mi amiga, madre previa de dos niños, y desearles una educación más amable que la que nos dieron a nosotras, una educación que parta del principio básico del feminismo que no es otro que el deseo de igualdad entre hombres y mujeres. En este aspecto, creo que Chimamanda Nogzi Àdichie puede ayudarme y ayudarnos a todos los padres y madres, y aquí no haré la distinción entre padres de niños o de niñas porque lo mismo que a las mujeres nos hace falta encontrar el amor hacia nosotras mismas, que se traduce en creernos que hemos sido, somos y seremos tan buenas personas como lo son los hombres. A los hombres y a los padres de niños varones les hace falta educar a sus hijos con la idea de que las niñas pueden ser tan físicas, tan impulsivas, tan violentas y tan amables, y fiables como lo son ellos y que este hecho no deviene de una biología, ni está escrita en nuestro genes ancestrales, sino que crece y se refuerza en la educación. Creo que solo así se podrá lograr un futuro en el que nos sentemos en una mesa y simplemente felicitemos y nos alegremos por el nacimiento de una hija, lo mismo que hoy nos sentamos y nos alegramos por el nacimiento de un hijo varón.

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‘Cuestionar’ es una de las mejores herramientas que tiene una o uno como madre o padre de familia para decidir qué educación brindar. ¿Hay diferencia en criar una hija o un hijo? / Fotografía: Archivo depositphotos.
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